Almas muertas – Mykola Hóhol – Capítulos III y IV

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CAPITULO III

Entretanto, Chichikov, con un estado de ánimo excelente, continuaba avanzando en su carruaje, que desde hacía largo rato se deslizaba por el camino real. En el anterior capítulo hemos tenido ocasión de conocer cuál era el principal objeto de sus gustos y predilecciones. Nada tiene, pues, de particular, el que en seguida se dedicase a él por completo, en cuerpo y alma. Las consideraciones, conjeturas y cálculos, según daba a entender la expresión de su rostro, eran no poco gratas, ya que a cada instante dejaban la huella de una sonrisa llena de satisfacción. Sumido en sus meditaciones, no se dio cuenta de que el cochero, contento por la recepción de que le habían hecho objeto los criados de Manilov, hacía observaciones muy atinadas al caballo blanco que iba a la derecha del tiro.

Dicho equino era extremadamente astuto, simulaba que con sus esfuerzos contribuía a arrastrar el coche, mientras el bayo de varas y el alazán claro de la izquierda —al que llamaban «Asesor», porque era un asesor quien se lo había vendido— trabajaban a conciencia, hasta el punto de que se veía claramente la satisfacción que ello le producía.

Dicho equino era extremadamente astuto, simulaba que con sus esfuerzos contribuía a arrastrar el coche, mientras el bayo de varas y el alazán claro de la izquierda —al que llamaban «Asesor»

—Hazte el listo, hazte el listo, ya veremos quién de los dos lo es más — exclamaba Selifán enderezándose y soltando un latigazo al holgazán—. ¡A ver si te enteras de cuál es tu deber, pedazo de cuerno! El bayo es un animal serio que cumple con su obligación, y por esto espero darle doble ración de pienso, porque se lo merece; también el «Asesor» es un buen caballo… ¡Eh, eh, deja quietas las orejas! No seas estúpido y escucha cuando te hablan. No tengo por qué enseñar nada malo a un ignorante como tú… ¡Vaya el muy necio, dónde va a meterse!

Cuando llegó a este punto le lanzó otro latigazo, refunfuñando:

— ¡Eh, animal! ¡Maldita holgazanería!
Después les gritó a todos:
— ¡Adelante, amigos! —e hizo restallar el látigo sobre los tres, pero no para castigarles, sino a fin de demostrar que estaba satisfecho de ellos.

Después de proporcionarles esta alegría, volvió a dirigirse al blanco:

—Estás convencido de que nadie advierte tu conducta. No, si esperas ser tratado con consideración, tienes que portarte bien. Ahí tienes los criados del propietario a quien hemos visitado, son buenas personas.

Cuando me tropiezo con hombres de bien disfruto hablando con ellos.
Siempre soy amigo de la gente de bien y siempre nos entendemos a la perfección. Tanto si hay que tomar té como un bocado, siempre lo hago muy gustoso cuando es en compañía de hombres de bien. Todos lo apreciarán. Ahí tienes a nuestro amo, a quien todo el mundo respeta, porque él, ¿te enteras?, estuvo al servicio del Estado, es consejero colegiado…

Sumido en estas reflexiones, Selifán fue adentrándose hasta las más peregrinas abstracciones. Si Chichikov hubiera escuchado sus palabras, se habría enterado de muchos detalles que concernían a él personalmente. Pero se hallaba tan metido en sus pensamientos, que sólo el violento estampido de un trueno consiguió sacarle de sus meditaciones, haciéndole mirar en torno a él: el cielo aparecía completamente cubierto por las nubes y las gotas de lluvia caían sobre el polvoriento camino.

Finalmente otro trueno más cercano retumbó con mayor fuerza y comenzó a llover a cántaros. El agua caía oblicuamente, de manera que azotaba ahora uno, ahora otro lado del carruaje.

Después comenzó a caer verticalmente, tamborileando en la parte alta del vehículo, hasta que las gotas le llegaron al rostro. Esto hizo que cerrara las cortinillas de cuero, las cuales iban provistas de un par de aberturas en forma de círculo practicadas a fin de que se pudiera contemplar el paisaje, e indicó a Selifán que se diera toda la prisa posible. Este, interrumpido en lo mejor de su monólogo, advirtió que, efectivamente, las cosas no estaban como para perder tiempo, cogió de debajo del pescante un viejo paño de color gris, se envolvió con él, empuñó la riendas y arreó a los caballos, que casi podía decirse que permanecían inmóviles, puesto que el instructivo discurso había hecho que se sumieran en un grato relajamiento. No obstante, Selifán era incapaz de recordar si habían pasado dos cruces, o bien tres. Tras reflexionar unos momentos, concluyó que debían ser bastantes los cruces que habían dejado atrás. Y siguiendo la costumbre de los rusos, que en los momentos de gran importancia resuelven sin entrar en consideraciones, torció a la derecha por el primer camino con que se tropezó, arreó a los caballos y los lanzó al galope, sin pensar hasta dónde llegaría.

No parecía que la lluvia fuera a detenerse pronto. El polvo del camino se transformó rápidamente en barro y a los caballos les resultaba más difícil a cada instante arrastrar el carruaje. Chichikov se hallaba muy inquieto, puesto que pasaba el tiempo y la hacienda de Sobakevich continuaba sin verse. Miraba por todos lados, pero reinaba tal oscuridad que era imposible ver nada.

— ¡Selifán! —gritó finalmente asomándose a la ventanilla.

— ¿Qué manda usted, señor? —inquirió Selifán.
— ¿Aún no aparece la aldea?
—No, señor, no la veo por ninguna parte.
Y a continuación Selifán hizo restallar el látigo y comenzó una letanía tan larga que parecía interminable. En ella había de todo: los gritos de que se valen los cocheros de toda Rusia, de un extremo a otro, para animar y estimular a los caballos; adjetivos de todo tipo hilvanados de cualquier modo, tal como le iban pasando por la mente. Así incluso llegó a dar el nombre de «secretarios» a los caballos.

Puestas así las cosas, Chichikov se dio cuenta de que su coche comenzaba a dar grandes brincos y a sacudirle sin piedad. De ahí dedujo que probablemente el carruaje se habría salido del camino y estarían marchando a campo traviesa. El mismo Selifán parecía haberse dado cuenta también, pero no abrió la boca para nada.

— ¿Qué camino es éste, estúpido? —exclamó Chichikov.
—Con un tiempo así es imposible hacer nada, señor. Hay tal oscuridad que no alcanzo a ver ni siquiera el látigo.

Apenas había concluido de pronunciar estas palabras cuando el coche se inclinó hasta tal punto, que Chichikov se vio obligado a agarrarse con las dos manos.

— ¡Ve con cuidado, que volcamos! —exclamó.
—No, señor, no es posible que esto me ocurra a mí —contestó Selifán—. Yo mismo sé que volcar es una cosa que no está nada bien.

Acto seguido intentó dar la vuelta al coche, pero le hizo girar tanto que por fin volcó. Chichikov se encontró de pies y manos en el fango. Selifán paró los caballos, aunque la verdad es que fueron ellos mismos quienes se detuvieron por sí solos, pues estaban sumamente agotados.

Circunstancia tan imprevista dejó a Selifán atónito. Descendió del pescante, se colocó frente al coche, y con los brazos en jarras, mientras su señor luchaba intentando librarse del barro, comentó después de unos segundos de meditación:

—Pues es verdad, ha volcado.

— ¡Estás más borracho que una cuba! —gritó Chichikov.
—No, señor, ¿cómo puede usted decir estas cosas? yo mismo sé que eso de emborracharse está muy mal. Estuve charlando con un amigo, ya que no tiene nada de malo el conversar con un hombre de bien.

También estuvimos comiendo juntos un bocado. En esto no hay nada de extraño. Con una persona de bien se puede tomar un bocado.

— ¿No recuerdas ya lo que te dije en la última ocasión que compareciste borracho? —le preguntó Chichikov.

—Claro que lo recuerdo. ¿Cómo iba a olvidarlo? Sé muy bien cuál es mi deber. Sé que el emborracharse está mal. He charlado con un hombre de bien porque…

—Cuando dé orden de que te azoten entonces te enterarás de cómo se debe hablar con un hombre de bien.

—Como su merced ordene —contestó Selifán mostrándose de acuerdo en todo—. Si se me tiene que azotar, se me azota. Yo no tengo nada que oponer. ¿A santo de qué no me han de azotar si yo mismo me lo he buscado? Para eso está la voluntad del señor. Es preciso azotar porque el mujik comete estupideces. Hay que mantenerlo todo en orden. Si se me tiene que azotar, se me azota. ¿A santo de qué no me han de azotar?

El señor no supo qué responder a estas palabras. Pero en aquel instante pareció como si el propio Destino se hubiera resuelto a apiadarse de él. En la lejanía se oyeron los ladridos de un perro.

Chichikov se alegró mucho y ordenó que arreara a los caballos. El cochero ruso posee un buen olfato cuando la vista de nada le sirve. Así sucede a veces que con los ojos cerrados se lanza al galope y siempre llega a alguna parte. Selifán, que no veía absolutamente nada, dirigió los caballos con tanto tino hacia la aldea, que sólo se paró cuando las varas del carruaje se encontraron con una valla, siendo entonces imposible continuar avanzando.

A través de la densa cortina de lluvia, no sin trabajo logró distinguir Chichikov algo que se parecía a una techumbre. Mandó a Selifán en busca del portón, cosa que seguramente se habría prolongado durante un buen rato si en Rusia, en lugar de porteros, no hubiera perros, los cuales informaron de su presencia con tanta sonoridad que se vio obligado a taparse los oídos con ambas manos. En una de las ventanas brilló una luz y su confuso resplandor se esparció hasta llegar a la valla, permitiendo que nuestros viajeros vieran el portón. Selifán dio unos cuantos golpes y pronto se abrió una puertecilla, asomándose por ella una figura envuelta en una manta; el señor y el criado pudieron oír entonces una ronca voz de mujer:

— ¿Quién es? ¿Quién arma ese escándalo?
—Somos unos viajeros, madrecita. Permítanos pasar y quedarnos aquí esta noche —le dijo Chichikov.

—Con mucha rapidez lo arregla usted todo —repuso la mujer—. ¿Le parece que ésas son horas de venir? Esto no es ninguna fonda. Aquí vive una señora propietaria

— ¿Qué quiere que le hagamos nosotros, madrecita? Nos hemos perdido. Con el mal tiempo que hace no pretenderá que pasemos la noche en la estepa.

—Sí, está todo muy oscuro y hace un tiempo de mil demonios —añadió Selifán.

—Mantente callado, necio —exclamó Chichikov.

— ¿Quién es usted? —preguntó la vieja.
—Soy un noble, madrecita.
La palabra «noble» pareció hacer entrar en razón la mujer.
—Aguarde a que se lo diga a la señora —repuso, dos minutos después regresaba llevando un farol la mano.

El portón se abrió. Brilló también la luz en otra de las ventanas. El carruaje se introdujo en el patio y se paró junto a una casita, que era difícil distinguir debido a la oscuridad reinante. La luz de la ventana sólo iluminaba la mitad. Frente a la casa había también un charco, sobre el cual caía la luz. La lluvia se deslizaba sonoramente por las tablas de la techumbre e iba a caer en forma de estrepitosos chorros en un tonel que habían puesto al efecto en una esquina.

Al mismo tiempo los perros seguían ladrando con todo género de voces: uno lanzaba al cielo unos aullidos tan interminables que daba la impresión de que gracias a ello percibía sabe Dios qué sueldo; otro emitía aullidos cortos, como un sacristán; entre ellos podía oírse, como si fuera la campanilla del coche de postas, un infatigable agudo, seguramente de un cachorro, y sobre todo ello sobresalía, por último, un gruñido de tono bajo, que debía ser de algún viejo dotado de una vulgar naturaleza canina, pues roncaba como acostumbra a hacerlo el contrabajo cuando el concierto se halla en su punto álgido, cuando el tenor se alza sobre las puntas de los pies, deseoso de emitir una nota aguda, y todo parece estar buscando las alturas, y únicamente él, hundiendo su mal afeitada barbilla en la corbata, se inclina hasta casi llegar al suelo, desde donde lanza su nota, que hace retumbar los cristales. Ese concierto canino con tal cantidad de músicos daba ya a entender que era aquélla una aldea de cierta importancia, aunque nuestro protagonista, empapado por todas partes y temblando de frío, sólo pensaba en la cama.

En cuanto se hubo detenido definitivamente, corrió a protegerse en la marquesina de la entrada, dio un traspiés y poco faltó para que se cayera. En la puerta apareció otra mujer, de menos edad que la primera, pero que guardaba con ella un gran parecido. Le indicó que pasara a una estancia que él recorrió de una sola mirada. Estaba empapelada con un viejo dibujo a rayas; en ella se veían algunos cuadros, de pájaros, y entre ventana y ventana había unos antiguos espejos con oscuros marcos que tenían la forma de hojas arrolladas.

Detrás de cada espejo había una carta, o una baraja vieja, o una media. Un reloj de pared cuya esfera tenía flores pintadas… Ya no pudo distinguir nada más. Los ojos se le estaban cerrando como si se los hubieran embadurnado con miel.

Había transcurrido un minuto cuando compareció la dueña de la casa. Era una mujer bastante entrada en años, que llevaba una cofia puesta a toda prisa y un mantón de franela al cuello, una de esas modestas propietarias que se quejan de las pérdidas a causa de la mala cosecha, que se mantienen alejadas de todo y que, mientras tanto, van juntando lentamente un dinerillo que esconden en viejas bolsitas dentro de los cajones de las cómodas. En una de las bolsitas guardan los rublos, en otra las monedas de medio rublo y en otra las de veinticinco kopecs, aunque a primera vista se diría que la cómoda no contiene más que ropa blanca, ovillos, chambras y algún abrigo descolorido, destinado a convertirse en vestido si el viejo se quema cuando la terrateniente se dedica en vísperas de fiesta a confeccionar toda suerte de pastas y galletas, o si se desgasta de tanto usarlo. Sin embargo, el vestido no se quema si se desgasta por el uso. La vieja es muy mañosa y el abrigo, así como los demás vestidos, está destinado a pasar en herencia a una sobrina-nieta por parte de su hermana.

Chichikov le pidió perdón por las incomodidades que le estaba ocasionando con su intempestiva llegada.

—No se preocupe, no se preocupe —repuso ella—. Le ha traído Dios con un tiempo… ¡Qué huracán, qué truenos!… Tendría que ofrecerle alguna cosa, pero a estas horas no hay modo de preparar nada.

