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CAPITULO VII
¡Feliz el viajero que, tras un largo y monótono viaje, con sus fríos y barros, con los jefes de posta que jamás han dormido lo suficiente, y con el repiqueteo de las campanillas, con los arreglos, las discusiones, los cocheros, los herreros y demás personas de mal vivir, que se tropieza en el trayecto, distingue, por fin, el familiar techo con las luces que acuden a su encuentro, y se figura los conocidos aposentos, las jubilosas exclamaciones de los que vienen a recibirle, el estrépito y las carreras de los chiquillos, y las sedantes y reposadas charlas interrumpidas por las febriles caricias capaces de alejar de la memoria todo recuerdo penoso! ¡Feliz el padre de familia, pero infortunado el soltero!
¡Feliz el escritor que abandona los caracteres poco gratos y aburridos que asombran por la tristeza que infunden en el alma y se aproxima a caracteres en los que se manifiestan las elevadas cualidades del ser humano, que de la gran multitud de personajes que se le presentan a diario, se limita a escoger las contadas excepciones, que nunca traiciona la excelsa canción de su lira, no desciende de la cima en que se halla hasta sus hermanos mezquinos y míseros, y, alejado del suelo, se entrega en cuerpo y alma a sus sublimes imágenes!

Mucho más envidiable es su hermosa suerte: se encuentra entre ellas igual que en el seno de su propia familia y, no obstante, su fama se extiende hasta llegar a los más apartados confines. Su obra es un humo embriagador que cubre como un velo los ojos de los hombres; los adula hasta el máximo, disimula lo que en la vida hay de desagradable y les manifiesta lo que de hermoso hay en el hombre. Los aplausos van tras él y todos siguen su carro triunfal. Es proclamado gran poeta del universo, que alza su vuelo muy por encima de los demás genios del mundo, de igual modo que el águila se remonta sobre cualquiera de las aves que a más altura suben. Su nombre basta para hacer palpitar a los fogosos corazones de la juventud, lágrimas de agradecimiento tiemblan en todos los ojos… Nadie se le puede comparar en poderío, ¡es un dios!
Otra suerte, otro destino espera al escritor que se atreve a sacar a la superficie todo cuanto a cada instante se nos presenta ante nuestros ojos y que, llenos de indiferencia no ven todo el horrible y espantoso cúmulo de pequeñeces que rodean nuestra vida, todo el abismo de los caracteres fríos y desgarrados que vemos diariamente, que tan abundantes son en esta tierra nuestra, nuestro camino en ocasiones aburrido y amargo, y que con la ruda fuerza del inexorable cincel los presenta vivamente, con todo relieve, a la contemplación de los humanos. No llevará tras sí los aplausos de la muchedumbre, no verá lágrimas de gratitud ni el unánime entusiasmo de las almas a las que haya logrado conmover. No se precipitará a su encuentro la jovencita de dieciséis años, movida por un impulso heroico. No se adormecerá en el plácido encanto de los sones que él mismo ha arrancado. No eludirá, por último, el juicio frío e hipócrita de sus contemporáneos, que llamarán mezquinas y ruines las obras que él creó con tanto cariño, le arrinconarán en el detestable zaguán destinado a los escritores que ofenden a la Humanidad, le atribuirán las cualidades que caracterizan a los personajes modelados por él mismo, y negarán el corazón, el alma y el fuego divino del talento.
Pues el tribunal de los contemporáneos se niega a admitir como igualmente prodigiosas las lentes que se utilizan para la contemplación de los soles y las que nos muestran los movimientos de apenas perceptibles insectos. Asimismo se niega a admitir que se necesita un alma muy elevada para transformar en una perla de la creación el cuadro tomado de la vida miserable. También se niega a admitir que la risa entusiasta y fuerte merece figurar a idéntica altura que el impulso lírico, y que media un tremendo abismo entre esa risa y las muecas del histrión de las barracas de feria. Igualmente se resiste a admitir todo esto; lo transformará todo en insultos y reproches para el escritor incomprendido. Sin nadie que sienta como él ni se haga eco de su voz, sin un solo ademán de simpatía, como el viajero que carece de familia, se encontrará solo en medio del camino. Ardua es su empresa y experimentará con amargura el peso de su soledad.
Un extraño poder determina que aún le queda por hacer un extenso recorrido del brazo de sus particulares héroes, que aún ha de contemplar la vida que cruza como una enorme masa, contemplarla a través de las risas, de las que el mundo se da cuenta, y a través de las lágrimas, a las que el mundo no advierte ni tiene noción de que existan.
Se halla todavía lejos el tiempo en que la horrible tempestad de la inspiración mane de otras fuentes, salga de la mente, cubierta por un sagrado horror y un halo de luz, y se oiga, con confuso estremecimiento, el poderoso trueno de otras palabras…
¡Adelante, adelante! ¡Fuera la arruga que surca la frente y la huraña expresión del rostro! Introduzcámonos de una vez en la vida, con todo su mudo chisporroteo y sus cascabeles, y veamos qué se ha hecho de Chichikov.
Chichikov, habiéndose despertado, se desperezó y advirtió que había dormido bien. Durante un par de minutos permaneció boca arriba, hizo una mueca y con el rostro radiante se acordó de que era dueño y señor de casi cuatrocientas almas. Saltó de la cama y ni siquiera se preocupó de mirarse al espejo el rostro, que él amaba sinceramente y en el que, según parece, lo más atractivo para él era la barbilla, ya que con mucha frecuencia alardeaba de ella ante los amigos, especialmente cuando se estaba afeitando. «¡Fíjate —acostumbraba a decir mientras su mano se deslizaba por la cara— qué barbilla tengo! ¡Es totalmente redonda!» Sin embargo en esta ocasión no se detuvo a mirarse la barbilla ni el rostro, sino que directamente, tal como estaba, se dispuso a calzarse las botas de tafilete con adornos de distintos colores, unas de esas botas que en tan enormes proporciones vende la ciudad de Torzhok gracias a la negligencia del espíritu ruso, y engalanado al igual que los escoceses, en camisa, echando al olvido la gravedad y la conveniencia de su mediana edad, dio dos saltos, dándose unos hábiles golpes por el talón.

En seguida puso manos a la obra. Se dirigió al cofrecillo, comenzó por frotarse las manos con idéntica satisfacción con que lo hace un incorruptible juez de los zemstvos*, que cuando inicia una investigación se aproxima a la mesa para tomar una copa y un bocado, y a continuación extrajo de él los papeles.
Se trata de un sistema de organizaciones autónomas de la administración local en las provincias y distritos; entendían en diversas cuestiones, como justicia, hospitales, enseñanza primaria…

Quería concluir lo antes posible con el asunto sin más dilaciones, redactar él mismo la escritura y copiarla a fin de no tener que pagar nada a los oficinistas. La fórmula oficial se la sabía de memoria y escribió sin vacilar con mayúsculas:
«Año mil ochocientos y tantos», y después, ahora con minúsculas: «El terrateniente Fulano de Tal», añadiendo todos los datos precisos.
Al cabo de dos horas lo tenía todo terminado. Cuando después echó una mirada a aquellos pliegos con los nombres que en otro tiempo habían sido campesinos, que trabajaron, labraron, bebieron, guiaron coches y engañaron a sus amos, o sencillamente fueron buenos campesinos, una indefinible y extraña sensación se apoderó de él. Cada uno de aquellos papeles parecía estar dotado de su propio carácter, y a través de él era como si cada campesino adquiriera igualmente un carácter particular. Los campesinos de la Korobochka poseían la mayoría sus apodos y remoquetes. La relación de Pliushkin destacaba por su laconismo: muchas veces constaban únicamente las iniciales del nombre y patronímico, y a continuación dos puntos, Sobakevich sorprendía por la exorbitante cantidad de minuciosos detalles, entre los que no había olvidado indicar todas las cualidades de cada campesino.