Las palabras de la propietaria fueron interrumpidas por un peregrino silbido que casi asustó al recién llegado. Parecía como si la estancia hubiera sido invadida por las serpientes. Pero al levantar la vista se tranquilizó, advirtiendo que el causante de todo era el reloj de pared, que había tenido la ocurrencia de dar las horas. A continuación del silbido se oyó un ronquido, y por último, empleando para ello todas sus fuerzas, dio las dos con tal estrépito que se habría creído que alguien estaba golpeando con un bastón una cacerola rota. Después de esto el péndulo prosiguió su reposado vaivén a uno y otro lado.

Chichikov dio las gracias a la dueña de la casa y le declaró que no necesitaba nada, que no se preocupara por nada, que no le pedía nada más que una cama. Le tentó luego la curiosidad de averiguar en qué lugar se encontraba y qué distancia había hasta la hacienda de Sobakevich, pero la vieja contestó que jamás había oído hablar de ese señor y que por allí no había ningún propietario que se llamara así.

—Supongo que a Manilov sí que le conocerá —preguntó Chichikov.

— ¿Y quién es ese Manilov?
—Un propietario, madrecita.
—No, nunca he oído hablar de él. No hay ningún propietario con ese nombre.

— ¿Y quiénes viven por estos alrededores?

—Están Bobrov, Svinin, Konopatiev, Jarpakin, Trepakin, Pleshakov…
— ¿Son gente acomodada?
—No, padre, no son gente muy acomodada. Uno poseerá veinte almas, otro treinta, pero ninguno de ellos llega a las cien.

Chichikov se dio cuenta de que se hallaba en un lugar perdido.

— ¿Está muy lejos de aquí la ciudad?
—A unas sesenta verstas más o menos. ¡Cuánto siento no poder ofrecerle nada! ¿No le apetecería tomar té?

—Se lo agradezco, madrecita. Pero sólo necesito una cama.

—Verdaderamente, después de un camino como el que ha tenido que recorrer le hará mucha falta el descanso. Podrá dormir aquí, en este diván. ¡Eh, Fetinia! ¡Trae en seguida almohadas y sábanas y un edredón! ¡Vaya tiempo que nos ha enviado Dios! ¡Qué vendaval y qué truenos! Durante toda la noche he tenido una vela ante los iconos. ¡Pero si lleva la espalda y los costados todos manchados de barro! ¿Cómo se ha ensuciado de este modo?

—Gracias a Dios que sólo ha sido esto. Aún he de dar las gracias por no haberme roto las costillas.

— ¡Por todos los santos, qué desastre! ¿No desea que le den fricciones en la espalda?

—No, muchas gracias, no se preocupe usted. Únicamente le ruego que ordene a una muchacha que ponga a secar y limpie mi traje.

— ¿Te has enterado, Fetinia? —dijo la propietaria dirigiéndose a la mujer que había abierto la puerta y que, en cuanto hubo traído el edredón, comenzó a mullirlo por los dos lados, llenando de plumas toda la habitación—. Toma el frac y la ropa del señor, ponlo todo a secar al fuego, como hacías con la ropa del difunto amo, y después restriégalo y sacúdelo bien.

—Sí, señora —repuso Fetinia al tiempo que extendía una sábana sobre el edredón y colocaba algunas almohadas.

—Ya está la cama preparada —dijo la propietaria—. Hasta mañana, padrecito, que duerma bien. ¿No tendrá la costumbre de que le rasquen las plantas de los pies cuando se acuesta? Se lo digo porque a mi difunto marido había que rascárselas, de otro modo no lograba conciliar el sueño.

No obstante, el invitado agradeció tal oferta. La dueña de la casa se marchó y él comenzó a desnudarse con toda rapidez vistiendo la ropa prestada y dando a Fetinia todo lo que se había quitado, tanto el traje como la ropa interior. Y la criada, después de darle también las buenas noches, se retiró llevando consigo estas húmedas prendas. Cuando se quedó solo se puso a contemplar con aire de satisfacción aquel promontorio, que casi se alzaba hasta el techo. Se advertía que Fetinia era toda una maestra en el arte de mullir colchones. Aproximó una silla con que subirse al improvisado lecho, el cual se hundió casi hasta el mismo suelo, y las plumas, desplazadas de allí, salieron revoloteando hacia todos los rincones del aposento. Chichikov apagó la vela y tras cubrirse con la manta de algodón, enroscándose como un ovillo, al cabo de un minuto ya estaba dormido.

Al día siguiente, era ya hora muy avanzada cuando se despertó. El sol, que penetraba por la ventana, iba a darle en los mismos ojos, y las moscas, que la noche anterior dormían tranquilamente en el techo y en las paredes, ahora se dirigían contra él. Una de ellas se había posado en sus labios, otra en la oreja, y una tercera, que intentaba hacerlo en un párpado, tuvo la mala fortuna de posarse en las aletas de la nariz, y Chichikov, al respirar, la arrastró hasta el mismo agujero nasal, por lo que se vio forzado a lanzar un violento estornudo. Esto fue lo que le hizo despertarse.

El sol, que penetraba por la ventana, iba a darle en los mismos ojos, y las moscas, que la noche anterior dormían tranquilamente en el techo y en las paredes, ahora se dirigían contra él. Una de ellas se había posado en sus labios, otra en la oreja, y una tercera, que intentaba hacerlo en un párpado, tuvo la mala fortuna de posarse en las aletas de la nariz, y Chichikov, al respirar, la arrastró hasta el mismo agujero nasal, por lo que se vio forzado a lanzar un violento estornudo. Esto fue lo que le hizo despertarse

Cuando miró en torno suyo, advirtió que no todos los cuadros representaban pájaros; entre ellos había un retrato de Kutuzov y otro, pintado al óleo, de un hombre de edad vestido con el uniforme de vueltas rojas de la época del emperador Pablo Petrovich. El reloj volvió a emitir sus silbidos y dio las diez. En la puerta apareció un rostro de mujer que desapareció en seguida, ya que Chichikov, ansiando dormir a sus anchas, se había quitado absolutamente toda la ropa. Aquel rostro le parecía familiar. Intentó recordar, y cayó en la cuenta de que era la dueña de la casa.

Se puso la camisa. El traje, completamente seco y muy limpio, estaba junto a la cabecera de la cama. Se vistió, se puso frente al espejo y estornudó de nuevo, pero con tanta violencia que un pavo que en aquel instante se aproximaba a la ventana, situada casi a ras del suelo, parloteó como si le estuviera diciendo algo en su extraña lengua, tal vez para desearle los buenos días, a lo que Chichikov le contestó llamándole estúpido.

A continuación se encaminó hacia la ventana y se dedicó a contemplar el paisaje que se ofrecía a sus ojos. Daba casi al mismo gallinero; por lo menos, lo que alcanzó a ver era un pequeño patio repleto de aves de corral y de toda clase de animales domésticos. Había innumerables gallinas y pavos. Entre ellos caminaba reposadamente el gallo, sacudiendo la cresta y moviendo la cabeza para uno y otro lado como si escuchara algo. También se encontraba allí una cerda con sus pequeños. En aquel lugar, al mismo tiempo que revolvía en un montón de basura, se tragó un pollito, sin que por lo visto se diera cuenta ni ella misma, ya que continuó engullendo, una después de otra, todas las cortezas de sandía.

Detrás de la valla de madera de este pequeño patio o gallinero se extendían enormes huertas donde crecían coles, patatas, cebollas, remolachas y otra clasesñ de verduras. Por todas partes se veían asimismo manzanos y diversos árboles frutales a los que habían cubierto con redes a fin de protegerlos contra los gorriones y las urracas. Los primeros volaban de un lado para otro agrupados en verdaderas bandadas. Con el mismo fin de ahuyentarlos habían colocado allí espantapájaros, sobre altas pértigas, con los brazos en cruz. Uno de ellos iba tocado con una cofia de la misma propietaria.

Más allá de las huertas se hallaban las cabañas de los campesinos, las cuales, a pesar de que estaban dispuestas sin ningún orden, ni siquiera formando calles rectas, producían la impresión de que sus habitantes vivían con cierto desahogo, pues todas se encontraban en buen estado; las tablas podridas de las techumbres habían sido sustituidas por otras nuevas; los portones cerraban bien, y en los cobertizos pudo ver aquí un carro nuevo de reserva, allá incluso dos. «Pues esta aldea es bastante grande», pensó Chichikov, y se propuso entablar conversación con la propietaria a fin de conocer con más exactitud su hacienda. Miró por una rendija de la puerta por la que hacía un rato se había asomado una cabeza de mujer, y vio que estaba sentada delante de la mesa de té. Salió, pues, con rostro amable y sonriente.

—Buenos días, padrecito. ¿Ha pasado buena noche? —le preguntó la anfitriona levantándose.

La dueña aparecía mejor arreglada que la noche anterior; iba vestida con un traje oscuro y no llevaba la cofia de dormir, aunque seguía con el mantón atado al cuello.

—Sí, he dormido muy bien —repuso Chichikov tomando asiento en una butaca—. ¿Y usted, madrecita?

—Bastante mal, padre.

— ¿A qué se debe?
—Es por el insomnio. Tengo los riñones doloridos y aquí en la pierna, sobre la rodilla, hay algo que me molesta.

—No será nada, ya se le pasará, madrecita. No se preocupe por esto.

—Dios quiera que no sea nada y se me pase pronto. Me he dado friegas con aguarrás y grasa de cerdo. ¿Cómo prefiere tomar el té? En este tarro hay jarabe de fruta.

—Bueno, madrecita, lo tomaré con jarabe de fruta.

Me imagino que el lector se habrá dado cuenta de que Chichikov, a pesar de su aire amable y cariñoso, se comportaba y hablaba con mayor libertad que en la casa de Manilov, y gastaba menos cumplidos. Porque en Rusia, si bien hay aspectos en los que no hemos llegado a la altura de los extranjeros, en lo que atañe al trato los hemos adelantado en mucho. No cabe la posibilidad de detallar todas las gradaciones y matices de nuestro trato. El francés o el alemán no serán capaces de comprender nunca todas estas diferencias y particularidades. Se valdrá casi del mismo tono de voz y del mismo lenguaje para hablar con un millonario que con un estanquero, aunque, como es de suponer, en su interior se arrastra servilmente ante el primero. Nosotros somos muy distintos: entre nosotros los hay que son tan inteligentes que con el propietario a quien pertenecen doscientas almas hablarán de un modo completamente diferente que cuando se dirigen a un terrateniente que posee trescientas. Y con el de trescientas se valdrá de un tono muy distinto al que empleará para dirigirse a un propietario de quinientas, y con el de quinientas usará otro tono con respecto al de ochocientas. En resumen, aunque se llegara hasta el millón siempre surgirían matices nuevos.

Imaginemos, por ejemplo, que hay una oficina, no en nuestro país, sino en el otro extremo del mundo, y que dicha oficina tiene su jefe. Miradlo bien, os lo suplico, cuando se halla entre sus subordinados. ¡El miedo no nos permitirá decir ni siquiera una palabra! Nobleza, altivez, ¿qué no aparecerá en su rostro? Como para coger el pincel y hacerle un retrato.

¡Prometeo, Prometeo en persona! Posee mirada de águila y camina lenta y majestuosamente. Pues bien, esa misma águila, en cuanto sale de la oficina y se aproxima al despacho de su superior camina como una perdiz, con sus papeles bajo el brazo, a punto de perder los estribos.

Igual ocurre en la vida social que en una velada, si los que están en torno a él pertenecen a una categoría inferior a la suya, aunque sólo sea muy ligeramente inferior, Prometeo continúa siendo Prometeo, pero si, por el contrario, los que le rodean son escasamente superiores, Prometeo es objeto de una metamorfosis que ni siquiera Ovidio en persona podría imaginarse. ¡Se transforma en una mosca, y aún menos, en un pequeño granito de arena!

«Pero si éste no es Iván Petrovich —se dice uno al contemplarle—. Iván Petrovich es de elevada estatura y éste es bajo y delgado. Aquél habla siempre con voz de trueno y jamás se ríe, y en cambio a éste no hay manera de entenderle; pía como un pajarito y se ríe sin cesar.»

Pero se le acerca uno, le contempla bien, y realmente, es el mismo Iván Petrovich.

« ¡Vaya, vaya!», piensa uno…

Pero volvamos a nuestro héroe. Chichikov, como ya pudimos observar, había decidido no gastar demasiados cumplidos. De ahí que, cuando ya había tomado una taza de té después de endulzarla con jarabe de fruta, comenzó de la manera que sigue:

—Parece que posee usted una buena aldea, madrecita. ¿Cuántas almas tiene?

—Unas ochenta, padrecito —contestó la dueña de la casa—. Pero ahora estamos pasando una mala época. La cosecha del año anterior fue tan mala, que Dios no permita otra igual.

—Pero los campesinos parecen robustos y las cabañas son resistentes…
Pero permítame que le pregunte su nombre. Soy tan despistado… Vine aquí de noche…

—Soy la viuda del secretario colegiado Korobochka.

—Muy agradecido. ¿Y cuál es su nombre patronímico?
—Nastasia Petrovna.
— ¿Nastasia Petrovna? Es un bonito nombre, Nastasia Petrovna. Una tía mía, hermana de mi madre, también se llama Nastasia Petrovna.

— ¿Y cuál es el nombre de usted? —inquirió la dueña de la casa—. Usted es asesor, ¿no es cierto?

—No, madrecita —repuso Chichikov con una sonrisa—. Yo no soy asesor, viajo por razones personales.

— ¡Ah! En este caso debe ser un mayorista. ¡Qué lástima que hubiera vendido la miel a tan bajo precio a unos comerciantes! Estoy segura de que usted me la habría comprado.

—No, no se la habría comprado.
— ¿Y qué es entonces lo que compra? ¿Cáñamo? Aunque apenas me queda ya casi nada, todo lo más medio pud*.

*1 Unidad de peso de la Rus’, equivalente a 16,38 kg.

—No, madrecita, es muy distinto lo que yo compro. Dígame, ¿algunos de sus campesinos han fallecido?

— ¡Ay, padrecito, dieciocho! —contestó la vieja suspirando—. Y los que han muerto eran los mejores, unos magníficos trabajadores. Es cierto que han nacido otros, pero no sirven para nada, no son más que morralla. Y se presentó aquí el asesor y dijo que por cada uno de ellos hay que pagar las cargas al fisco. Por los muertos debo pagar como si aún estuvieran vivos. La pasada semana, el herrero, pereció abrasado.

Conocía su oficio a la perfección y además era mecánico.

— ¿Acaso se produjo algún incendio, madrecita?
— ¡Oh, no! Dios nos libre de una desgracia así, un incendio habría sido mucho peor. Se abrasó por sí solo, se quemó por dentro. Había bebido en exceso. Desprendió una llamita azul, se consumió y quedó totalmente negro, tan negro como el carbón. ¡Qué herrero tan excelente era! Ahora no puedo emplear mi coche, no tengo quien hierre los caballos.

— ¡Las cosas dependen de la voluntad de Dios, madrecita! —exclamó Chichikov lanzando un suspiro—. No es posible oponer nada contra la sabiduría de Dios… Y bien, ¿me los quiere usted ceder, Nastasia Petrovna?

— ¿Quién quiere que le ceda, padrecito?

—Pues todos esos que han fallecido.
— ¿Y cómo voy a hacerlo?
—Es muy fácil. O si no, véndamelos. Por ellos le daré a cambio algún dinero.

— ¿Pero cómo? No alcanzo a comprender. ¿Es que pretende que sean desenterrados?

Chichikov advirtió que su anfitriona iba demasiado lejos y que tenía que explicarle de qué se trataba. En breves palabras le contó que la compra o cesión no sería más que una mera fórmula y que en el documento las almas constarían como si fueran seres vivos.

— ¿Y para qué los necesita? —inquirió la vieja mirándole con los ojos muy abiertos.

—Esto es asunto mío.

— ¡Pero si están muertos!
—Nadie dice que no lo estén. Esa es la razón de que usted salga perdiendo, porque no están vivos. Ahora paga por ellos, y de este modo le evitaría preocupaciones al encargarme del pago. ¿Lo entiende? Y no sólo le evitaré esas preocupaciones, sino que además le entregaré quince rublos. ¿Lo comprende ahora?

—Verdaderamente, no lo sé —repuso ella midiendo con cuidado las palabras—. Jamás he vendido muertos.

— ¡Pues sólo faltaría! Sería un milagro que los hubiera vendido. ¿O acaso usted cree que puedan proporcionar algún beneficio?

—No, lo dudo. Lo que se dice beneficio, no rinden ninguno. Sólo me preocupa el hecho de que ya estén muertos.

«La vieja tiene la mollera dura», se dijo Chichikov.

—Oiga usted, madrecita —dijo—. Vea cómo están las cosas. Se está arruinando, paga por ellos como si aún no hubieran muerto…

— ¡No me lo recuerde, padrecito! —exclamó ella—. Hace apenas tres semanas que pagué más de ciento cincuenta rublos. Y a esto hay que añadir lo que puse en el bolsillo al asesor.

— ¿Lo ve usted? Piense que ya no habrá que entregarle nada más al asesor porque en adelante seré yo quien pague por ellos, y no usted. Yo me haré cargo de los pagos, y hasta los gastos de la escritura correrán por cuenta mía.

La dueña de la casa se quedó pensativa. Se daba cuenta de que, realmente, aquello tenía trazas de ser un buen negocio; pero aquel asunto era demasiado nuevo e inusitado y por eso experimentó un gran temor, asaltándole la duda de que aquel comprador pretendiera engañarla. Dios sabe de dónde venía, y para colmo había llegado de noche…

—Bueno, madrecita, ¿hacemos el trato? —le preguntó Chichikov.

—En honor a la verdad, padrecito, le diré que jamás tuve ocasión de vender muertos. Vivos sí, y sin ir más lejos hace tres años que vendí dos mozas al arcipreste, quien me dio por cada una cien rublos. Quedó profundamente agradecido, pues ambas eran muy trabajadoras; incluso tejen paños ellas mismas.

—Pero aquí no se trata ahora de vivos. ¡Que se vayan con Dios! Lo que yo deseo son muertos.

—Temo salir perjudicada. Podría ser que usted me engañara y que ellos… valieran más.

—Óigame, madrecita, ¡qué ideas se le ocurren! ¿Cuánto pueden valer?

Fíjese bien, si sólo son cenizas. Cualquier cosa, aunque sea inservible, un pedazo de trapo simplemente, pues incluso el trapo tiene su precio.

Cuando menos lo adquieren para fabricar papel, pero esto no sirve absolutamente para nada. Usted misma puede decírmelo. ¿Para qué sirven?

—Tiene toda la razón. No sirven para nada. Sólo me detiene el hecho de que se trate de muertos.

« ¡Pero qué dura de mollera es esta mujer! —pensó Chichikov, quien comenzaba ya a perder la paciencia—, ¡Ya veremos cómo consigo arreglarme con ella! ¡La muy dura me está haciendo sudar!»

Sacó el pañuelo y se enjugó el sudor que, en efecto, le bañaba la frente.
Sin embargo Chichikov no tenía motivo alguno para enojarse: hay hombres respetables, y hasta hombres de Estado que obran igual que una Korobochka. En cuanto se aferran a una idea, ya no hay manera de lograr que cambien. Por muchos argumentos, que se les presenten, tan claros como la luz del sol, todo rebota en ellos como un balón de goma contra la pared. Chichikov se enjugó, pues, el sudor, y trató de ver si conseguía llevarla al buen camino enfocando la cosa desde otro punto de vista.

—Usted, madrecita —le dijo—, o es que se empeña en no comprender mis palabras, o es que habla simplemente por hablar… Yo le entrego dinero a cambio, quince rublos en billetes. ¿Me comprende? Eso es dinero. Eso no lo hallará en medio de la calle. Dígame, ¿a qué precio vendió la miel?

A doce rublos cada pud.
Creo que está usted exagerando, madrecita. No la pudo vender a doce.
—Le aseguro que sí.
—Bien, aunque así sea, se trataba de miel. Emplearía en reunirla casi un año de idas y venidas, preocupaciones y trabajos. Fue preciso cuidar las abejas y alimentarlas en el sótano durante todo el invierno. Por el contrario, las almas muertas ya no son de este mundo. Usted no hizo nada para que abandonaran esta vida, con los consiguientes perjuicios para su hacienda. Fue solamente voluntad de Dios. En el caso de la miel, los doce rublos eran la recompensa por sus trabajos. Y en cambio yo le doy por nada no doce rublos, sino quince, y no se los entregaré en plata, sino en buenos billetes.

Chichikov estaba casi seguro de que mediante tan sólidos argumentos la propietaria acabaría cediendo.

—Yo soy una pobre viuda que entiende muy poco acerca de negocios —contestó la dueña de la casa — Es preferible que espere un poco. Si aparece por aquí algún traficante le preguntaré que me informe de los precios.

— ¡Pero qué vergüenza, qué vergüenza, madrecita! ¡Esto es vergonzoso! ¿Sabe usted lo que está diciendo? ¿Quién piensa que se lo comprará? ¿Para qué van a comprarle almas muertas?

—Tal vez puedan ser de alguna utilidad en la hacienda… —respondió la terrateniente quien, sin concluir la frase, se quedó boquiabierta mirando a Chichikov, casi con temor, ansiosa por ver lo que él replicaría.

— ¡Difuntos en una hacienda! ¿Hasta dónde ha llegado usted? ¡Como no los utilice en la huerta, para ahuyentar durante la noche a los gorriones…!

— ¡Dios nos proteja! ¡Pero qué barbaridades dice! —exclamó la vieja santiguándose.

— ¿Para qué otra cosa querría utilizarlos? Además, usted se quedaría igualmente con sus huesos y sepulturas. La cesión se haría sólo en el papel. Bien, ¿qué contesta? Diga algo por lo menos.

La propietaria se quedó otra vez pensativa.

— ¿Qué está pensando, Nastasia Petrovna?
—La verdad es que no sé qué debo hacer. Valdrá más que me compre cáñamo.

— ¿Y para qué necesito el cáñamo? Lo que le pido es algo totalmente distinto, y usted me viene ahora con la ocurrencia del cáñamo. El cáñamo es cáñamo, en otra ocasión se lo compraré. Qué, ¿cerramos ya el trato, Nastasia Petrovna?

—Es un género raro… Es algo tan sorprendente…

De este modo las cosas, Chichikov acabó por perder la paciencia y los estribos, dio un silletazo contra el suelo y mandó a la propietaria al diablo.

En cuanto oyó hablar del diablo, la vieja se mostró horriblemente asustada.

— ¡No lo mencione! ¡Que se vaya al infierno! —gritó, palideciendo—.

Hace dos noches no hice más que soñar con el maldito. Tuve la idea de echar las cartas después de la oraciones, y sin duda fue un castigo que me mandó Dios. Presentaba un aspecto repugnante, con unos enormes cuernos de toro.

—Me extraña mucho que no sueñe con él por docenas. Sólo me impulsaba a todo esto el amor que como cristiano profeso hacia mi prójimo. Veía a una pobre viuda que se mata y pasa penalidades… Pero ¡ojala reventaran ella y toda su aldea!

— ¿Cómo se atreve a hablar de este modo? —dijo la propietaria mirándolo llena de espanto.

—Es que uno no sabe cómo hay que hablarle. Dicho sea con perdón, usted se comporta como el perro del hortelano, que ni come las berzas ni deja que las coman. Pensaba adquirir también diversos productos de su hacienda, pues llevo la contrata de varios centros oficiales…

Estas palabras obtuvieron un inesperado éxito, a pesar de que él las había pronunciado de pasada, no pensando ni de lejos en las consecuencias de su mentira. Pero su alusión a las contratas de centros oficiales causó gran impresión en Nastasia Petrovna. Por lo menos balbuceó con voz casi suplicante:

— ¿Por qué se enoja de este modo? De haber sabido que tenía usted tan mal genio, no le habría llevado la contraria.

—No, si no me he enojado. El asunto no vale ni siquiera un kopec. ¿Por qué motivo iba yo a enojarme?

—Sea como usted quiera. De acuerdo, se las cederé por quince rublos.

Sólo le ruego que no se olvide de mí cuando se le presenten contratas de harina centeno o de alforfón, o bien de ganado de carne.

—Está bien, madrecita, me acordaré de usted — dijo, al mismo tiempo que volvía a enjugar el sudor que se deslizaba a chorros por su rostro.

Acto seguido le preguntó si había en la ciudad algún representante o conocido suyo en quien poder delegar la firma de la escritura y todo cuanto fuera menester.

—Sí, está el arcipreste, el padre Kiril. Su hermano trabaja en la Cámara —contestó la propietaria.

Chichikov le rogó que redactara una autorización mediante la cual delegaba en el arcipreste, y a fin de ahorrarle molestias se ofreció a escribirla él mismo.

«No me vendría nada mal —pensaba mientras tanto la señora Korobochka— que me comprara el ganado de carne y la harina. Es necesario ganármelo. Todavía queda masa de la que hicimos ayer; le diré a Fitina que haga unos cuantos blinís. Podría ofrecerte también un pastel amasado con huevo; son muy sabrosos y en seguida están hechos.»

La terrateniente se retiró con la idea de preparar lo preciso para el pastel, al que probablemente podrían acompañar otras obras del arte culinario. Chichikov se encaminó a la sala en que había dormido aquella noche a fin de sacar de su cofre los papeles qua necesitaba.

La sala se hallaba ya en completo orden. Habían quitado de allí los magníficos edredones, y frente al diván había una mesa cubierta con un tapete. Depositó sobre ella su cofre y tomó asiento para descansar un poco, pues el sudor bañaba su cuerpo de tal forma que se sentía como si en aquel momento saliera del río: estaba completamente empapado, desde la camisa hasta las medias. «Esa maldita vieja me ha dejado agotado», pensó tras descansar un poco, y después abrió el cofre.

El autor tiene la convicción de que algunos de los lectores sienten tanta curiosidad que les gustaría incluso conocer el interior del cofrecillo.

¿Por qué no satisfacerles? Era como sigue: en el centro se hallaba la bacía, a la que seguían seis o siete departamentos muy estrechos que guardaban las navajas de afeitar. También había dos casillas para el tintero y la salvadera, entre las cuales se veía una alargada hendidura para las plumas, el lacre y otros objetos por el estilo. Asimismo había toda clase de compartimentos con tapa o sin ella que servían para guardar objetos de pequeño volumen, y que estaban repletos de tarjetas de visita, de esquelas mortuorias, programas de teatro y diversos papeles que Chichikov conservaba como recuerdo. El cajón superior, de numerosos compartimentos, se podía sacar, y debajo de él quedaba un espacio que contenía diversos cuadernos de papel de barba. A continuación había un cajoncito secreto para guardar el dinero, que se abría por un lado mediante una abertura oculta. Chichikov lo abría y cerraba siempre tan aprisa, que era poco menos que imposible afirmar con seguridad cuánto dinero había allí. El propietario del cofrecillo puso manos a la obra, y después de coger una pluma, comenzó a escribir. En este instante regresó la dueña de la casa.

—Tiene un cofrecillo muy hermoso —le dijo tomando, asiento junto a él—. ¿Dónde lo compró? ¿En Moscú?

—Sí, en Moscú —contestó Chichikov sin dejar de escribir.

—Ya lo suponía. Todas las cosas que hacen en Moscú son de excelente calidad. Tres años atrás, mi hermana trajo para los niños unas botas de invierno que compró allí, y son tan fuertes que aún las usan. ¡Oh, qué cantidad de papel sellado! —prosiguió contemplando el cofrecillo, en el que, efectivamente, había papel sellado en abundancia—. ¿Por qué no me da un pliego? En toda la casa no queda ni una hoja; algunas veces, me encuentro en la necesidad de presentar una instancia en el Juzgado, y no sé dónde escribirla.

Chichikov repuso que ese papel no era el adecuado para hacer instancias, sino que era para escrituras. No obstante, a fin de que se contentara, le entregó un pliego de a rublo. Una vez concluida la carta, se la dio para firmarla y le pidió una relación de todos los campesinos muertos. Ocurrió que ella no guardaba registro alguno, pero sin embargo, recordaba de memoria a la mayoría. Le indicó, pues, que le fuera dictando sus nombres. Algunos apellidos le parecieron extraños, sobre todo los apodos con que se conocía a los mujiks, de tal forma que antes de escribirlos se los hacía repetir. En especial le causó cierto asombro un tal Piotr Saveliev Desprecia-Tina; cuando lo oyó no pudo por menos de exclamar: « ¡Pues sí que es largo!» Otro llevaba el apodo de Boñiga, y hasta había uno cuyo nombre era simplemente Iván el Rueda. Acababa de escribir cuando llegó hasta su nariz el apetitoso olor de algo que estaban friendo en la cocina.

—Hágame el favor de probar un bocado —le dijo la propietaria.

Chichikov alzó entonces los ojos y vio que sobre la mesa habían colocado setas, buñuelos, pastelillos, blinís, empanadas y tortas con todo género de rellenos: de adormidera, de cebolla, de requesón y de todo lo que se pudiera desear.

—Tome un poco de este pastel de huevo —añadió la dueña de la casa.

Chichikov aproximó su silla al pastel de huevo y, cuando se había comido ya poco menos de la mitad, lo ensalzó. Realmente, el pastel estaba delicioso, y tras las fatigas sufridas en los forcejeos con la vieja, lo encontraba más sabroso todavía.

— ¿Y no se sirve blinís? —le preguntó la Korobochka. Por toda respuesta Chichikov pinchó de una sola vez tres blinís, y después de untarlos con mantequilla derretida, se los llevó a la boca; a continuación se limpió las manos y los labios con la servilleta. La misma operación la repitió por tres veces, y rogó a la propietaria que diera orden de enganchar su coche. Nastasia Petrovna envió en seguida a Fetinia, mandándole al mismo tiempo que trajera otra fuente de blinís recién hechos.