De uno se afirmaba: «Es un buen carpintero»; de otro: «Sabe mucho de su oficio y jamás bebe». También señalaba, bastante circunstancialmente, quiénes eran los padres y la conducta de uno y otro. Sólo detrás de un tal Fedotov había escrito: «De padre desconocido; su madre es la criada Kapitolina, pero posee un buen carácter y no roba». Todos esos detalles conferían como un aspecto de vida, era como si los campesinos vivieran todavía la víspera.
Chichikov permaneció largo rato mirando sus nombres, se sintió conmovido y exclamó suspirando:
— ¡Cuántos os habéis juntado en estas listas! ¿Qué hicisteis cuando vivíais, queridos míos? ¿De qué manera os las componíais para salir adelante?
Y su mirada se detuvo ante un nombre, el de Piotr Saveliev DespreciaTina, conocido nuestro, y que en otros tiempos pertenecía a la terrateniente Korobochka. Chichikov no pudo contenerse y dijo:
— ¡Qué largo eres! ¡Tú sólo ocupas toda la línea. ¿A qué te dedicabas? ¿Eras operario, o, sencillamente un campesino? ¿Qué género de muerte te arrebató de este mundo? ¿Acabaste en la taberna, o te aplastó un carro mientras dormías en medio del camino?
«Stepan Probka, carpintero, no bebe». ¡Ah! ¡Aquí aparece Stepan Probka, el bogatir que habría servido para la guardia! Sin duda caminaste por toda la provincia con tu hacha en la cintura y las botas colgando del hombro, te alimentabas con un kopec de pan y dos de pescado ahumado, habrías guardado en tu bolsa cien rublos para llevártelos a casa, y quizá habrías cosido en tu pantalón de lienzo o metido en las botas el dinero que destinabas a pagar las cargas que debías. ¿En qué lugar llegaste al final de tus días? Te subiste, impulsado por las ansias de ganar más, hasta la cúpula de cualquier iglesia, o quizá llegaste a la misma cruz, resbalaste y caíste contra el suelo, y sólo algún tío Mijei, que se hallaba por los alrededores, dijo, mientras te contemplaba y se rascaba el bigote: «¡Ay, Vania, qué mala suerte has tenido!», y después, habiéndose anudado una cuerda a la cintura, subió a ocupar tu puesto.
—”Maxim Teliatnikov, zapatero.” ¡Vaya, zapatero! Según la expresión popular, “borracho como un zapatero”. Te conozco, amigo, sé muy bien quién eres. Si lo deseas, estoy dispuesto a contarte tu historia. Te enseñó el oficio un alemán que os daba de comer a todos reunidos, os sacudía con el tirapié siempre que cometíais una mala acción y no permitía que salierais a la calle a hacer travesuras. Eras un magnífico zapatero y el alemán nunca dejaba de ensalzarte al hablar con su esposa o con algún compañero. Y una vez tu aprendizaje llegó a su fin, te dijiste: “Ahora voy a establecerme por mi cuenta. Sin embargo, no haré como el alemán, que sólo busca el kopec, sino que pienso enriquecerme de una vez”. Te comprometiste con tu señor a pagarle un censo anual bastante elevado, abriste tu pequeño taller, tomaste una infinidad de encargos y diste principio a tu trabajo. Lograste adquirir a la tercera parte del precio normal un cuero estropeado y por cada par ganabas más del doble de lo que ganaba el alemán. Pero dos semanas más tarde tus botas estaban ya rotas y las reclamaciones que recibiste fueron extremadamente enérgicas. Tu taller quedó vacío y comenzaste a beber y a revolcarte por las calles, sin dejar de decir: “Las cosas de este mundo no van nada bien. Los rusos no pueden vivir, los alemanes les están estorbando siempre”.
Al llegar a este punto Chichikov leyó: «Elisaveta Vorobei» ¡Vaya! ¡Una mujer! ¿Cómo era que se encontraba en la relación? El canalla de Sobakevich le había engañado hasta en eso. Realmente, se trataba de una mujer. Era poco menos que imposible decir cómo había ido a parar a la relación, pero su nombre había sido escrito con tanta habilidad, que de lejos se podía pensar que se trataba de un hombre, de tal modo resultaba Elisavet en lugar de Elisaveta. No obstante, Chichikov no le dio gran importancia y lo único que hizo fue tacharlo.
—«Grigori Irás no Llegarás.» ¿Cómo deberías ser tú? ¿Eras un cochero que logró poseer tres caballos y un cochecillo, que te marchaste para siempre de tu casa, la madriguera en que viste la luz, y te dedicaste a trasladar a los comerciantes de una feria a otra? Perdiste la vida en un camino, o fuiste muerto por tus mismos compañeros a causa de la mujer de un soldado, rechoncha y colorada, o un vagabundo de losvbosques se prendó de tus manoplas de cuero y de tus caballejos, resistentes aunque presentaran un aspecto nada atrayente. O tal vez tú mismo, medio recostado, permaneciste reflexionando durante largo rato y a continuación, sin más ni más, te dirigiste a la taberna, arrojándote después al río por un boquete abierto en el hielo, y si te he visto no me acuerdo. ¡Esos rusos! ¡Les molesta morir de muerte natural!
—¿Y vosotros, queridos? —continuó mirando de nuevo el papel en que constaban los siervos fugitivos de Pliushkin—. Vosotros, a pesar de que estéis vivos, pocos beneficios podréis reportarme. ¿Hacia dónde os conducen ahora vuestros veloces pies? ¿Os encontrabais mal con Pliushkin, o es quizá que vuestro espíritu aventurero os llevó a los bosques, donde os dedicáis a desvalijar a todo el que pasa por allí? ¿Os halláis en la prisión o bien estáis sirviendo a otros señores y labráis la tierra? Eriomin Kariaguin, Nikita Volokita, y el hijo de este último, Antón Volokita; a juzgar por sus apellidos, éstos tres eran buenos corredores. Popov, un sirviente, tiene que saber de letras; éste no se valía del cuchillo, sino que robaba guardando siempre las apariencias.
Sin embargo el capitán de la policía rural te detiene por ir indocumentado. “¿A quién perteneces?”, te pregunta agregando en tan propicia ocasión varias palabras gruesas. “Al terrateniente Fulano de Tal”, contestas tú sin vacilar. “¿Y qué haces por aquí?”, vuelve a preguntar el capitán. “Se me ha permitido trabajar fuera de la hacienda a cambio de un canon”, respondes tú, decidido. “Bueno, enséñame tu pasaporte.” “Yo no lo tengo, sino mi amo; trabajo en el taller de Pimenov.” “Pues que venga Pimenov. ¿Eres tú Pimenov?” “Sí, soy yo.” “¿Te dio su pasaporte?” “No, no me dio ningún pasaporte.” “¿Por qué no dices la verdad?”, replica el capitán, añadiendo una palabra gruesa. “Así es —contestas tú hábilmente—, no se lo pude dar a él porque llegó muy tarde a casa; se lo entregué a Antip Projorov, el campanero, para que me lo guardara.” “Bien, que venga el campanero. ¿Te entregó su pasaporte?” “¡Qué va, no me entregó nada!” “¡De nuevo estás mintiendo! —replica el capitán con el aditamento de una palabra gruesa—. ¿Qué has hecho de tu pasaporte?” “Lo tenía —respondes tú de pronto—, pero seguramente lo perdí por el camino” “El capote del soldado —continúa el capitán intercalando algunas palabras gruesas—, ¿por qué lo robaste? ¿Y por qué robaste al cura un cofre repleto de monedas de cobre?” “Yo no hice tal —objetas tú en seguida—. Jamás he tomado parte en ningún robo.” “Entonces, ¿cómo es que tenías tú el capote?”