—Estos blinís están exquisitos —exclamó Chichikov mientras daba cuenta de los que acababan de traer.

—Sí, los hacen muy bien —dijo el ama de casa—. Lo grave es que la cosecha no ha sido buena, y la harina es de baja calidad… Pero ¿por qué tantas prisas, padrecito? —añadió al advertir que Chichikov tomaba la gorra—. Si aún no han enganchado…

—Engancharán, madrecita, engancharán. Mi cochero lo hace en un segundo.

—Acuérdese usted de lo de las contratas.

—Lo recordaré, no se preocupe —repuso Chichikov cuando ya salía al zaguán.

— ¿También compra tocino? —inquirió la propietaria saliendo detrás de él.

— ¿Y por qué no he de comprar? Lo compraré, pero otra vez será.

—Tendré tocino después de Navidad.
Bien, ya compraré, lo compraré todo. E igualmente compraré tocino.
—Tal vez necesite plumón. En la cuaresma de Adviento tendré plumón.
—Está bien, está bien —dijo Chichikov.
—Ya ve, padrecito, que su coche aún no está preparado —continuó la terrateniente cuando ya se hallaban en el portal.

—Estará, estará. Sólo le ruego que explique la manera de salir al camino real.

—Bueno, no sabría cómo decírselo —contestó la dueña de la casa—. Es difícil explicárselo, hay que dar muchas vueltas. Valdrá más que mande a una muchacha para acompañarle y así indicarle el camino. Ella podría ir en el pescante.

—Sí, por supuesto.

—Siendo así le diré que vaya. Conoce perfectamente el camino. Pero cuide que no se la lleve. Una vez se me llevaron una unos comerciantes.

Chichikov le dio palabra de que no lo haría y la señora Korobochka, ya tranquilizada, comenzó a pasar revista a todo lo que había en el patio.

Fijó su mirada en el ama de llaves, que estaba sacando de la despensa un plato de madera que contenía miel, miró después a un campesino que apareció en el portón, y poco a poco se adentró totalmente en la vida de su hacienda.

Pero ¿para qué hemos de detenernos tanto en la Korobochka? Bien sea la Korobochka o Manilov, se trate de la vida doméstica o de la no doméstica, ¡sigamos adelante y pasemos de largo! Así es la vida: la alegría se transforma en tristeza cuando nos paramos por mucho rato frente a ella, y en estos casos Dios sabe las cosas que imaginamos. Tal vez lleguemos a pensar si será verdad que la Korobochka ocupa un puesto tan bajo en la infinita escala de la perfección humana. Si es realmente tan grande el abismo que la separa de su hermana, aislada por los infranqueables muros de su aristocrática mansión, con sus perfumadas escalinatas de hierro, con resplandecientes cobres, caobas y alfombras, que bosteza sujetando en sus manos un libro a medio leer esperando un ingenioso visitante de la alta sociedad en la conversación con el cual encontrará terreno abonado para lucir su donaire y exponer esas ideas aprendidas de memoria que, siguiendo las leyes que dicta la moda, dominan en la ciudad por espacio de una semana; unas ideas que no tienen relación alguna con lo que sucede en su casa y en sus haciendas, totalmente abandonadas y sumidas en la confusión porque no tiene la menor noción acerca de cómo se deben administrar, sino que se refieren al cambio político que tendrá lugar en Francia o a la nueva orientación que ha tomado el catolicismo. ¿Para qué hablar de ello? No obstante, ¿a qué se debe que en plenos momentos de euforia y despreocupación, cuando la mente permanece en blanco, se insinúa de un modo espontáneo un sentimiento totalmente nuevo? La sonrisa no ha tenido tiempo aún de borrarse del rostro, y ya la persona ha cambiado y aparece distinta, aun rodeada de los mismos seres, y es otra la luz que ilumina su rostro…

— ¡El coche! ¡Ya está ahí el coche! —gritó Chichikov al ver que se aproximaba al fin hacia el portal de la casa—. ¿Qué has hecho durante tanto tiempo, imbécil? Se diría que aún te dura la borrachera de ayer.

Selifán no replicó.
— ¡Adiós, madrecita! Y la muchacha, ¿dónde está?
— ¡Eh, Pelagueia! —gritó la propietaria a una jovencita de unos once años que se hallaba no lejos del portal, vestida con una ropa de tela hecha y teñida en casa y descalza por completo, aunque mirándola de lejos parecía calzar botas altas: tal era la capa de barro que cubría sus piernas—. Indícale el camino a este señor.

Selifán ayudó a subir al pescante a la muchachita, la cual, cuando puso el pie en el estribo lo manchó todo de barro, y a continuación se encaramó arriba y se sentó al lado del cochero. Acto seguido fue Chichikov quien puso el pie en el estribo, y dado que pesaba lo suyo, hizo que el carruaje se inclinara hacia el lado derecho; luego se acomodó bien y dijo:

—Ahora todo está en su punto. Adiós, madrecita. Y los caballos se pusieron en marcha.

Selifán permanecía muy serio y a la vez muy atento a lo suyo, cosa que siempre le sucedía tras haber incurrido en una falta o después de haberse emborrachado. Los caballos iban extremadamente limpios. La collera de uno de ellos, que casi siempre aparecía desgarrada, hasta el extremo de que por los rotos del cuero se veía la crin de su interior, había sido cosida con gran habilidad.

Selifán, con aspecto muy taciturno, se limitaba a restallar el látigo, sin dirigir a los caballos las frases que solía, aunque el blanco, claro está, habría deseado oír alguno de sus instructivos discursos, ya que mientras tanto las riendas se iban aflojando en las mano del parlanchín auriga y si el látigo se paseaba por lo lomos no era más que para guardar las formas. Pero de sus silenciosos labios sólo salían insulsas exclamaciones de desagrado: «¡Vamos, cuervo! ¡Distráete!», y se acabó. Hasta el mismo bayo y el «Asesor» se mostraban descontentos por no oír ni en una sola ocasión los habituales «amigos» y «respetables». El blanco recibía unos golpes en extremo desagradables en las partes más anchas y llenas de su cuerpo. « ¡Pues sí que está furioso! —pensaba para sus adentros moviendo un poco las orejas—. ¡Sabe muy bien dónde pegar! ¡No lo hace en el lomo, no, sino que busca las partes en que pueda dañar más! Busca las orejas o los ijares».

— ¿Hacia la derecha? —preguntó con sequedad Selifán a la moza sentada junto a él en el pescante, mientras indicaba con el látigo un camino que, después de la lluvia, negreaba por entre los campos tapizados de un verde claro y vivo.

—No, no, ya le avisaré —contestó la muchacha.

— ¿Por dónde? —preguntó nuevamente Selifán en cuanto se hubieron aproximado al camino.

—Por aquí —repuso la muchacha señalando con una mano.

— ¡Qué desastre! —exclamó Selifán—. Ahí está la derecha. ¿Ni siquiera sabes dónde están tu derecha y tu izquierda?

A pesar de que el día era espléndido, el suelo aparecía tan cubierto de barro que las ruedas del carruaje pronto se llenaron de fango, como si fuera una capa de fieltro, debido a lo cual el vehículo resultó mucho más pesado, sobre todo porque el terreno era de una arcilla sumamente pegajosa. A causa de lo uno y de lo otro no lograron salir de los caminos vecinales hasta después del mediodía. Y aún así no les habría sido nada fácil si no hubiera estado con ellos la moza, pues los caminos serpenteaban en todas direcciones, como los cangrejos cuando se salen de un saco, y Selifán se habría visto obligado a continuar dando vueltas, aunque en esta ocasión no por culpa suya.

No mucho después la muchacha les señaló con la mano un edificio que aparecía a lo lejos, y dijo:

—Ese es el camino real.

— ¿Y qué es aquella casa? —preguntó Selifán.
—Una posada —repuso ella.
—Está bien, ahora ya podemos continuar sin tu ayuda —le dijo Selifán—. Márchate a casa.

Tras detener el carruaje la ayudó a apearse, mientras refunfuñaba entre dientes:

—Anda, patas negras.

Chichikov le dio una moneda de cobre y la muchacha emprendió el camino de vuelta, satisfecha ya por haber subido en el pescante.

CAPITULO IV

Nada más llegar a la posada, Chichikov ordenó detener el coche por dos motivos: para que los caballos descansaran un poco, y para tomar él mismo una copa y un bocado.

El autor ha de confesar la gran envidia que siente hacia el estómago y el apetito de esta clase de gentes. Para ellos no representan absolutamente nada todos esos señores de San Petersburgo y de Moscú que se dan la gran vida, pasan las horas pensando en lo que van a comer al día siguiente y en el menú que tendrán pasado mañana, y que antes de dar principio a la comida toman forzosamente una píldora; que se alimentan de ostras, cangrejos de mar y otras maravillas por el estilo y que después se marchan a Karlsbad o al Caucazo a hacer una cura de aguas.

No, a estos señores jamás les envidio. Pero los señores de medio pelo, que en una estación de postas piden que les sirvan jamón, en la próxima lechón asado, en la tercera una loncha de esturión o cualquier clase de embutido, adobado con cebolla, y después, como si nada, se sientan a la mesa a la hora que sea y para comenzar comen una sopa de pescado junto con bollitos rellenos con tanto primor que sólo con verlos basta para despertar el apetito a cualquiera; esos señores, digo, esos señores sí que gozan de un envidiable don de los cielos.

Más de uno y más de dos de esos señores que viven por todo lo alto darían al instante la mitad de sus mujiks y la mitad de sus haciendas, sea hipotecadas o bien sin hipotecar, con todos sus refinamientos según el estilo extranjero y el ruso, a cambio de un estómago como el que poseen los señores de medio pelo. Pero lo grave es que ningún dinero, ni siquiera hacienda, con refinamientos o sin ellos, permite comprar el estómago de los señores de medio pelo.

La posada, un edificio de madera enmohecida por el tiempo, dio entrada a Chichikov bajo su acogedor y estrecho cobertizo, sostenido por unos torneados postes que guardaban gran parecido con los viejos candelabros de las iglesias. Era una especie de isba rusa, aunque un poco mayor. Los dibujos tallados en las cornisas, que extendían su madera nueva en torno a las ventanas y por debajo de la techumbre, contrastaban vivamente con las negruzcas paredes. En los postigos se veían pintados jarrones con flores.

Subió la escalera de madera hasta llegar al espacioso zaguán, donde halló una puerta que chirriaba cuando se abría, y una vieja gorda que llevaba un vestido de percal de colores muy chillones que le dijo:

—Por aquí, tenga la bondad.

En la estancia halló todos los viejos adornos que cualquiera halla en los pequeños mesones de madera que tan frecuentes son en los caminos, a saber: el samovar cubierto de escarcha, los muros de pino perfectamente cepillados, el armario adosado a un rincón con sus tazas y teteras, los huevos de porcelana sobredorada frente a los iconos, suspendido de cintas azules y rojas, la gata que ha parido recientemente, el espejo que refleja a uno no con dos ojos, sino con cuatro, y una especie de torta en lugar de cara; los ramos de hierbas aromáticas y de claveles secos, por último, a los dos lados de las imágenes, unas hierbas y unos claveles secos hasta tal punto que quien se aproxima a ellos para olerlos tiene que estornudar por fuerza.

el espejo que refleja a uno no con dos ojos, sino con cuatro, y una especie de torta en lugar de cara

— ¿Tienen lechón? —preguntó Chichikov a la mujer.
—Sí.
— ¿Con raíces de rábano y nata?
—Sí, con raíces de rábano y nata.
— ¡Pues sírvalos, por favor!
La mujer se marchó en busca de lo necesario y regresó trayendo un plato, una servilleta almidonada de tal modo que se mantenía tiesa como una corteza seca, un cuchillo cuyo mango de hueso estaba ya amarillento y cuya hoja era tan fina como un cortaplumas, un tenedor con sólo dos púas y un salero que no había forma de conseguir que permaneciera de pie en la mesa.

Siguiendo su costumbre, nuestro protagonista comenzó en seguida a entablar conversación con la mujer y le preguntó quién era el dueño de la posada, si ella misma o si había posadero, qué beneficios le procuraba su negocio, si los hijos vivían en matrimonio, si el primogénito estaba soltero o se había ya casado, cómo era su esposa, si le había aportado una buena dote o no, si el suegro se mostraba contento y no se había enojado por recibir escasos regalos con motivo de la boda. En resumen, no se olvidó absolutamente de nada. No es preciso añadir que se interesó por todos los propietarios de la comarca; se enteró de que los había de todo tipo: Blojin, Pochitaev, Milnoi, el coronel Cheprakov, Sobakevich…

— ¡Cómo! ¿Conoces a Sobakevich? —preguntó al escuchar el nombre de este último. .

De este modo se enteró además de que la vieja no sólo conocía a Sobakevich, sino también a Manilov, y que éste era más remilgoso que Sobakevich: ordenaba que le prepararan ternera y una gallina; si tenían hígado de cordero, igualmente lo pedía, y lo único que hacía era probar de todo un poco; en cambio Sobakevich pedía sólo un plato y se lo comía todo, e incluso se empeñaba en repetir por el mismo precio.

Mientras así charlaba y comía su cochinillo, del que no quedaba ya más que el último pedazo, se oyó el estrépito de un coche que se aproximaba. Miró por la ventana y distinguió un carruaje que en aquel momento se paraba frente al mesón. Dicho cochecillo iba tirado por tres magníficos caballos. De él descendieron dos hombres, uno de ellos rubio y de elevada estatura, y el otro moreno y bastante más bajo. El rubio llevaba una chaqueta húngara de paño azul marino, y el moreno un sencillo abrigo corto a rayas.

Más allá se veía otro cochecillo de tres al cuarto, vacío, al que arrastraba un tiro de cuatro caballos de largo pelo con sus colleras completamente estropeadas y los aparejos de cuerda. El hombre rubio subió las escaleras con toda rapidez, mientras el moreno buscaba algo en el coche al tiempo que charlaba con el criado y hacía señas a los del coche que iba tras ellos. Chichikov encontró que su voz le era un tanto conocida. Mientras lo miraba, el rubio tuvo tiempo de llegar hasta la puerta y abrirla. Era de elevada estatura, de rostro enjuto, o, como dicen, consumido, y ligero bigote de un color que tiraba a rojo. Su rostro tostado daba a entender que era un hombre para quien el humo le era muy familiar, ya fuera el de la pólvora, o cuando menos el del tabaco.

Saludó a Chichikov con toda cortesía y éste correspondió pagándole con la misma moneda. Seguramente les habrían bastado escasos minutos para entablar una conversación larga y tendida, pues los preparativos estaban ya hechos, y casi a la vez manifestaron su alegría por el hecho de que la lluvia del día anterior hubiera acabado totalmente con el polvo del camino, de que el aire seguía siendo fresco y resultaba grato viajar.

En este punto se hallaban cuando entró el moreno, quien, tras quitarse la gorra y arrojarla sobre la mesa, se ahuecó con altivo gesto sus negros y abundantes cabellos. Era un mozo de mediana estatura, de complexión robusta, de llenas y coloreadas mejillas, dientes blancos como la nieve y patillas tan negras como la pez. Se le veía rebosante de vitalidad y de salud.

— ¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó de pronto, quedándose con los brazos abiertos en cuanto vio a Chichikov—. ¿A qué se debe tu presencia aquí?

Chichikov advirtió entonces que se trataba de Nozdriov, aquel con quien había estado comiendo en casa del fiscal y con el que pocos minutos después de conocerse habían intimado hasta tal punto que comenzaban ya a tutearse, si bien era cierto que él no había dado pie para ello.

— ¿Dónde has estado? —preguntó de nuevo Nozdriov, que siguió hablando sin aguardar la respuesta—. Yo, hermano, he ido a la feria.

Dame la enhorabuena: ¡Me han despellejado! Puedes estar seguro de que jamás me desplumaron de tal forma. Mira en qué coche he venido.

¡Mira por la ventana! —y se puso a empujar a Chichikov con tal fuerza que a éste poco le faltó para darse un coscorrón en el marco—. ¡Contempla qué asco! Apenas si andaban los muy malditos; me he visto obligado a pasar a su coche —continuó, señalando con un dedo a su compañero, ¿Os conocéis? Te presento a Mizhuiev, mi cuñado. Durante toda la mañana hemos estado hablando de ti. «Vas a ver —le decía yo— si nos tropezamos con Chichikov.» ¡Ay, hermano, si supieras cuánto he perdido! Puedes creerme, no me queda ya nada, incluso he perdido los cuatro potros. Ya ves, aquí estoy, sin reloj y sin cadena…

Chichikov miró y advirtió que, en efecto, iba desprovisto de tales prendas. Hasta creyó ver que una de sus patillas era más pequeña y menos espesa que la otra.

—Sólo con que hubiera podido disponer de veinte rublos más —continuó Nozdriov—, veinte rublos exactamente, ni más ni menos, habría logrado recuperar lo perdido, y te aseguro, palabra de honor, que en estos momentos tendría treinta mil en el bolsillo.

—Lo mismo decías entonces —replicó el rubio—, y sin embargo te di esa cantidad y la perdiste en un santiamén.

—No los habría perdido, te aseguro que no los habría perdido. Cometí una tontería y si no hubiera sido por esto no los habría perdido. De no haber duplicado la puesta a aquel maldito siete, habría hecho saltar la banca.

—No obstante no la hiciste saltar.

—No lo hice, porque se me ocurrió doblar la puesta en un momento nada oportuno. ¿Piensas que el mayor aquel juega tan bien?

—Ignoro si juega bien o no, pero lo cierto es que te dejó sin siquiera un kopec.

— ¡Pues vaya cosa! —exclamó Nozdriov—. De este modo también yo le ganaría. Pero que intente doblar, y entonces comprobaré qué clase de jugador es. En cambio, hermano Chichikov, ¡cómo nos divertimos en los primeros días! Era una feria magnífica. Los mismos comerciantes aseguraban que jamás había ido a ella tanta gente. Yo todo lo que llevé de mi hacienda lo vendí a muy buen precio. ¡Cómo nos divertimos, hermano! Aun ahora, cuando me acuerdo… ¡Demonio! ¡Qué lástima que no hubieras venido! Imagínate que a unas tres verstas de la ciudad se hallaba un regimiento de dragones. Todos los oficiales, que vendrían a ser unos cuarenta, acudieron a la ciudad… Cuando comenzamos a beber… El subteniente Potseluev… un excelente individuo, que lleva unos bigotes así de largos… Al vino de Burdeos lo llama burdashka.

«Tráenos burdashka», decía al mozo… Y el teniente Kuvshinnikov… ¡Qué tipo más agradable! Ese sí que es un verdadero juerguista. Siempre iba con él. ¡Y menudo vino el que nos dio Ponomariov! Debes saber que es un granuja, es imposible comprar nada en su tienda: al vino le echa toda clase de porquerías, corcho quemado, sándalo e incluso saúco, el muy miserable.

Por el contrario, si saca una botella de una habitación trasera a la que él llama reservado, entonces es como si estuviera uno en el paraíso. El champaña que se bebe en casa del gobernador es kvas comparado con el que bebíamos allí. No era Cliquot, sino un Cliquot matradura, que significa doble Cliquot. Nos sirvió también una botella de cierto vino francés llamado bombón. Huele a rosas y a todo cuanto quieras. ¡Vaya juerga!… Al otro día llegó a la ciudad un príncipe de no sé dónde, ordenó que se comprara champaña y no pudieron hallar ni una sola botella en toda la ciudad. Los oficiales habían agotado todas las existencias. ¿Creerás que en el transcurso de la juerga yo sólo me bebía diecisiete botellas?—Bueno, tú no eres capaz de liquidar diecisiete botellas —objetó el rubio.

—Palabra de honor que es cierto —replicó Nozdriov.

—Tú di lo que te parezca, pero yo afirmo que ni siquiera te bebes diez.
— ¿Apuestas a que sí?
— ¿Y para qué hemos de apostar?
—Apuesta la escopeta que adquiriste en la ciudad.
—No, de ninguna manera.
—Apuesta, haz la prueba.
—No, no quiero.
—Perderías la escopeta igual que perdiste el gorro. ¡Cuánto sentí, Chichikov, que no hubieras venido! No habrías dejado ni por un instante al teniente Kuvshinnikov. ¡Cómo habríais intimado! Es muy distinto al fiscal y a todos esos tacaños funcionarios provincianos de nuestra ciudad, que se estremecen antes de soltar cada kopec.

Este, hermano, juega a la banca y a todo lo que se ofrezca. ¿Qué te habría costado ir con nosotros? Eres un tonto por no haber ido. Dame un abrazo, vamos, ¡no sabes cuánto te aprecio! Mira, Mizhuiev, el destino es quien nos ha unido. Ni él tiene que ver nada conmigo, ni yo con él, apareció sabe Dios cómo y yo vivo aquí.., ¡Y la cantidad de carruajes que había! Estuve jugando a la ruleta y al principio gané una taza de porcelana, una guitarra y dos tarros de pomada. Después continué dándole a la rueda, y no sólo lo perdí todo, sino que además me sacaron seis rublos, los muy miserables. ¡Y si hubieras visto lo mujeriego que es Kuvshinnikov! Estuvimos en la mayoría de los bailes. Había una joven muy elegante, con lazos y volantes y el diablo sabe qué más… Yo me decía: « ¡Diablos!» Pero Kuvshinnikov, el muy decidido, tomó asiento junto a ella y comenzó a galantearla en francés… Créeme, ni siquiera a las mujeres del pueblo dejaba tranquilas. Era lo que él llamaba no desperdiciar la ocasión.

Había un excelente pescado ahumado. Yo me he traído uno, tuve la idea de comprarlo cuando aún tenía dinero. Y tú, ¿adónde vas?

—A visitar a cierta persona —repuso Chichikov.

—No lo hagas y vente conmigo.
—No, no es posible. Debo resolver un asunto.
—Un asunto. Eso te lo acabas de inventar, don Ungüentos.
—Te doy mi palabra de que debo resolver un asunto urgente, y además de mucha importancia.

—Apuesto lo que sea a que no dices la verdad. Contesta, ¿a quién vas a visitar?

—A Sobakevich.Cuando oyó estas palabras, Nozdriov se puso a reír a carcajadas. Era una risa de la que sólo es capaz una persona sana, una risa en la que luce todos sus dientes blancos como la nieve, le tiemblan y bailan las mejillas, y dos puertas más lejos el vecino se despierta, abre desorbitadamente los ojos y exclama: «¡Pues le ha dado fuerte la risa!»

—No veo que haya motivo para reír tanto —replicó Chichikov algo enojado.

Pero Nozdriov continuó riendo a carcajadas, y apenas si pudo decir:

—Apiádate de mí, que estoy a punto de reventar.
—Pues no veo el porqué. Le di mi palabra de que iría a verle —continuó Chichikov.

Nozdirov dijo:

—Entonces que no te pase nada. ¡Es un judío! Sé muy bien cómo es tu carácter y te equivocas por entero si piensas que allí tendrás una partida de banca o una botella de buen vino. Escucha, hermano, deja que Sobakevich se vaya al diablo y tú ven conmigo. ¡Ya verás qué salmón ahumado el que tengo! El muy animal de Ponomariov se pasó todo el rato haciendo reverencias y diciendo: «Sólo para usted. En toda la feria no logrará hallar otro igual». Es un pillo con todas las de la ley.

Así se lo dije claramente: «Usted y nuestro contratista son los peores granujas». El bestia no hacía más que reír y acariciarse la barba, Kuvshinnikov y yo comimos todos los días en su casa. ¡Ah, hermano, ya no me acordaba de decirte! Sé que insistirás, pero no te lo entregaré ni por diez mil rublos, te lo digo para que lo sepas.

¡Eh, Porfiri! —gritó, tras acercarse a la ventana, a su criado, que sujetaba la navaja en una mano y en la otra un pedazo de pan y una loncha de salmón ahumado que había tenido la buena fortuna de cortar aprovechando que tuvo que ir en busca de algo al coche—.

¡Eh, Porfiri! —gritó de nuevo Nozdriov—. Trae aquí el cachorro. ¡Qué cachorro! —continuó dirigiéndose otra vez a Chichikov—. Lo he robado, su dueño no quería entregarlo ni a cambio de sí mismo. Yo le habría dado la yegua alazana, aquella que, como ya sabes, le cambié a Jovstiriov…

Pero Chichikov jamás había visto ni a la yegua alazana ni al tal Jovstiriov.

— ¿Quiere el señor tomar algo? —preguntó entonces la vieja aproximándose a Nozdriov.

—No, nada. ¡Cómo nos divertimos, hermano!… Bueno, sí, trae una copa de vodka. ¿De qué es?

—De anís —repuso la mujer.

—Está bien, tráela —dijo Nozdriov.
—Tráeme otra a mí —añadió el rubio.
—En el teatro se hallaba una actriz que cantaba como un ruiseñor.
Kuvshinnikov, que había acudido conmigo, dijo: « ¡Si consiguiera conquistarla!» Habría alrededor de cincuenta barracas. Fenardi pasó cuatro horas dando vueltas como un molino de viento.

Nozdriov se calló unos instantes para coger la copa que le ofrecía la vieja haciéndole una profunda reverencia.

— ¡Eh, tú, tráelo para acá! —gritó a Porfiri cuando vio que entraba llevando el cachorro.

Porfiri vestía como su señor, con un abrigo corto guateado, aunque un poco mugriento.

—Tráelo, déjalo aquí, en el suelo.

Porfiri hizo lo que le ordenaban, y el cachorro se estiró olfateando.
— ¡Aquí está! —exclamó Nozdriov mientras lo cogía de la piel del cuello y lo levantaba.

El animal lanzó un aullido lastimero.

—Y no has hecho lo que te indiqué —dijo Nozdriov dirigiéndose a Porfiri, al mismo tiempo que examinaba con atención la tripa del cachorro—. No lo has peinado, ¿verdad?

—Pues claro que lo he peinado.
— ¿Y las pulgas?
—No sé. Es posible que las haya cogido en el coche.
—No es cierto, bien sabes que no. Ni siquiera te has acordado de peinarlo. Me imagino que incluso le has pegado las tuyas. Mira, Chichikov, fíjate qué orejas tiene. Tócalas.

— ¿Para qué si ya las veo? Es de buena raza —repuso Chichikov.

—No, no, cógelo, tócale las orejas.
A fin de darle gusto, Chichikov tocó las orejas al animal y dijo:
—Realmente, será un espléndido perro.
— ¿Y qué me dices de la nariz? Fíjate qué fría está. Vamos, tócala.
Deseando no incomodar a Nozdriov, Chichikov tocó asimismo la nariz del cachorro y exclamó:

—Tiene buen olfato.

—Es un verdadero perro de muestra —continuó Nozdriov—. Te confieso que desde hace mucho tiempo sentía deseos de tener un perro de muestra. Cógelo, Porfiri, llévatelo.

Porfiri cogió en brazos al cachorro y se lo llevó para dejarlo en el coche.
—Oye, Chichikov, has de ir a mi casa. Sólo hay hasta allí cinco verstas. En un abrir y cerrar de ojos estaremos en ella y después, si te parece bien, puedes ir a ver a Sobakevich.

« ¿Y por qué no? —pensó Chichikov—. Sí, iré. Es una persona como las demás y por otra parte lo han dejado sin un kopec. Da la impresión de que es capaz de cualquier cosa, de modo que quizá logre sacarle algo de balde.»

—De acuerdo —repuso—. Pero que conste que me quedaré sólo un rato. Llevo el tiempo muy justo.

— ¡Eso es hablar! ¡Estupendo! Permite que te abrace —y Nozdriov y Chichikov se dieron un abrazo—. Magnífico, iremos los tres juntos.

—No —dijo entonces el rubio—, yo no pienso ir. Debo regresar a casa.

— ¡Bah, tonterías, hermano, tonterías! No te dejaré ir.
—Te digo que mi mujer se enojará. Ahora ya puedes ir en su coche —agregó señalando a Chichikov.

—No digas más. Ni se te ocurra siquiera.

El rubio pertenecía a esa clase de personas que en el primer momento parecen tercas. Aún no ha abierto uno la boca y ya se disponen a llevarle la contraria; jamás aceptarán lo que sea contrario a su manera de pensar ni llamarán necio al que creen inteligente; jamás transigirán, sobre todo, en bailar al son que otro toque. Y sin embargo, después resulta que siempre tienen poco carácter, que aceptan lo que al principio rechazaban, que al necio lo llaman inteligente y que bailan de maravilla al son que otro toca. En resumen, que comienzan bien y terminan mal.

— ¡Tonterías! —exclamó Nozdriov tras una indicación del rubio. Se caló la gorra y el rubio marchó detrás de él.

—Señor, que no me ha pagado aún el vodka… —dijo la vieja.

—Está bien, está bien, madrecita. Oye, cuñado, ten la bondad de pagar. En mi bolsillo no hay ni un solo kopec.

— ¿Qué he de darte? —preguntó el cuñado. —Sólo veinte kopecs, padrecito —contestó la vieja.

—No mientas, no mientas. Entrégale diez kopecs y con eso ya hay de sobras.

—Es muy poco, señor —objetó la vieja, quien no obstante cogió el dinero dando muestras de gratitud e incluso se precipitó a abrirles la puerta. En modo alguno perdía, ya que había pedido cuatro veces más de lo que cuesta el vodka.