“Lo ignoro; sin duda lo traería alguien.” “¡Eres un pedazo de animal, un pedazo de animal! —exclama el capitán moviendo la cabeza y poniéndose en jarras—. ¡Eh, vosotros, ponedle grillos en los pies y conducidlo a la cárcel!” “Como usted ordene, encantado”, contestas tú. Sacas la tabaquera de tu bolsillo y la ofreces amablemente a los dos inválidos que te ponen los grillos, y a continuación les preguntas cuánto tiempo hace que están licenciados y en qué guerra estuvieron. Y te quedas en prisión mientras el tribunal decide acerca de tu causa. Por último, el tribunal toma la resolución de que se te traslade de la cárcel de Tsarevokokshaisk a la de tal ciudad, donde el nuevo tribunal acuerda que seas trasladado otra vez a cualquier Vesiegonsk. Y de este modo vas de una cárcel a otra, pasas revista a tu nuevo hogar y dices:
“En Vesiegonsk se está mejor, incluso se puede jugar a la taba, hay más gente y también más sitio”. ¡Abakum Firkov! ¿A qué te dedicas tú, amigo? ¿Por qué parajes andas? ¿Llegaste hasta el Volga y te agradó la vida libre de los sirgadores?…
Cuando llegó a este punto, Chichikov se detuvo y permaneció pensativo.
¿En qué pensaba? ¿Meditaría en la suerte de Abakum Firkov o en la suya propia, igual que cualquier ruso, sea cual fuere su edad, condición y medios de vida, cuando reflexiona en la vida libre y sin trabas? Así es, ¿dónde se halla Firkov? Se divierte con estrepitoso alborozo en cualquier embarcadero de trigo, donde le han contratado los comerciantes. Luciendo cintas y flores en los sombreros, la multitud de sirgadores se divierte, despidiéndose de sus queridas y mujeres, altas y esbeltas, adornadas con cintas y collares de monedas. De lado a lado bulle la plaza entre cantos y bailes.
Mientras tanto los cargadores, entre la batahola de gritos, discusiones y voces de estímulo, cargan sobre sus espaldas con ayuda de un gancho hasta nueve puds y vuelcan ruidosamente el trigo y los guisantes en el interior de las panzudas barcazas, depositan los sacos de mijo y de avena, y a lo lejos se advierten a lo largo y ancho de la plaza los sacos amontonados en forma de pirámides, como si se tratara de bombas, constituyendo un gran arsenal de cereales, hasta que todo esto es transportado a las hondas embarcaciones que, en interminable flota, se pondrán en marcha en cuanto llegue el deshielo de primavera.
¡Entonces os tocará el turno a vosotros para trabajar, sirgadores! Todos a una, igual que antes os divertíais y os dedicabais a vuestras locuras, os llegará la hora de trabajar y sudar, y mientras tiráis de la sirga entonaréis un canto tan interminable como la propia Rusia.
— ¡Cómo, son ya las doce! —exclamó por último Chichikov al mirar su reloj—. Me he entretenido demasiado, ¡Si cuando menos hubiera hecho alguna cosa práctica! Pero lo único que he hecho ha sido pensar tonterías. ¡En verdad que soy un estúpido!
Y tras estas palabras, pasó de la indumentaria escocesa a la europea, se ciñó muy apretado con su cinturón el vientre, algo voluminoso, se echó unas cuantas gotas de agua de colonia, cogió una gorra de abrigo y, llevando los papeles bajo el brazo, se dirigió a la Cámara Civil, con el fin de formalizar su adquisición. Las prisas no eran resultado del temor de llegar tarde; eso no le producía temor alguno, ya que conocía al presidente, y éste podía acortar y alargar, a su gusto, las horas de oficina, de igual modo que el antiguo Zeus de Romero, que alargaba los días o enviaba en seguida la noche cuando quería que concluyera la batalla de sus héroes favoritos, o deseaba que la alargaran hasta el final. Se debía a que él mismo sentía deseos de poner fin al asunto lo antes posible. Hasta ese momento estaría inquieto y violento.
No obstante esto, no podía dejar de pensar que las almas no eran totalmente auténticas y que en casos como éste la mejor solución era librarse cuanto antes del fardo. Acababa de salir a la calle, meditando acerca de todo esto, mientras llevaba sobre sus hombros una piel de oso forrada con paño marrón, cuando al girar una esquina se encontró frente a frente con un señor que llevaba asimismo una piel idéntica a la suya en todo, y un gorro provisto de orejeras. El señor lanzó una exclamación: era Manilov.
En seguida se estrecharon en un abrazo y en esta postura permanecieron por espacio de unos cinco minutos. Se dieron mutuamente unos besos tan fuertes, que los dos sufrieron casi todo el día de dolor de dientes.
A Manilov el júbilo le dejó en el rostro sólo la nariz y los labios, puesto que sus ojos habían desaparecido por completo. Durante más o menos un cuarto de hora retuvo entre las suyas la mano de Chichikov, calentándosela considerablemente. Empleando los términos más finos y gratos contó cómo se había precipitado a dar un abrazo a Pavel Ivanovich, y al final añadió un cumplido de los que solamente se dirigen a la jovencita con quien se dispone uno a bailar. Chichikov se quedó boquiabierto, y no sabía cómo agradecérselo, cuando Manilov sacó de debajo de su abrigo un pliego enrollado y atado con una cinta de color rosa, que dio a Chichikov muy diestramente con sólo dos dedos.
— ¿Qué es eso?
—Es la relación de los campesinos.
— ¡Ah!
Chichikov procedió a desenrollar el papel y le dirigió una ojeada, admirándose de la pulcritud con que estaba escrito y de la belleza de la letra.
—Está escrito de un modo irreprochable —dijo—. Ni siquiera será preciso copiarlo. ¡Y por añadidura lleva un adorno! ¿Quién ha hecho esta magnífica orla?
—No me lo pregunte —objetó Manilov.
— ¿La ha hecho usted?
—No, mi esposa.
— ¡Santo Dios! Realmente me siento abochornado por haberle ocasionado tantas molestias.
—No hay molestias cuando se trata de Pavel Ivanovich.
Chichikov, agradecido, hizo una reverencia. Cuando se enteró de que se encaminaba hacia la Cámara con objeto de legalizar la escritura, Manilov manifestó deseos de ir con él. Los dos amigos continuaron juntos, cogidos del brazo. En cualquier desnivel del terreno, incluso en las más leves subidas y bajadas, Manilov sujetaba a su compañero y lo levantaba casi en vilo, diciéndole con una amistosa sonrisa que en modo alguno podía consentir que Pavel Ivanovich se lastimara los pies.
Chichikov se sentía avergonzado y no sabía cómo darle las gracias, ya que advertía que era un tanto pesado. De esta manera, en un incesante intercambio de favores, llegaron finalmente a la plaza en la que se hallaban las oficinas públicas.
Estas ocupaban un gran edificio de mampostería que constaba de tres plantas, blanco como el azúcar, sin duda para simbolizar la pureza de las almas de los funcionarios que en él se cobijaban. Los demás edificios no guardaban relación alguna con las desmesuradas proporciones del primero.