Todos tomaron asiento. El coche de Chichikov no se alejaba del otro, en el que iban Nozdriov y su cuñado, de manera que pudieron conversar tranquilamente durante todo el viaje. Detrás de ellos seguía el coche de Nozdriov, que poco a poco se quedaba rezagado, con los pencos tomados de alquiler. En él iban Porfiri y el perro.

Teniendo en cuenta que la conversación que sostenían los viajeros ofrece muy poco interés para el lector, será mejor decir algo acerca de Nozdriov, personaje que tal vez esté destinado a representar en nuestro poema un papel de alguna envergadura. Es cierto que el lector conoce ya un poco la personalidad de Nozdriov.

Cualquiera ha encontrado gran cantidad de hombres como él. Se les suele dar el nombre de muchachos despiertos, durante la infancia y en la escuela tienen fama de buenos compañeros, y con mucha frecuencia se ganan buenas palizas. En sus rostros se advierte siempre algo atrevido, franco, abierto. Inmediatamente hallan conocidos y le tutean a uno antes de que haya tenido tiempo de darse cuenta. Cuando entablan una amistad, se diría que ella durará eternamente, pero la mayoría de las veces sucede que acaban riñendo con el nuevo amigo en la misma cuchipanda en que se habían conocido. Todos ellos son habladores, insensatos, amantes de las juergas, gentes de nota. A sus treinta y cinco años, Nozdriov no se diferenciaba absolutamente nada de cuando tenía dieciocho o veinte. El matrimonio no había originado en él el menor cambio, tanto más que su esposa pronto se fue al otro mundo, dejándole dos niños que maldita la necesidad que tenía de ellos, y de los que se encargaba una niñera bastante bonita. En su casa no se podía permanecer más de un día.

Su penetrante olfato percibía las ferias y todo género de juergas y bailes que tenían lugar en varias docenas de verstas a la redonda, y en un santiamén comparecía allí, discutía y alborotaba tras el tapete verde, ya que, igual que todos los de su especie, sentía pasión por las cartas.

Como hemos tenido ocasión de comprobar era un tanto tramposo, conocía muchos ardides y estaba dotado de habilidades que con frecuencia el juego concluía en otro juego: o le zurraban, o le tiraban de sus bellas y pobladas patillas, pero de tal manera que en algunas ocasiones regresaba a casa con una sola patilla, y por añadidura bastante ralada. No obstante sus rollizas y sanas mejillas tenían tanto vigor vegetal, que pronto volvían a brotar las patillas aún más esplendorosas que antes.

Y lo más peregrino de todo era algo que sólo puede suceder en Rusia: transcurrido cierto tiempo se encontraba de nuevo con los mismos que le habían zurrado a base de bien, y se reunía con ellos como si nada; ni él se daba por recordado, ni los demás se daban tampoco por aludidos.

Nozdriov era, en cierto aspecto, un hombre histórico. Ninguna reunión en la que él tomaba parte concluía sin su historia. Por fuerza tenía que suceder alguna: o lo sacaban los guardias, o sus propios amigos se encontraban en la obligación de echarlo. Si no sucedía así, invariablemente pasaba algo que a los otros no les podía pasar en modo alguno: comenzaba a beber con tanta desconsideración que una de dos, o no paraba de reír, o mentía con tal descaro que al final a él mismo le producía vergüenza.

Mentía sin más ni más, sin ninguna necesidad de ello. De buenas a primeras salía diciendo que poseía un caballo de pelo azul o rosa, o bien otras necedades por el estilo, hasta el extremo de que los oyentes acababan por alejarse de él exclamando: «Por lo que veo, hermano, has comenzado ya con tus embustes.»

Hay personas que experimentan el prurito de perjudicar al prójimo, en ocasiones incluso sin razón alguna. Hay quien, por ejemplo, aun tratándose de persona que ocupa un elevado cargo, de noble aspecto, con alguna alta condecoración que luce sobre su pecho, os estrechará la mano, charlará con vosotros acerca de temas profundos que invitan a meditar, y después, de inmediato, os hará una jugarreta ante vuestros propios ojos. Y os la hará de igual modo que lo haría un simple registrador colegiado, y no como una persona distinguida y que charla acerca de temas que invitan a meditar. Nozdriov poseía también ese peregrino prurito. Cuanto más intimaba uno con él, tanto antes le hacía una jugarreta: decía de él todo lo más absurdo que era posible imaginar, echaba por tierra una boda o una venta, y eso sin ocurrírsele siquiera la idea de poner fin a la amistad. Por el contrario, si por casualidad se encontraba de nuevo con él, lo trataba amigablemente e incluso le reprochaba: «Eres un fresco, nunca te dejas ver por mi casa».

En numerosos aspectos, Nozdriov era una persona que presentaba múltiples facetas, es decir, que igual servía para un roto que para un descosido. En un mismo momento os convidaba a ir a donde fuera, hasta el fin del mundo que, a cambiar cualquier objeto por lo que prefirierais. Una escopeta, un caballo, un perro: todo era objeto de trueque. No le impulsaba a ello la intención de salir ganando, sino que le arrastraba su extraordinario dinamismo, aquel carácter que no le dejaba permanecer quieto. Si comparecía en una feria y tenía la buena fortuna de encontrarse con un infeliz y dejarlo sin un kopec, adquiría todo lo primero que hallaba en los tenderetes: collares, velas para encender la pipa, pañuelos para el ama, pasas, un potro, un lavamanos de plata, hilo de Holanda, tabaco, harina, pistolas, arenques, barajas, una piedra de afilar, porcelana, pucheros, botas, hasta donde le permitía el dinero.

Sin embargo, en contadas ocasiones llegaba a su casa nada de todo esto. Casi aquel mismo día pasaba a manos de un jugador con más suerte, a veces añadiéndole la propia pipa, la boquilla y la bolsa del tabaco, y otras, con el complemento de los cuatro caballos, del cochero y del coche, de tal modo que el propietario, con una zamarra o una levita estropeada, se veía obligado a ir en busca de algún amigo que le pudiera llevar en su coche.

¡Este era Nozdriov! Tal vez haya quien crea que es un tipo pasado de moda, asegurando que los Nozdriov han dejado de existir, ¡Ay! Se equivocarán quienes así piensen. Los Nozdriov tardarán aún bastante en desaparecer. Están entre nosotros, surgen a cada paso, con la diferencia, quizá, de que van vestidos de otra forma. La gente no suele ser muy perspicaz y se imagina que la persona que viste otra ropa es ya otra.

Mientras tanto, los tres carruajes llegaron al portal de la casa de Nozdriov. Allí no habían dispuesto nada para recibirlos. En el centro del comedor se encontraban dos caballetes, y dos campesinos, subidos en ellos estaban blanqueando las paredes al mismo tiempo que entonaban una interminable canción. El suelo aparecía cubierto de manchas de cal. Nozdriov se apresuró a ordenar a los campesinos que se marcharan con sus caballetes, y se dirigió a otro aposento para dar órdenes. Los invitados pudieron oír que encargaba la comida al cocinero.

Chichikov,quien comenzaba ya a sentir algún apetito, se dio cuenta de que no se sentarían a comer antes de las cinco. Regresó Nozdriov y llevó a sus invitados a recorrer la aldea: alrededor de las dos les había mostrado ya completamente todo lo que había que ver. En primer lugar pasaron a ver la cuadra, en la que había dos yeguas, una gris con manchas y otra alazán claro, y un potro bayo que no se caracterizaba por su buena figura pero por el cual juró Nozdriov que había pagado diez mil rublos.

—No es cierto que pagaras diez mil —objetó su cuñado—. Ni siquiera vale mil.

—Te doy mi palabra de que pagué diez mil —dijo Nozdriov.

—Por mí puedes asegurar cuanto quieras —contestó su cuñado.
—¿,Qué apuestas?
Pero el cuñado se negó a apostar nada.
Después Nozdriov les mostró los boxes vacíos en los que antes había tenido también magníficos caballos. En la cuadra había además un chivo, puesto que, de acuerdo con la vieja creencia, juzgaba necesario tener un animal de ese género entre los caballos; el chivo parecía entenderse bien con los equinos, se paseaba por debajo de sus vientres al igual que si anduviera por su propia casa. Acto seguido Nozdriov los condujo a ver un lobezno, al que tenía atado de una cuerda.

—Es un excelente lobezno —dijo—. Lo alimento a base de carne cruda. Me propongo conseguir que sea una auténtica fiera.

Se encaminaron después a ver el estanque, en el cual, según afirmaba Nozdriov, había unos peces de tal tamaño que entre dos personas apenas podían sacar uno, cosa que su pariente puso igualmente en duda.

—Ahora voy a enseñarte, Chichikov —dijo Nozdriov—una espléndida pareja de perros. Sus cuartos traseros son tan duros como una roca.

¡Sus colmillos son verdaderas agujas!
Los llevó a una casita de apariencia muy agradable que se hallaba en el centro de un espacioso patio cercado. Cuando penetraron en él vieron innumerables perros de toda clase de colores y pelajes: negruzcos, pardo rojizos, negros con manchas, pardos con una estrella blanca en su frente, semipardos, de orejas grises, de orejas negras… Respondían a todos los nombres que pueda uno imaginar, siempre en imperativo:

«Dispara, Ladra, Corre, Muerde,Pendenciero, Bórralo, Ataca, Impaciente, Recompensa, Golondrina, Guardiana». Nozdriov se sentía entre ellos igual que un padre en el seno de su familia.

Todos ellos con los rabos levantados se precipitaron a saludar a los invitados. Unos diez pusieron sus Patas sobre los hombros de Nozdriov.

«Ladra» se acercó hacia Chichikov con idénticas pruebas de amistad, y, levantado sobre las patas traseras, le pasó la lengua por los mismos labios, hasta el punto de que él se vio obligado a escupir inmediatamente. Observaron a los que destacaban de los demás por la dureza de sus músculos, y dictaminaron que eran unos perros muy buenos.

Después se encaminaron a ver a una perra de Crimea que se había quedado ciega y que, según afirmaba Nozdriov, viviría ya poco tiempo, pero que dos años atrás era una perra muy buena. La contemplaron y vieron que, realmente, estaba ciega. Acto seguido se dirigieron a ver el molino de agua, que carecía de la solera sobre la cual «vuela» la muela, según la atinada expresión del campesino ruso.

—Ahora iremos a la herrería —dijo Nozdriov.

Caminaron un corto trecho y, efectivamente, vieron la dependencia y se pararon a examinarla.

—Allí, en aquel campo —dijo Nozdriov mientras señalaba con un dedo—, hay tal cantidad de liebres que no permiten ver el suelo. En cierta ocasión, llegué a coger una con las manos por las patas traseras.

—Jamás has cogido tú una liebre por las patas traseras —objetó el cuñado.

—Sí, la cogí, es cierto que la cogí —contestó Nozdriov—. Ahora —continuó volviéndose a Chichikov— te voy a enseñar las lindes de mis tierras.

Y mientras esto decía, condujo a sus huéspedes por un campo en el que en muchos lugares sólo había terrones. Los huéspedes tuvieron que atravesar barbechos y terrenos arados. Chichikov comenzaba a sentirse cansado. En muchas partes, cuando se pisaba el suelo, éste rezumaba agua, tanta era la humedad que había en aquellos campos bajos. En los primeros momentos ponían el pie con sumo cuidado, pero después, al comprobar que era todo igual, acabaron por continuar avanzando sin preocuparse de dónde había mucho o poco barro. Caminaron aún un buen trecho hasta que por último vieron, efectivamente, la linde, que consistía en una estrecha zanja y un pequeño poste de madera. ¡Ya estamos en la linde! —exclamó Nozdriov—. Todo lo que ves del lado de acá me pertenece, e incluso del otro lado, ese bosque que negrea y lo que se halla detrás del bosque también me pertenece.

— ¿Y desde cuándo te pertenece? —preguntó el cuñado—. ¿Acabas de comprarlo hoy? Pues antes no te pertenecía.

—Sí, acabo de comprarlo no hace muchos segundos —repuso Nozdriov.

— ¿Cuándo has tenido tiempo de comprarlo? —Bueno, hace tres días que lo compré. Y, ¡diablos!, por cierto que lo pagué caro.

—Si entonces estábamos en la feria.

— ¡No seas inocente! ¿Es que uno no puede comprar tierras mientras está en la feria? Sí que estaba en la feria, pero el administrador las compró, mientras yo me hallaba ausente.

—Sí, por supuesto, tu administrador… —dijo el cuñado sacudiendo la cabeza y sonriendo con ironía

Los invitados volvieron por un camino tan cómodo como a la ida.

Nozdriov los llevó a su despacho, en el que, sin embargo, no había nada de lo que acostumbran a tener los despachos, es decir, libros y papeles.

Lo único que se veía allí, colgando de las paredes, eran sables y dos escopetas, una de ochocientos y otra de trescientos rublos. El cuñado, en cuanto las vio, se redujo a menear la cabeza. Después les enseñó unos puñales turcos, en uno de los cuales se leía grabado por error:

«Maestro Saveli Sibiriakov.» A continuación les mostró un organillo, que Nozdriov se apresuró a hacer tocar.

Aquel instrumento sonaba de modo muy agradable, pero tenía que tener por dentro algún desperfecto, puesto que la mazurca que estaba tocando concluyó con el Mambrú se fue a la guerra y el Mambrú se transformó de pronto en un conocido vals. Nozdriov hacía ya rato que no le daba vueltas al manubrio, y no obstante el organillo era tan travieso que en manera alguna quería permanecer en silencio, y todavía continuó sonando por sí solo.

Después les llegó el turno a las pipas, pipas de madera, de espuma y de barro, culotadas y sin culotar, forradas con gamuza y sin forrar, una larga pipa con boquilla de ámbar que acababa de ganar hacía poco, una bolsita de tabaco bordada por cierta condesa que en otros tiempos se enamoró perdidamente de él y cuyas manos, según la expresión del propio Nozdriov, eran superflú, con lo que seguramente pretendía indicar el máximo de la perfección.

Más tarde tomaron un aperitivo de salmón ahumado y cuando se sentaron a comer eran ya casi las cinco. Era fácil advertir que para Nozdriov la comida no representaba lo principal. Concedía escasa importancia a los guisos, de los cuales unos se habían quemado y en cambio otros estaban crudos. Se veía claramente que el cocinero se dejaba llevar más por la inspiración del momento, y metía en la cazuela lo que tenía al alcance de la mano; si encontraba pimienta, metía pimienta si col, metía col. Y de este modo recurría a la leche a los guisantes, al jamón… En resumen, todo era bueno mientras resultara algo caliente, ya que sabor siempre tendría alguno. Por el contrario, Nozdriov jugó un buen papel en el capítulo de los vinos. Antes de que fuera servida la sopa ya había llenado a sus huéspedes un gran vaso de oporto y otro de Haut Sauterne, pues en las capitales de provincia y de distrito no está de moda el simple sauterne. Después, Nozdriov ordenó que trajeran una botella de vino de Madeira que ni siquiera un mariscal de campo había probado jamás. Efectivamente, el madeira parecía abrasar el paladar, porque los comerciantes, que saben los gustos de los propietarios, quienes saborean el buen madeira, le agregaban ron en enormes cantidades, e incluso a veces vodka, confiados en que e el estómago de los rusos es capaz de soportarlo todo.

Acto seguido trajeron una botella especial que, según dijo el anfitrión, contenía una mezcla de champaña y borgoña.

Nozdriov no dejaba de llenar constantemente los dos vasos, a derecha e izquierda, el de su cuñado y el de Chichikov. Este se dio cuenta, no obstante, de que el propio Nozdriov se servía con mucha mesura, razón por la que permaneció alerta, y siempre que Nozdriov se distraía charlando o servía a su cuñado, aprovechaba la ocasión para derramar el contenido de su vaso en el plato.

Poco después apareció en la mesa un licor de serbal acerca del que Nozdriov aseguró que tenía exactamente el mismo sabor que la crema, pero que despedía un olor a matarratas que tumbaba de espaldas.

Luego bebieron una especie de bálsamo de cuyo nombre era difícil acordarse, sobre todo porque el propietario le daba cada vez un nombre distinto.

Hacía ya mucho rato que la comida llegó a su fin; habían saboreado y vuelto a saborear todos los vinos, y sin embargo los huéspedes continuaban sentados a la mesa. Chichikov no quería en modo alguno hablar a Nozdriov de lo que para él era lo más importante mientras el cuñado estuviera presente, el cual, en resumidas cuentas, era un extraño, siendo así que el asunto que le ocupaba requería un amistoso diálogo confidencial. Aunque por otra parte es cierto que el cuñado no representaba peligro alguno, pues parecía haber bebido más de lo preciso y, sentado en su silla, daba cabezadas sin cesar.

Dándose cuenta él mismo del estado tan inseguro en que se hallaba, rogó que se le permitiera marchar a su casa, pero lo hizo con una voz tan lánguida y decaída, que era como si, según el decir ruso, se dispusiera a poner al caballo la collera con tenazas.

— ¡De ningún modo! ¡No te lo voy a permitir! —exclamó Nozdriov.
—De veras te ruego que me permitas irme —dijo el cuñado—. Si no me dejas me voy a enfadar.

—Eso son majaderías, majaderías. En seguida organizaremos una partida, jugaremos al monte.

—No, juega tú si quieres, pero a mí no me es posible. Mi mujer me armaría un gran escándalo. Créeme, debo explicarle cuanto vi en la feria. De veras te lo digo, he de darle ese gusto. No, no me obligues quedarme.

— ¡Que se vaya tu mujer a paseo! ¡Pues sí que es importante lo que tengáis que hacer juntos!

— ¡No, no! Es una mujer muy honesta y muy fiel. No me niegues ese favor… Créeme, te lo suplico con lágrimas en los ojos. No, no me obligues a quedarme. Te aseguro que debo irme. Te lo digo con el corazón en la mano.

—Déjale que se marche. Para lo que puede servirnos… —dijo Chichikov al oído de Nozdriov.— ¡Tienes toda la razón! —exclamó éste—. ¡No puedo soportar a esos tipos de corazón tan blando! —y continuó levantando la voz—: ¡Vete al infierno! ¡Márchate a acariciar a tu mujer, fetiuk*!

* Vocablo ofensivo para los hombres. Proviene de la letra fita, que según algunos es indecorosa.

No, hermano, no me llames fetiuk —dijo entonces el cuñado—. A ella se lo debo todo. Es tan buena, tan cariñosa, tan agradable… Cuando lo pienso me dan ganas de llorar. Querrá saber las cosas que he visto en la feria. Deberé contárselo todo. Es tan buena y agradable…

—Vamos, márchate, dile necedades. Aquí está tu gorra.

—No, hermano, no debes hablar así de mi esposa. De este modo también me estás ofendiendo a mí. ¡Es tan buena y agradable…!

—Bueno, pues lárgate con ella en seguida.

—Sí que me marcho, disculpa que no me pueda quedar. Lo haría con sumo agrado, pero no me es posible.

El cuñado continuó repitiendo sus excusas durante un buen rato, sin darse cuenta de que ya había subido al carruaje, de que el portón se había quedado muy atrás, y de que llevaba mucho tiempo sin tener a nadie con quien charlar, como no fueran los campos desiertos. Es preciso suponer que su esposa no se enteraría por él de muchas cosas acerca de la feria.

— ¡No es más que un guiñapo! —exclamó Nozdriov de pie frente a la ventana y contemplando cómo se alejaba el coche—. ¡Mira qué manera de tirar! El caballo de varas es bueno, hace mucho tiempo que me he encaprichado por él. Pero con este hombre no hay modo de hacer trato.

¡Es un fetiuk, un verdadero fetiuk!

Se encaminaron al interior. Porfiri dispuso unas velas y Chichikov vio que el propietario tenía en sus manos, sin saber cómo había aparecido, una baraja.

—Bueno —dijo Nozdriov mientras apretaba los extremos de la baraja, llegándola a doblar de tal manera que la hizo restallar, saltando el papel en que estaba envuelta—. Para distraernos un poco, pongo una banca de trescientos rublos.

Sin embargo, Chichikov se hizo el sordo y dijo, como si acabara de acordarse en ese momento:

— ¡Ah! Antes de que me olvide de ello, he de pedirte un favor.

— ¿Y en qué consiste?
—Primero, dame tu palabra de que no te negarás.
—Pero, ¿en qué consiste?
— ¡Dame tu palabra!
—Está bien.

— ¿Palabra de honor?

—Bueno, palabra de honor.
—Lo que quiero pedirte consiste en esto: sin duda tendrás muchos
campesinos muertos y que aún constan, en la relación del registro.
—Sí, ¿y qué?
—Que los pongas a nombre mío.
— ¿Por qué?
—Los necesito… Eso es asunto mío. En suma, los necesito.
—Probablemente, habrás discurrido algo. Confiésalo, ¿qué es?
— ¿Y qué quieres que discurra? Con una cosa que para nada sirve, ignoro lo que se puede discurrir.

— ¿Para qué los necesitas?

— ¡Pues sí que tiene gracia! Aunque sea una cosa que no sirve para nada, él querría olerla y tocarla.

—Entonces, ¿por qué te niegas a decírmelo?

— ¿Acaso ganarás algo con saberlo? Sencillamente, no es más que un capricho.

—Bien, fíjate pues en una cosa: hasta que me lo hayas dicho, no pienso hacerlo.

—Esto no es honrado. Me diste tu palabra de honor, y no obstante ahora te echas atrás.

—Como prefieras, pero no voy a hacerlo, mientras no me digas para qué los quieres.

«¿Qué le puedo decir?», pensó Chichikov, y tras reflexionar unos instantes le contó que las almas muertas las quería a fin de adquirir peso en la sociedad, que no poseía grandes fincas y que mientras no aumentara su hacienda deseaba tener siervos de esa clase.

— ¡Falso, estás mintiendo! —exclamó Nozdriov sin dejarle concluir—. ¡Estás mintiendo, hermano!

El mismo Chichikov observó que su invención no había sido muy acertada y que el pretexto que había dado resultaba bastante flojo.

—Bueno, voy a ser sincero contigo —dijo, intentando corregir su fallo—. Sólo te pediré que no se lo cuentes a nadie. Me he hecho el propósito de casarme, pero debes saber que los padres de mi novia son personas de muchas pretensiones. Me encuentro en un verdadero compromiso, y ahora me arrepiento de haber contraído esta obligación. Se empeñan en que el novio tenga como mínimo trescientas almas. Y puesto que aún me faltan casi ciento cincuenta…

— ¡No es verdad, mientes otra vez! —volvió a gritar Nozdriov.

—Pues lo que es ahora —replicó Chichikov— no he mentido ni siquiera eso —y al decir esto señalaba con el pulgar la parte más pequeña de su meñique.

—Apostaría la cabeza a que estás mintiendo.
—Creo que te estás pasando de la raya, ¿Quién piensas que soy? ¿Por qué razón tengo que mentir forzosamente?

—Te conozco muy bien. Eres un granuja redomado, como amigo permite que te lo diga. De ser yo superior tuyo, ordenaría que te colgaran del primer árbol.

Chichikov se sintió muy enojado cuando oyó estas palabras. Cualquier expresión grosera e indecorosa le resultaba ya muy molesta. Ni siquiera le complacía el que se le tratara con familiaridad, salvo si el que se tomaba esta libertad era un personaje importante. De ahí que se ofendiera muy de veras.

—Te aseguro que daría orden de que te colgaran —volvió a decir Nozdriov—. Te hablo sinceramente, no con intención de ofenderte, sino simplemente, como lo haría con cualquier amigo.

—Todas las cosas tienen sus límites —dijo Chichikov con aire de dignidad ofendida—. Si quieres presumir con frases de este tipo, márchate a un cuartel —y después añadió—: Si no quieres entregármelas gratis al menos véndemelas.

— ¿Vendértelas? Te conozco, Darías muy poco por ellas, ¿no es cierto?

— ¡Pues vaya que eres tú bueno! Date cuenta, ¿es que acaso se trata de brillantes?

—Así es, ya digo yo que te conozco.

—Tienes instintos de judío. Lo que deberías hacer es cedérmelas y se acabó.

—Bueno, óyeme, para que veas que no soy amigo tacaño, no te voy a cobrar nada. Cómprame el potro y te las cederé gratis.

—Piensa lo que dices. ¿Para qué quiero yo el potro? —dijo Chichikov, a quien esta oferta le había dejado atónito.

— ¿Cómo que para qué? Yo di por él diez mil rublos y sólo te pido cuatro mil.

— ¿Y para qué necesito el potro? No tengo yeguada.

—Escucha, no me entiendes. Al contado no te cobraré más que tres mil, y los mil restantes me los pagarás cuando te parezca.

—No necesito el potro. ¡Que se quede con Dios!

—En este caso, cómprame la yegua alazana.

—Tampoco necesito la yegua.

—Por la yegua y por el caballo gris que viste antes sólo te voy a cobrar dos mil.—No me hacen ninguna falta los caballos.

—Entonces véndelos. En la primera feria a la que vayas podrá conseguir por ellos tres veces más.

—Véndelos tú mismo, si es que tienes la seguridad de que podrás ganar tanto.

—Sé que ganaría, pero quiero que también tú resultes beneficiado.

Chichikov le dio las gracias por tan buenos deseos y se negó rotundamente a comprar la yegua alazana y el caballo gris.

—Está bien, cómprame pues algún perro. Te venderé una pareja que, con sólo verlos, hacen que se le ponga a uno la piel de gallina. Son lanudos y tienen unos bigotes así de grandes. Su pecho es muy ancho y sus patas están cubiertas de pelo; no les entrará la tierra.

— ¿Para qué quiero los perros? Yo no soy cazador.

—Pero yo quiero que tengas perros.Escucha, si no necesitas los perros, cómprame el organillo. Es un excelente organillo. Te aseguro bajo palabra de honor que pagué por él mil quinientos rublos. Te lo vendo por novecientos.

— ¿Para qué necesito el organillo? No soy ningún alemán de esos que van pidiendo, arrastrándolo por los caminos.

—Pero éste no es un organillo como los que emplean los alemanes. Es un órgano. Obsérvalo bien. Es enteramente de caoba. ¡Te lo volveré a mostrar!

Y al decir esto Nozdriov cogió a Chichikov por un brazo intentando arrastrarlo a la estancia contigua. Y por mucha resistencia que opusiera Chichikov, y por más que asegurara que ya sabía cómo era el organillo, no le quedó más remedio que escuchar de nuevo cómo Mambrú se iba a la guerra.

—Si no quieres comprármelo, escucha: te daré el organillo y todas las almas muertas que poseo a cambio de tu coche y de trescientos rublos.

— ¡Pues sólo faltaría eso! ¿Y cómo quieres que prosiga mi viaje?

—Yo te daré otro coche. Ven al cobertizo y lo verás. Sólo habrás de darle una mano de pintura, y te quedará un magnífico coche.

« ¡El diablo se ha metido en él!», pensó Chichikov, y tomó la decisión de renunciar a todo género de coches, organillos y perros, aunque tuvieran un pecho extraordinario y unas patas peludas.

—Te ofrezco el coche, el organillo y las almas muertas, ¡todo junto!
—No —repuso Chichikov.
— ¿Y por qué no?
—Porque no quiero, simplemente.
— ¡Demonio, cómo eres! Estoy viendo que contigo es imposible tratar como es de rigor entre buenos amigos y compañeros

— ¿Acaso crees que soy estúpido o qué? Juzga tú mismo: ¿para qué voy a comprar cosas que no me serán de ninguna utilidad?

—Está bien, como quieras, no se hable más. Ahora te conozco muy bien, ¡Eres un canalla! Pero escucha, ¿quieres jugar una pequeña partida? Apuesto a una sola carta todas las almas muertas y el organillo juntos.

—Quien lo apuesta todo a una carta corre un albur —replicó Chichikov mientras miraba de reojo las dos barajas que Nozdriov tenía en sus manos. Creyó ver que ambas habían sufrido determinadas manipulaciones, y hasta el dibujo del reverso de los naipes se le antojó que era demasiado sospechoso.

— ¿Por qué un albur? —contestó Nozdriov—. No hay nada desconocido.
Si la suerte está de tu parte, podrás ganar un dineral. ¡Aquí la tienes! ¡Vaya suerte! —exclamó, comenzando a tirar a fin de incitarlo—.

¡Vaya suerte! Aquí la tienes, ahí está; ese condenado nueve me lo hizo perder todo. Presentía que iba a traicionarme, pero ya había cerrado los ojos y me decía: « ¡Que el diablo te lleve, traicióname si te apetece, maldita!»

Mientras Nozdriov hablaba de este modo, Porfiri llegó trayendo una botella. No obstante Chichikov se negó rotundamente no sólo a jugar sino también a beber.

— ¿Por qué no quieres jugar? —le preguntó Nozdriov.
—Porque no me apetece, Y si he de decirte la verdad, el juego no me gusta; me disgusta.

— ¿Por qué no te gusta?

Chichikov se encogió de hombros y repuso: —Porque no.
— ¡No eres más que un guiñapo!
—Tendré que conformarme, si así me hizo Dios.
— ¡Lo que realmente eres es un fetiuk! Antes pensaba que en cierto modo eras una persona decente, pero no tienes ni la más remota idea de lo que es saber comportarse. Contigo no es posible hablar como se hace con un amigo… Ni siquiera tienes noción de lo que es la sinceridad. Eres un perfecto Sobakevich, ¡tan canalla como él!