Eran la garita del centinela, frente a la cual se encontraba un soldado armado de fusil, dos o tres paradas de coches de punto y, por último, unas vallas muy largas pintarrajeadas con los dibujos e inscripciones propios de estos lugares, trazados con tiza y carbón. En aquel solitario paraje, que era lo que en nuestro país se suele conocer con el nombre de hermosa plaza, no se veía nada más.
En algunas ocasiones, por las ventanas de la planta segunda y también de la tercera, aparecían las insobornables cabezas de los sacerdotes de Temis*, que se escondían inmediatamente, de seguro porque en aquel instante llegaba el jefe. Los dos amigos no subieron la escalera como es habitual, sino que lo hicieron corriendo, pues Chichikov, ansioso por huir del apoyo de la mano de Manilov, aceleraba el paso, al mismo tiempo que Manilov, a su vez, volaba, intentando impedir que Chichikov se cansara, motivo por el cual ambos se hallaban extraordinariamente sofocados al introducirse en el lóbrego pasillo. Ni éste ni las estancias llamaban la atención por su aseo. En aquellos tiempos no había aún quien se ocupara de eso, y lo que estaba sin barrer, sucio se quedaba, sin adquirir un aspecto atrayente. Temis recibía sus visitas sin cumplidos, tal como estaba, de trapillo.
*
Es la diosa griega de la justicia
Tendríamos que describir aquí las oficinas por las que pasaron nuestros héroes, pero el autor experimenta una terrible timidez cuando se trata de oficinas públicas. Incluso en las ocasiones en que se le presentó la oportunidad de acudir a alguna de noble y radiante apariencia, con resplandecientes suelos y muebles, siempre trató de evadirse cuanto antes, sin alzar la mirada, mansamente, y de ahí que no tenga la más mínima noción acerca de cómo florecen y prosperan esos lugares.
Nuestros héroes pudieron ver numerosos papeles, unos en borrador y otros pasados a limpio, cabezas inclinadas, anchas nucas, fraques, levitas de corte provinciano e incluso alguna simple chaquetilla de color gris claro que destacaba mucho de lo demás. Su dueño, con la cabeza ladeada y casi pegada al muro, copiaba hábilmente algún acta de expropiación de tierras o de embargo de una hacienda que hubiere sido arrebatada a algún pacífico propietario, el cual continuaba aguardando el fin de sus días en ella donde había tenido hijos y nietos. Asimismo se escuchaban frases pronunciadas con voz ronca: «Fedoseis Fedoseievich, hágame el favor de entregarme el expediente número 368». «Tiene usted la mala costumbre de poner el corcho del tintero en un sitio donde nadie consigue encontrarlo.»
Algunas veces, una voz más majestuosa, que seguramente pertenecía a uno de los jefes, resonaba altanera: «Toma, copia esto, o me llevaré tus botas y te dejaré seis días en ayunas.»

El rasgueo de la pluma originaba igual ruido que el de diversos carros repletos de ramas que cruzaran un busque cubierto de un palmo de hojas secas.
Chichikov y Manilov se dirigieron hacia la primera mesa, ocupada por dos funcionarios de poca edad, y les preguntaron:
— ¿Tendrían ustedes la bondad de indicarnos cuál es la mesa en que se encargan de los asuntos referentes a los siervos?
— ¿Y qué es lo que quieren ustedes? —preguntaron ambos funcionarios volviéndose hacia ellos.
—Tengo que presentar una solicitud.
— ¿Qué ha comprado?
—Lo que yo deseo saber es dónde se encargan de los asuntos de los siervos. ¿Es aquí, o en otra mesa?
—Primero dígame qué ha adquirido y a qué precio, y entonces le indicaremos cuál es. De lo contrario no se lo podemos decir.
Chichikov advirtió en seguida que los funcionarios eran simplemente curiosos, como todo funcionario joven, y pretendían darse importancia.
—Oigan, amigos —replicó—, sé perfectamente que todos los asuntos de los siervos, cualquiera que sea el importe de la operación, se tramitan en el mismo lugar. Por eso les pido que me digan dónde es. Si no están ustedes enterados de la organización de su oficina, iremos a otro.
Los dos funcionarios no contestaron, y sólo uno de ellos señaló con el dedo a un rincón, donde se hallaba un viejo sentado ante su mesa y ordenando sus papeles. Chichikov y Manilov cruzaron por entre las mesas y se aproximaron a él. El viejo permanecía muy abismado en lo suyo.
—Permítame —le dijo Chichikov haciendo una inclinación—, ¿es aquí donde se tramitan los expedientes de siervos?
El viejo levantó los ojos y repuso con toda calma:
—No es aquí donde se tramitan esa clase de expedientes.
— ¿Y dónde entonces?
—En la sección de siervos.
— ¿Y dónde está la sección de siervos?
—Es la que dirige Iván Antonovich.
— ¿Y dónde está Iván Antonovich?
El viejo les indicó, señalando con el dedo, otro rincón de la oficina.
Chichikov y Manilov procedieron a buscar a Iván Antonovich. Este les había dirigido ya una mirada de reojo, pero en aquel preciso instante se abstrajo totalmente en lo que estaba escribiendo.
—Permítame —le dijo Chichikov haciendo una inclinación—, ¿es aquí la sección de siervos?
Iván Antonovich pareció no haber oído; continuó abstraído totalmente en sus papeles y guardó silencio como respuesta. Al momento se advertía que había sentado ya la cabeza, no se trataba de un jovencito parlanchín y botarate. Iván Antonovich parecía haber rebasado con mucho los cuarenta; tenía los cabellos negros y en abundancia; todo el centro de su rostro avanzaba para formar la nariz; era, en resumen, lo que se acostumbra a conocer con el nombre de «cara de jarro».
—Permítame —dijo de nuevo Chichikov—, ¿es aquí la sección de siervos?
—Sí, es aquí —repuso Iván Antonovich volviendo su cara de jarro, y después prosiguió en su ocupación.
—He venido por el siguiente asunto: he comprado cierto número de campesinos a diversos propietarios y pienso llevarlos a otras haciendas, por lo que es necesario legalizar la escritura.
— ¿Se encuentran presentes los vendedores?
—Sólo algunos; de los restantes traigo la correspondiente autorización.
— ¿Trae también la instancia?
—Sí. Yo querría… Tengo prisa… ¿Se podría ultimar hoy mismo el asunto?
— ¿Hoy? Eso no es posible —contestó Iván Antonovich—. Se tienen que pedir informes, comprobar que no hay nada que lo impida.
—Sin embargo, en cuanto a acelerar el asunto, el presidente, Iván Grigorievich, es muy buen amigo mío…
—Iván Grigorievich no está solo. Hay otros también —replicó Iván Antonovich con expresión severa.
Chichikov comprendió la indirecta de Iván Antonovich y dijo:
—Los demás también quedarán contentos. Fui funcionario y conozco…
—Diríjase a ver a Iván Grigorievich —dijo Iván Antonovich suavizando la voz, que se hizo más cariñosa—. Que él dé la orden a quien corresponda, que la cosa no ha de quedar por nosotros.
Chichikov sacó un billete de su bolsillo y lo colocó ante Iván Antonovich quien, como quien no ve la operación, puso con toda rapidez un libro sobre él. Chichikov quería que se diera cuenta de la presencia del billete, pero Iván Antonovich le indicó mediante un movimiento de cabeza que no era preciso. El les conducirá —dijo Iván Antonovich al mismo tiempo que señalaba con la cabeza a uno de los sacerdotes victimarios que se hallaba allí, el cual ofrecía sus sacrificios a Temis con tanto celo que las dos mangas de su traje le habían reventado por los codos, y por esa parte le salía el forro, razón por la cual a su debido tiempo fue ascendido a registrador colegiado.
Dicho sacerdote se puso al servicio de nuestros héroes, de igual modo que en otros tiempos sirvió Virgilio a Dante, y los condujo al despacho del presidente, donde casi no había más que anchos butacones, y en el que, sentado ante la mesa, detrás del zertsalo* y de los enormes tomos, se encontraba, solo como el sol, el jefe. En este lugar, el nuevo Virgilio experimentó tal sentimiento de veneración, que, sin osar avanzar más adelante, dio media vuelta, enseñando su espalda, raída como una harpillera, en la que se había enganchado una pluma de gallina.
*
El zertsalo es un prisma triangular en cuyas caras están escritos los decretos de Pedro el Grande, y que en las oficinas Públicas de Rusia figuraba en lugar visible.
Cuando penetraron en el despacho se dieron cuenta de que el presidente no estaba solo. A su lado se hallaba Sobakevich, a quien el zertsalo tapaba totalmente. Chichikov y Manilov fueron acogidos con exclamaciones. La butaca presidencial se movió estrepitosamente.
Sobakevich se levantó también y se hizo visible en toda su plenitud, con sus largas mangas. El presidente dio un abrazo a Chichikov y el despacho quedó invadido por el rumor de los besos. Los dos se interesaron por su respectiva salud y resultó que ambos padecían dolor de riñones, circunstancia que se atribuyó a su vida sedentaria.
El presidente estaba ya enterado de la adquisición por medio de Sobakevich, a juzgar por las felicitaciones que Chichikov recibió; esto, en los primeros momentos, produjo algún desconcierto a nuestro amigo, sobre todo al ver que Sobakevich y Manilov, con quienes había ultimado el asunto separadamente, se encontraban ahora juntos. No obstante dio las gracias al presidente, y dirigiéndose a continuación a Sobakevich le preguntó:
— ¿Y qué tal va su salud?
—No puedo quejarme, gracias a Dios —repuso Sobakevich.
Y así era, no tenía motivo alguno de queja.
—Usted siempre ha destacado por su excelente salud —dijo el presidente—. Su difunto padre había sido también muy fuerte.
—Sí, iba a menudo a la caza del oso —comentó Sobakevich.
—Pienso —añadió el presidente— que usted tumbaría asimismo un oso si quisiera enfrentarse con él.
—No, no lo conseguiría —objetó Sobakevich—; mi padre era más fuerte que yo —y continuó después de lanzar un suspiro—: Las gentes de ahora no son como las de entonces. Fíjense, por ejemplo, en mi vida.
¿Qué vida es ésa? Se diría que…
— ¿Pero qué tiene de malo su vida? —inquirió el presidente.
—No es buena, no es buena —repuso Sobakevich moviendo la cabeza—Véalo usted mismo, Iván Grigorievich: me acerco ya a los cincuenta y jamás he estado enfermo. Si por lo menos me hubiera dolido la garganta o salido un divieso… No, no es posible que esto acabe bien, algún día tendré que pagarlo —y Sobakevich quedó sumido en un ataque de melancolía.
«¡Ha hallado un buen motivo para quejarse!», se dijeron a la vez para sus adentros el presidente y Chichikov.
—Traigo una esquela para usted —dijo entonces Chichikov, quien sacó de su bolsillo la carta de Pliushkin.
—¿De quién es? —preguntó el presidente, y cuando la hubo abierto exclamó—: ¡Ah, es de Pliushkin! ¡Qué vida ésta! Era un hombre en extremo inteligente y muy rico. En cambio ahora…
—Es un perro —interrumpió Sobakevich—, un granuja, mata a sus gentes de hambre.
—Muy bien, pues sólo faltaría —dijo el presidente después de haber leído la esquela—. No tengo inconveniente alguno en representarlo.
¿Cuándo quiere usted que firmemos la escritura, ahora o en otra ocasión?
—Ahora —repuso Chichikov—. Incluso le pediré que si fuera posible se firmara hoy, ya que tengo intención de marcharme mañana. He traído los contratos y la solicitud.
—Todo eso está muy bien, se hará como usted quiera, pero no permitiremos que se marche tan pronto. Las escrituras estarán listas hoy mismo y hoy podremos firmarlas. Voy a dar la orden —dijo abriendo la puerta que comunicaba con la oficina, la cual rebosaba de funcionarios que presentaban el aspecto de afanosas abejas repartidas en los panales, suponiendo que a los panales se les pueda comparar con los expedientes oficinescos—. ¿Está aquí Iván Antonovich?
—Sí, señor —respondió una voz desde el interior.
—Dígale que venga.
Iván Antonovich, cara de jarro, conocido ya por nuestros lectores, se presentó en la puerta del despacho e hizo una respetuosa inclinación.
—Tome usted, Iván Antonovich, todos esos contratos…
—Acuérdese, Iván Grigorievich —le interrumpió Sobakevich—, de que se necesitarán como mínimo dos testigos por cada parte. Ordene ahora mismo que vayan en busca del fiscal. Jamás tiene que hacer, sin duda estará en su casa. Todo se lo hace el pasante Zolotuja, que es la persona más venal que hay en el mundo. Al inspector de Sanidad tampoco le agobia el trabajo; lo hallarán en su casa, si es que no ha acudido a cualquier parte a jugar a las cartas. Son muchos los que están por aquí cerca que nunca hacen nada: Trujachevski, Begushkin…
—Precisamente, precisamente —exclamó Iván Grigorievich, y ordenó a un oficinista que fuera en su busca.
—También le pediría que hiciera venir al representante de un terrateniente con el que realicé asimismo una operación. Es el hijo del archipreste padre Kiril. Está empleado aquí mismo.
— ¡Por supuesto! También lo haremos llamar —repuso el presidente—. Todo se hará, pero a los funcionarios no les dé nada, se lo suplico. Mis amigos no tienen que pagar.
A continuación dio a Iván Antonovich una orden que, al parecer, a éste no le satisfizo mucho. Los contratos habían influido, por lo visto, de una manera muy favorable sobre Iván Grigorievich, especialmente cuando comprobó que el importe total de las adquisiciones ascendía casi a los cien mil rublos. Miró a Chichikov durante largo rato, como el hombre que siente una gran satisfacción, y por último dijo:
— ¡Vaya, vaya! Ha hecho usted una buena compra, Pavel Ivanovich.
—Sí, ha sido una buena compra —repitió Chichikov.
—Es un buen negocio, un magnífico negocio.
—Sí, yo mismo me doy cuenta de que no podía haber hecho nada mejor.
Dígase lo que se diga, el destino del hombre no queda definido hasta que se asienta firmemente en sólidas bases, y no en las quimeras del libre pensamiento que caracterizan a la juventud.
Muy oportunamente, aprovechó la ocasión para hacer una crítica del liberalismo, propio de los jóvenes. Sin embargo, cosa notable, era fácil advertir en sus palabras una cierta vacilación, como si él mismo se estuviera diciendo: «¡Mientes, hermano! ¡Pero qué manera de mentir!» Ni siquiera osaba mirar a Sobakevich y a Manilov, temiendo leer algo en sus rostros. No obstante, sus temores eran vanos.
La cara de Sobakevich ni tan sólo se inmutó, y Manilov, como hechizado por las palabras de Chichikov, asentía lleno de satisfacción como el amante de la música cuando la intérprete sobrepasa al mismo violín y emite un agudo como la garganta de ningún pájaro podría lanzar.