— ¿Por qué motivo me insultas de este modo? ¿Es que tengo la culpa de que me disguste jugar? Véndeme las almas muertas sin añadirles nada, si es que hasta tal punto aprecias esta porquería.

— ¡Ni lo pienses! Tenía la intención de regalártelas, pero ahora en modo alguno lo haré. No te las daría ni a cambio de tres reinos. Eres un vulgar trapacero. De ahora en adelante no quiero tener ninguna clase de tratos contigo. Porfiri, ve a decirle al mozo de la cuadra que no dé avena a sus caballos, que el heno ya les basta para comer.

Esta última conclusión Chichikov no la esperaba ni remotamente.
— ¡Habría sido preferible que jamás te hubieras presentado ante mi vista! —exclamó por último Nosdriov. No obstante, a pesar de su altercado, el propietario y el invitado cenaron juntos, si bien es cierto que en la mesa no aparecieron vinos de nombres raros. Únicamente había, solitaria, una botella de algo en extremo agrio que pretendía ser vino de Chipre. Una vez concluida la cena, Nozdriov condujo a Chichikov a un cuarto trasero, en el que le había dispuesto una cama, y le dijo :

— ¡Ahí está tu cama! Ni siquiera las buenas noches quiero desearte.

Nozdriov se marchó y Chichikov se quedó con un estado de ánimo muy desagradable. Se reprochaba a sí mismo el haber acudido a casa de Nozdriov, con lo que estaba perdiendo el tiempo inútilmente. Pero lo que más se reprochaba era el haber hablado de su asunto. Había obrado con demasiada ligereza, como un niño, como un imbécil. Su asunto no era lo más a propósito como para tratar de él con Nozdriov. Nozdriov era un guiñapo, una persona capaz de toda clase de mentiras, que podía añadir de su propia cosecha lo que quisiera y lanzar a los cuatro vientos Dios sabe qué habladurías de todo tipo… Había hecho mal, sí, había hecho muy mal.

«Soy un necio», se repetía constantemente.

Pasó muy mala noche. Ciertos insectos, diminutos y muy revoltosos, no cesaban de acribillarle con sus picaduras, tan dolorosas, que no hacía más que rascarse el lugar afectado al mismo tiempo que exclamaba:

«¡Ojala os lleve el diablo a todos, a vosotros y a Nozdriov!»
Era muy temprano cuando se levantó. Después de haberse puesto la bata y las botas se encaminó, cruzando el patio, a la cuadra, donde dio orden a Selifán de que enganchara en seguida. Al regresar, mientras atravesaba el patio, tropezó con Nozdriov, que iba también con bata y que llevaba la pipa entre los dientes.

Nozdriov le deseó los buenos días amigablemente y le preguntó qué tal había dormido.

—Así, así —contestó Chichikov con sequedad.

—Pues yo, hermano —prosiguió Nozdriov—, he pasado la noche soñando unas cosas repugnantes que incluso da asco recordarlas. Y después de lo de ayer, me ha quedado en la boca un sabor tan desagradable, que parece como si dentro de ella hubiera estado durmiendo un escuadrón entero. Imagínate que he soñado que me molían a golpes. ¡Así como lo oyes! ¿Y sabes por obra de quién? Estoy seguro de que no lo acertarías: el subcapitán Potseluiev y Kuvshinnikov.

«No estaría nada mal —se dijo Chichikov— que te arrancaran la piel a tiras, pero de verdad.»

— ¡Qué mal me lo hacían pasar! Me desperté y, ¡demonio!, algo me picaba realmente. De seguro que eran malditas pulgas. Bueno, ve y vístete, ahora regreso. Antes he de reñir al sinvergüenza del administrador.

Chichikov se marchó a su habitación para lavarse y vestirse. Una vez aseado se dirigió al comedor; en la mesa habían puesto ya una botella de ron y un servicio de té. Aún eran muy visibles las huellas de la comida del día anterior. Todavía no habían pasado la escoba por allí; en el suelo se hallaban las migas de pan de la víspera, y el mantel continuaba sucio por la ceniza del tabaco.

Poco después entró el propietario. Llevaba la misma bata de antes, que dejaba al descubierto el pecho, en el que crecía algo parecido a una barba. Con su pipa en la mano y bebiendo el té a sorbos, habría recordado la figura de uno de esos pintores a quienes no les satisfacen como modelos los señores relamidos y repeinados, como los que aparecen en los carteles de anuncio de las barberías, o con el pelo recortado.

—Bueno, ¿en qué estás pensando? —preguntó Nozdriov tras un corto silencio—. ¿Quieres que juguemos una partidita a ver si me ganas las almas muertas?

—Te dije repetidas veces que no juego. Pero si quieres vendérmelas, te las compraré.

—No quiero vendértelas, es una cosa que no debe hacerse entre amigos.

No tengo por qué beneficiarme de diablo sabe qué. Es muy distinto jugarlas al monte. Aunque sólo sea una partida, ¿tampoco aceptas?

—Ya he dicho que no.

— ¿Y te niegas también a cambiar?
—Sí.
—Escucha, podemos jugar a las damas. Si me ganas son tuyas. La verdad es que poseo demasiados muertos a los que es preciso borrar del registro. ¡Eh, Porfiri! Ve a buscar el tablero de las damas.

—No insistas, no pienso jugar.
—Esto no es lo mismo que jugar al monte. Aquí no caben la suerte ni los engaños. Gana el que sabe más. Y te advierto que no sé jugar nada absolutamente, de manera que tendrás que darme alguna ventaja.

«¡Aceptaré! —se dijo Chichikov para sus adentros—. A las damas sé yo jugar bastante bien y no le será nada fácil engañarme con sus trampas.»

—Está bien, conformes. Jugaremos a las damas.
— ¡Las almas muertas contra cien rublos!
— ¿Para qué? Contra cincuenta bastará.
—No, ¿qué es eso de apostar cincuenta rublos? Valdrá más que yo añada también un cachorro de medio pelo o un broche de oro.

—Como te parezca —repuso Chichikov.

— ¿Qué ventaja me vas a dar? —le preguntó Nozdriov.

— ¿Ventaja? Por supuesto que ninguna.

—Cuando menos deja que sea yo quien salga y permíteme hacer dos jugadas.

—No, yo también juego mal.

—Ya conocemos a los que dicen jugar mal —replicó Nozdriov mientras hacía avanzar una ficha, al mismo tiempo que empujaba otra con la manga de su bata.

—Hace mucho tiempo que no he jugado a las damas —dijo Chichikov moviendo a su vez una ficha—. ¡Eh, oye! ¿Qué significa esto, hermano? Ponla en el lugar que le corresponde —exclamó Chichikov.

— ¿Qué dices?
—Que pongas esa ficha en su lugar —dijo Chichikov Mientras veía ante sus propios ojos cómo otra ficha parecía ir directamente a dama; sólo Dios sabía de dónde había salido—.

No —dijo levantándose—, es imposible jugar contigo. Este no es modo de jugar, moviendo tres fichas a un tiempo.

— ¿Tres fichas dices? Ha sido un error. Una se ha adelantado sin querer, si lo prefieres la volveré atrás.

—Pero la otra, ¿de dónde ha salido?

— ¿Cuál quieres decir?
—Esa que va a coronar.
— ¡Pues sí que es buena! ¿No lo recuerdas?
—No, hermano, llevo bien la cuenta de las jugadas y me acuerdo de todas. Esta acabas de ponerla ahí. Su lugar es éste.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Cuál es su sitio? —preguntó Nozdriov enrojeciendo hasta las orejas—. Por lo que puedo observar, hermano, eres un mentiroso.

—No, hermano, el mentiroso eres tú, aunque la cosa no te ha salido bien.

— ¿Por quién me tomas? —replicó Nozdriov—. ¿Acaso piensas que te voy a engañar?

—No te tomo por nadie, pero no jugaré más contigo.

— ¡No, ahora no te puedes echar atrás! —gritó Nozdriov un tanto enfurecido—. La partida ya está comenzada.

—Está en mi derecho dejarla, y por lo tanto la dejo, ya que no juegas como persona decente.

— ¡Mentira! ¡No puedes hablar así!

—No, hermano, quien está mintiendo eres tú.
—No he hecho ninguna trampa ni tienes por qué negarte. Has de acabar la partida.—No lo lograrás —contestó Chichikov con frialdad, tras lo cual se acercó al tablero y revolvió todas las fichas.

Nozdriov se dejó arrastrar por la furia que le invadía y se aproximó tanto a Chichikov que éste tuvo que retroceder dos pasos.

— ¡Te voy a obligar a que juegues! Da igual que hayas revuelto todas las fichas, me acuerdo muy bien de las jugadas. Volveremos a ponerlas tal como estaban.

—No, hermano, esto se acabó. No jugaré contigo.
— ¿Qué; te niegas a jugar?
—Tú mismo ves que no es posible jugar contigo.
—Dime claramente si quieres jugar o no —exclamó Nozdriov aproximándose otra vez a Chichikov.

— ¡No, no quiero! —gritó Chichikov, quien no obstante se llevó las manos a la cara a fin de prevenir cualquier eventualidad, ya que aquella disputa se había puesto realmente demasiado violenta.

Su precaución fue muy oportuna, pues Nozdriov alzó la mano… y habría podido suceder muy bien que una de las preciosas y rollizas mejillas de nuestro protagonista se hubiera visto cubierta por una afrenta imborrable. Pero tuvo la buena fortuna de desviar el golpe, cogió a Nozdriov por ambas manos y se las sujetó con toda la fuerza de que era capaz.

— ¡Porfiri! ¡Pavlushka! —comenzó a gritar Nozdriov intentando desasirse.

Cuando oyó esta llamada, a fin de que la servidumbre no fuera testigo de una escena tan corruptora, y dándose cuenta de que de nada valdría sujetar a Nozdriov, Chichikov disminuyó la presión de sus manos. En este instante llegó Porfiri y detrás de él Pavlushka, un robusto mozo con quien llevaba todas las de perder.

— ¿De modo que te niegas a concluir la partida? —inquirió Nozdriov—. ¡Contesta claramente!

—No es posible concluirla —repuso Chichikov volviéndose hacia la ventana. Su coche le esperaba ya a punto. Selifán parecía aguardar una indicación suya para aproximarse al portal. Pero era absolutamente imposible salir de la estancia, con los dos forzudos mozarrones que le cerraban el paso.

— ¿Te niegas a concluir la partida? —repitió Nozdriov, cuyo rostro estaba más encendido que la grana.

—La terminaría si tú te condujeras como hombre honrado. Pero así no es posible.

— ¡Conque no es posible, miserable! ¡No es posible porque has advertido que llevabas las de perder! ¡Azotadlo! —gritó fuera de sí dirigiéndose a Porfiri y Pavlushka, al mismo tiempo que él empuñaba su larga pipa de cerezo.

Chichikov palideció terriblemente. Intentó decir algo, pero sintió que sus labios se movían sin que de ellos saliera sonido alguno.

— ¡Azotadlo! —repitió Nozdriov avanzando un paso con la pipa de cerezo en la mano, acalorado y bañado en sudor, como si se dispusiera a asaltar una inexpugnable fortaleza—. ¡Azotadlo! —repitió de nuevo con la misma voz con que, al prepararse para el asalto definitivo, grita a su sección: « ¡Adelante, muchachos!» un esforzado teniente tan famoso ya por su valentía que cuando se acerca el momento de una ardua acción sus superiores reciben invariablemente la orden de contenerlo. Sin embargó, el teniente, arrastrado ya por la pasión del combate, no es capaz de entender lo que le dicen. Se imagina estar delante de Suvorov y se precipita a lo más enconado de la lucha. « ¡Adelante, muchachos!», sigue gritando mientras avanza, sin pararse a pensar que con su acción desbarata el plan general del asalto, que miles y miles de bocas de fusil asoman por las aspilleras de las inexpugnables murallas, que se alzan hasta las nubes, que su impotente sección será aniquilada y que ya va zumbando por los aires la bala fatal que hará callar su atronadora garganta.

Pero si Nozdriov era la imagen y semejanza del valeroso teniente que se halla fuera de sí, la fortaleza contra la que se dirigía no era precisamente inexpugnable. Por el contrario, la fortaleza estaba de tal modo sitiada por el temor, que su alma se había ocultado en los mismos talones. Ya la silla con la que pensaba defenderse se la habían quitado de las manos los forzudos mozarrones, ya se disponía, más muerto que vivo, con los ojos cerrados, a probar la dureza de la pipa circasiana del propietario. Y Dios sabe lo que habría sucedido. Pero los hados le fueron propicios y contribuyeron a salvar las espaldas, los costados y todas las dignas partes de nuestro protagonista. De pronto, como si hubiera bajado de las nubes, se oyó el tintineo de una campanilla, resonó con toda claridad el estrépito de las ruedas de un coche que se aproximaba al portal, e incluso llegó hasta el mismo aposento el resoplo de los sudorosos caballos cuando se detenían.

Instintivamente todos dirigieron sus miradas a la ventana: cierto señor, de espesos bigotes y levita de corte militar, se apeó del coche. Se informó antes en el zaguán y penetró en la estancia en el preciso instante en que Chichikov, sin tiempo para reponerse del susto, ofrecía el más lamentable aspecto en que se viera jamás a un mortal.

—Permítame, ¿quién de los presentes es el señor Nozdriov? —preguntó el recién llegado, quien se quedó contemplando un tanto atónito a Nozdriov, que aún empuñaba su pipa a manera de palo, y Chichikov, quien por entonces comenzaba a reponerse del mal trago pasado.

—Permítame que primero le pregunte con quién tengo el honor de hablar —inquirió a su vez Nozdriov mientras se acercaba al desconocido.

—Soy capitán de la policía rural.
— ¿Y qué es lo que desea?

—He venido a hacerle saber que se halla usted a disposición del tribunal hasta que sea vista su causa.

— ¿Qué necedad es ésa? ¿Qué causa dice usted? —preguntó Nozdriov.

—Está usted acusado de haber ofendido al terrateniente Maximov en persona. Se encontraba usted ebrio y le dio unos cuantos vergajazos.

— ¡Mentira! ¡Nunca he visto a ningún terrateniente llamado Maximov!

—Permítame decirle, señor, que soy un oficial. ¡A su servidumbre puede hablarle de este modo, pero no a mí!

En este punto estaba la conversación cuando Chichikov, sin aguardar la contestación de Nozdriov, se precipitó a coger su gorra y, pasando por detrás del capitán de policía, se fue deslizando hasta el portal, donde subió inmediatamente a su coche y dio orden a Selifán de que arreara los caballos a todo galope.


Enlace a Capítulos 5 y 6

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One thought on “Almas muertas – Mykola Hóhol – Capítulos III y IV

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