— ¿Por qué no le explica a Iván Grigorievich —intervino Sobakevich— qué es lo que ha adquirido? Y usted, Iván Grigorievich, ¿por qué no le pregunta qué ha comprado? ¡Qué gente! Realmente de oro. Le he vendido mi carruajero Mijeiev.
— ¡Qué dice usted! ¿Ha vendido a Mijeiev? —inquirió el presidente—. Conozco a Mijeiev, es un excelente oficial. En cierta ocasión arregló mi tílburi. Pero permítame, ¿cómo puede ser eso? ¿No me dijo usted que había muerto?
— ¿Quién? ¿Mijeiev? —contestó Sobakevich impasible—. Fue un hermano suyo el que murió, pero él sigue vivito y coleando. Aún está más fuerte que entonces. Hace escasos días concluyó un coche como no lo construirán ni en Moscú. Bien miradas las cosas, tendría que trabajar solamente para el zar.
—Sí, Mijeiev es un excelente oficial —dijo el presidente—. Y estoy sorprendido de cómo se ha desprendido de él.
—Si Mijeiev fuera el único… También he vendido a Stepan Probka, mi carpintero, a Milushkin, el estufero, a Maxim Teliatnikov, mi zapatero… ¡A todos los he vendido!
Y al preguntarle el presidente por qué razón los había vendido, teniendo en cuenta que en la finca hacen falta buenos oficiales, repuso con gesto de despreocupación:
—Simplemente, porque me entró la vena. Se me ocurrió venderlos, y así lo hice —y moviendo la cabeza como si estuviera arrepentido de ello, añadió—: A pesar de que mis cabellos ya son grises, aún no he sentado la cabeza.
—Y permítame, Pavel Ivanovich —dijo el presidente—, ¿a qué se debe que adquiera campesinos sin tierra? ¿Acaso piensa llevárselos?
—Sí, me los llevaré fuera.
— ¡Ah! Eso es otra cosa. ¿A qué parte?
— ¿A qué parte…? A la provincia de Jersón.
— Ya. Es una magnífica tierra —observó el presidente, y acto seguido ensalzó mucho la hierba que crece en aquel lugar—. ¿Y dispone de bastante tierra?
—Sí, toda la necesaria para los campesinos que he adquirido.
— ¿Hay allí río o estanque?
—Río. Pero también hay un estanque.
Al pronunciar estas palabras Chichikov miró de casualidad a Sobakevich, y aunque éste continuaba sin inmutarse, creyó leer en su rostro: «Mientes. No hay estanque, ni río, ni aun tierra.»
Mientras continuaban charlando, uno tras otro comenzaron a llegar los testigos: el fiscal del guiño de ojos al que los lectores ya conocen, el inspector de Sanidad, Trujachevski, Begushkin y demás, que, según la expresión de Sobakevich, eran unos holgazanes con todas las de la ley.
La mayoría de ellos no conocían lo más mínimo a Chichikov; para cubrir el número que se precisaba fueron requeridos diversos funcionarios de la Cámara. Mandaron venir también no sólo al hijo del arcipreste padre Kiril, sino al arcipreste en persona. Todos y cada uno de los testigos hicieron constar sus cargos y dignidades, y después estamparon su firma unos con la letra inclinada hacia la izquierda, otros torcida, y los últimos, sencillamente, con las letras patas arriba, con unos caracteres que son totalmente ajenos al alfabeto ruso.
Nuestro conocido Iván Antonovich lo dispuso todo con suma habilidad: los contratos se inscribieron en el registro, se llevó a cabo todo lo que era preciso hacer, se cobró el medio por ciento en concepto de derechos para la publicación en Vedomosti* y, en suma, lo que desembolsó Chichikov fue verdaderamente una miseria. El presidente hasta ordenó que sólo le cobraran la mitad de los derechos reales; la otra mitad, se ignora cómo, fue a engrosar la minuta de otro comprador.
*
Vedomosti, o Las Noticias, era una publicación oficial donde se insertaban todos los documentos públicos.
—Bien —dijo el presidente una vez lo hubieron terminado todo—, ahora ya sólo queda remojar la adquisición.
—Yo estoy dispuesto cuando a ustedes les parezca —dijo entonces Chichikov—. Indiquen la hora que quieran. Por mi parte significaría una falta imperdonable si para tan agradable compañía no hiciera abrir unas cuantas botellas de champaña.
—No, no he querido decir eso: el champaña es cosa nuestra —replicó el presidente—. Tenemos la obligación de hacerlo, es un deber. Usted se encuentra en esta ciudad de visita, y por lo tanto es a nosotros a quienes corresponde obsequiarle. ¿Saben ustedes, señores? Lo que podríamos hacer es llegarnos, tal como estamos, a la casa del jefe de policía. Es una persona que hace milagros. Con sólo guiñar el ojo al pasar por los puestos de pescado y por una taberna, nos organizará un espléndido aperitivo. Y aprovecharemos la ocasión para jugar una partida de whist.
Nadie era capaz de rechazar tal sugerencia. La sola mención de los puestos de pescado bastó para despertar el apetito a los presentes. Enseguida cogieron sus gorras y gorros y dieron por concluido el acto.
Cuando cruzó las oficinas, Iván Antonovich hizo una cortés reverencia y murmuró al oído de Chichikov:
—Ha adquirido siervos por valor de cien mil rublos y solamente me han dado veinticinco rublos.
—Pero debe tener en cuenta qué clase de siervos son —repuso Chichikov en el mismo tono—. Es una gente que no sirve para nada. No valen ni siquiera la mitad.
Iván Antonovich advirtió en el acto que el comprador era un hombre de carácter y que no podría sacar de él nada más.
— ¿Cuánto pagó usted a Pliushkin por sus siervos? —le dijo en voz baja Sobakevich.
— ¿Y por qué incluyó usted en la relación a Vorobia? —preguntó por su parte Chichikov.
— ¿De qué Vorobia habla? —exclamó Sobakevich como sorprendido.
—De la mujer, de Elisaveta Vorobia, que usted escribió Vorobei como si se tratara de un hombre.
—Yo no metí en la lista a ninguna Vorobia — replicó Sobakevich, quien se alejó dirigiéndose hacia el grupo.
Finalmente llegaron en tropel a la casa del jefe de policía. Este, en efecto, obraba milagros. En cuanto se hizo dueño de la situación llamó a un guardia, un mozo vivaracho que calzaba altas botas charoladas, y le susurró sólo dos palabras al oído, agregando después:
— ¿Comprendes?
Acto seguido, mientras los invitados daban principio en otra estancia a la partida de whist, sobre la mesa fueron apareciendo platos de salmón, de esturión, de caviar fresco y caviar prensado, arenques, queso, lenguas de buey ahumadas y lomo de esturión también ahumado, en fin, de todo lo que había en el mercado. A continuación fueron apareciendo los complementos que ofrecía el dueño de la casa: una empanadilla rellena con las barbas de un esturión de más de nueve puds, otra rellena con setas, pastelillos y pastas. En cierto modo el jefe de policía era el padre y benefactor de la ciudad.
Entre sus habitantes se hallaba como en el seno de su propia familia y en el mercado y en todas las tiendas entraba como en su propia despensa. Generalmente se mantenía en su puesto, y en el ejercicio de sus funciones podía decirse que había alcanzado la perfección. Incluso no resultaría nada fácil decir si él había sido creado para su puesto o el puesto había sido creado para él.
Los negocios los manejaba con suma destreza, hasta el punto de que sus ingresos duplicaban sobradamente los de sus predecesores en el cargo, no obstante lo cual se había granjeado el aprecio y estimación de toda la ciudad. Los mercaderes eran los primeros en sentir cariño hacia él, pues no era nada orgulloso. En efecto, accedía ser el padrino de sus hijos, fraternizaba con ellos y, a pesar de que en ocasiones los despellejaba a conciencia, lo hacía con extremada habilidad: les daba palmaditas en la espalda, se reía, les ofrecía té, prometía ir con ellos a jugar una partida de damas, se mostraba interesado por la marcha de sus negocios, etcétera. Si llegaba a saber que uno de sus hijos se había puesto enfermo, aconsejaba qué clase de medicina le convenía tomar. En resumen, era un tipo excepcional. Al pasar en su tílburi para mantener el orden, siempre hallaba ocasión de dirigir unas palabras afectuosas a uno y a otro.
— ¡Hola Mijeich! Hemos de acabar esa partida.
—Sí, Alexei Ivanovich —contestaba Mijeich mientras se quitaba el gorro—, tenemos que acabarla.
—Tú, Ilia Paramonich, llégate a ver el potro; apostaremos a ver cuál de los dos corre más, si el tuyo o el mío. El comerciante, a quien los caballos le volvían loco, sonreía con aire de satisfacción y, frotándose la barba, respondía:
—Lo intentaremos, Alexei Ivanovich.
Incluso los mismos dependientes, que solían escuchar con el gorro en la mano, se miraban satisfechos como queriendo decir: «Alexei Ivanovich es una buena persona.» En resumen, se había granjeado una gran popularidad y los comerciantes se mostraban de acuerdo en afirmar que Alexei Ivanovich «le saca a uno, pero jamás le dejará en la estacada».
Al advertir que ya todo estaba dispuesto, el jefe de policía invitó a los jugadores a aplazar la partida para después, y todos se encaminaron hacia el otro aposento, del que llegaba un olorcillo que desde hacía rato hormigueaba de modo muy grato las narices de los huéspedes y hacia donde Sobakevich no dejaba de mirar, atraído por el esturión que se encontraba aparte, ocupando una enorme fuente.
Los huéspedes tomaron una copa de vodka de ese color aceitunado que únicamente se halla en las piedras transparentes de Siberia que en Rusia se utilizan para fabricar sellos, y, tenedor en ristre, se aproximaron preparados para demostrar su carácter y sus gustos, atacando uno al caviar, otro al salmón, el de más allá al queso. Sobakevich, menospreciando esas pequeñeces, se acomodó delante del esturión y, al mismo tiempo que los demás bebían, comían y charlaban, en no mucho más de un cuarto de hora dio cuenta del enorme pescado, de modo que cuando el jefe de policía recordó su existencia y dijo. «Veamos, señores, qué les parece esta obra de la Naturaleza», y se aproximó, junto con los demás, al pescado, advirtió que de la obra de la Naturaleza apenas si quedaba otra cosa que la cola. Sobakevich, simulando que eso nada tenía que ver con él, se aproximó a un plato alejado del resto y pinchó con el tenedor un pez ahumado.
Tras haber puesto fin de esta manera al esturión, Sobakevich tomó asiento en una butaca y ya no bebió ni comió nada más; lo único que hizo fue entornar los ojos y parpadear. El jefe de policía no daba la sensación de escatimar el vino. Los brindis se sucedían unos a otros sin parar. El primero de ellos, fue, como los lectores podrán muy bien adivinar, a la salud del nuevo propietario de la provincia de Jersón; después se brindó por el bienestar de sus mujiks y por su afortunada instalación en las nuevas tierras; a continuación se bebió a la salud de su futura y bella esposa, cosa que produjo una grata sonrisa en los labios de nuestro protagonista.
Todos se agruparon a su alrededor e insistieron en que permaneciera en la ciudad aunque sólo fuera dos semanas más:
—Dirá usted lo que le parezca, Pavel Ivanovich, pero esto viene a ser lo que se dice enfriar la cabaña. Apenas ha pisado el umbral cuando ya quiere irse. No, usted ha de quedarse por más tiempo con nosotros. Le casaremos aquí. ¿No es cierto, Iván Grigorievich, que lo casaremos?
— ¡Pues claro que lo casaremos! —asintió el presidente—. Lo casaremos, aunque se resistiera con todas sus fuerzas. Ha llegado aquí, de manera que no se queje. Nos molestan las bromas.
— ¿Por qué iba yo a resistirme con todas mis fuerzas? —preguntó Chichikov sonriendo—. La boda no es asunto al que nadie oponga resistencia; lo importante es hallar novia.
—Habrá novia, ¡cómo no! ¡Tendrá usted todo cuanto desee!
—En este caso…
— ¡Muy bien, se queda! —exclamaron todos—. ¡Bravo! ¡Viva Pavel Ivanovich! ¡Bravo! —y con sus copas en la mano se aproximaron a brindar. Chichikov brindó con todos ellos.
— ¡No, no, otra vez! —gritaron los más impetuosos, y brindaron de nuevo.
Se aproximaron por tercera vez, y por tercera vez se repitieron los brindis. Todos se sintieron invadidos por una gran alegría. El presidente, que era una persona extraordinariamente simpática a la hora de divertirse, abrazó sin cesar a Chichikov, diciéndole con cariño:
— ¡Alma mía, mamaíta mía! —y después, mientras castañeteaba con los dedos, comenzó a bailar en torno a él al mismo tiempo que tarareaba la conocida canción: ¡Oye, tú, campesino de Kamarin!
Tras el champaña le llegó el turno al vino de Hungría, que aún infundió más ánimo y alborozo a los presentes. Al whist lo habían olvidado totalmente. Discutían, alborotaban y charlaban acerca de cualquier cosa: de política e incluso del arte de la guerra, exponiendo ideas tan atrevidas que en otros momentos habrían costado una paliza a sus hijos si éstos se hubieran atrevido a exponerlas. Resolvieron un sinnúmero de asuntos de lo más enrevesado.
Chichikov jamás había experimentado tanta alegría. Se veía ya como un auténtico propietario de la provincia de Jersón, conversaba acerca de los distintos perfeccionamientos que introduciría en su finca, como por ejemplo la rotación de cultivos, y de la felicidad y bienaventuranza de dos almas, empezando después a recitar a Sobakevich la carta en verso que escribió Werther a Carlota, a lo que Sobakevich, apoltronado en su asiento, se limitó a responder con un parpadeo, ya que después del esturión le dominaba una extraordinaria modorra. Chichikov advirtió que había llegado demasiado lejos en sus expansiones, pidió un coche y aceptó la invitación del fiscal, que ponía a su entera disposición su tílburi.
El cochero del fiscal, según pudo apreciarse a lo largo del trayecto, era un mozo muy entendido en su cometido, puesto que guió con una sola mano, mientras que con la otra, dirigida hacia atrás, sujetaba al señor.
Así llegó Chichikov a la posada, donde por espacio de un buen rato no dejó de decir estupideces referentes a una novia rubia de hermoso color y con un hoyuelo en la mejilla derecha, a aldeas de Jersón y a diferentes sumas. Hasta llegó a ordenar a Selifán que reuniera a todos los mujiks para pasar lista general antes de ponerse en camino hacia su nueva residencia. Selifán se le quedó escuchando silenciosamente durante largo rato y después salió a indicar a Petrushka:
—Ve a desnudar al señor.
Petrushka forcejeó para quitarle las botas, con el resultado de que poco faltó para que diera con botas y amo en el santo suelo. Al fin logró descalzarlo; no obstante, el señor se desnudó como es debido, dio unas cuantas vueltas en la cama, que crujió con gran estrépito, y se quedó dormido como si fuera un auténtico terrateniente de Jersón.
Petrushka sacó al pasillo los pantalones y el frac de color rojo oscuro con pequeñas motitas, los colgó en una percha de madera y comenzó a sacudirlos con un bastón y a cepillarlos, levantando una nube de polvo que se adueñó de todo el pasillo. Iba a descolgar el traje cuando miró por la ventana y vio que Selifán regresaba de la cuadra. Sus miradas se cruzaron y se entendieron sin necesidad de palabras: el señor estaba ya acostado y ellos podían llegarse a cierto lugar. Con toda rapidez, tras haber llevado al aposento los pantalones y el frac, Petrushka se dirigió al patio y salieron juntos a la calle, charlando sobre cosas totalmente ajenas al objetivo de su expedición.
No puede afirmarse que el paseo fuera largo. Se limitaron a pasar al otro lado de la calle, dirigiéndose hacia cierta casa que estaba situada delante mismo de la posada, y cruzaron una puerta de cristales un tanto baja y ahumada, que les llevó a un cuartucho que se hallaba en los bajos del edificio, donde en tomo a unas mesas de madera se veían una infinidad de individuos de todo tipo: que se afeitaban o que llevaban barba, vestidos con pellizas de piel de oveja y a cuerpo, o con capote de frisa.
Dios sabe lo que en aquel lugar harían Selifán y Petrushka, pero una hora más tarde salieron cogidos del brazo, en un silencio absoluto, dándose mutuas pruebas de gran atención y previniéndose sin cesar de la proximidad de toda suerte de esquinas. Tal como iban, cogidos del brazo, permanecieron durante más de un cuarto de hora intentando subir las escaleras, hasta que al fin las remontaron y llegaron al piso.
Petrushka se paró un instante a observar su yacija, reflexionando acerca del modo de acostarse de la manera más conveniente, hasta que se tumbó atravesado de tal forma que las piernas las apoyaba en el suelo. Selifán se acostó en la misma cama con la cabeza apoyada en el vientre de Petrushka, sin advertir siquiera que no era éste el lugar donde tenía que dormir, sino en el cuarto de la servidumbre o en la cuadra, junto a los caballos.
Ambos se durmieron de inmediato, lanzando unos ronquidos de sorprendente potencia, a los que, en el otro aposento, contestaba el señor mediante un fino silbido nasal.
Pronto quedó todo envuelto en el silencio, y la posada sumida en un profundo sueño. Sólo continuó iluminada una de las ventanas: la que pertenecía al aposento del teniente que acababa de llegar de Riazán, hombre, por lo visto, que sentía gran afición por las botas altas, ya que eran cuatro pares los que había ya encargado y no dejaba de probarse el quinto. En diversos momentos se aproximó al lecho dispuesto a descalzarse y acostarse, pero no acababa de resolverse: las botas, efectivamente, estaban muy bien cosidas, y todavía se quedó por un buen rato con la pierna en alto y contemplando el excelente tacón.
CAPITULO VIII
Las adquisiciones de Chichikov se transformaron en la comidilla de todo el mundo. En la ciudad se conversaba, se reflexionaba y discutía respecto de si era ventajosa la adquisición de siervos para trasladarlos a otras tierras. Muchos eran los que daban muestras de un profundo conocimiento de la materia.
—En efecto —decían unos—, las tierras de las provincias meridionales son buenas y fértiles, en eso todos estamos de acuerdo. Pero ¿qué ocurrirá con los siervos de Chichikov sin agua? Pues por allí no existe río alguno.
—Eso de la carencia de agua aún no es grave, Stepan Dmitrievich, pero la instalación en nuevos lugares es algo que no resulta nada seguro. Bien sabemos que el campesino que tiene que roturar tierras vírgenes, cuando nada posee, ni tan sólo una cabaña, huirá como dos y dos son cuatro, oteará los contornos y si te he visto no me acuerdo.
—Aguarde, no vaya usted tan aprisa, Alexei Ivanovich; no estoy conforme en eso de que los campesinos de Chichikov huirán. El ruso es capaz de todo y se aclimata en todas partes. Incluso en Kamchatka, si se le entregan unas buenas manoplas, cogerá el hacha y edificará para él una cabaña nueva.
—No obstante, Iván Grigorievich, te olvidas de algo muy importante: ignoras cómo son los campesinos de Chichikov. No te acuerdas de que el propietario no se desprende nunca de un buen mujik. Apostaría la cabeza a que los que ha comprado Chichikov son o borrachos y ladrones, o pendencieros y holgazanes.
—Lo que dice usted está muy bien, tiene toda la razón, nadie venderá buenos siervos y los campesinos de Chichikov son holgazanes y borrachos, pero es preciso tener en cuenta que existe la moral, que existe un factor moral: en el presente son unos granujas, pero en cuanto se vean instalados en otras tierras se volverán excelentes súbditos. Hay en el mundo numerosos ejemplos de esto, y también la Historia nos los presenta.

—No es posible que eso suceda nunca, nunca, créame —decía el intendente de las fábricas del Estado—, Los siervos de Chichikov tropezarán con dos poderosos enemigos. El primero es la vecindad de las provincias ucranianas, donde, como ya es sabido, la venta del alcohol es totalmente libre. Pueden estar seguros de que al cabo de dos semanas su vida se habrá convertido en una continua borrachera. El segundo enemigo es ese espíritu de vagabundos que adquieren cuando se les traslada de un lugar a otro. Sería preciso que Chichikov les prestara constante vigilancia, que los sujetara con guantes de hierro, que les hiciera trabajar sin descanso, incluso en cosas absurdas, y que no confiara en nadie, sino que lo realizara todo él mismo, personalmente, y que les diera algún que otro puñetazo.
—Chichikov no se verá obligado a ocuparse personalmente y a repartir puñetazos; al fin y al cabo, ¿para qué, si puede disponer de un buen administrador?
— ¡A ver si logra usted hallar un buen administrador! ¡Son todos unos sinvergüenzas!
—Si son sinvergüenzas sólo se debe a que los señores se desentienden de los asuntos de la hacienda.
—Eso es cierto —asentían muchos—. Si el señor tiene alguna idea de la administración de su hacienda y sabe conocer a las personas, siempre encontrará un buen administrador.
El intendente contestó que por menos de cinco mil rublos era imposible hallar un buen administrador. El presidente objetó que se podría hallar por tres mil, pero el intendente dijo:
— ¿Dónde cree que lo hallará? Como no lo tenga en las narices…
—No en las narices —le interrumpió el presidente—, sino en nuestro distrito. Ahí está Piotr Petrovich Samoilov. ¡Ese es el administrador que necesita Chichikov para sus campesinos!
Muchos comprendían la situación de Chichikov, y se asustaban por las dificultades que ofrecería el traslado de tan considerable número de mujiks. Se temía realmente que tuviera lugar un motín entre gente tan inquieta como eran los siervos de Chichikov. A esto el jefe de policía hizo notar que los temores de que se produjera un motín eran infundados, que para evitarlo había la autoridad del capitán de la policía rural, quien, sin necesidad alguna de acudir en persona, tenía suficiente con mandar su gorra, y que la gorra, por sí sola, se bastaba para forzar a los mujiks a trasladarse a las nuevas tierras.

Eran muchos los que exponían sus opiniones acerca de cómo se conseguiría domeñar el turbulento espíritu de los siervos de Chichikov.
Había opiniones para todos los gustos: unas se inclinaban con exceso por la severidad característica del ejército y una crueldad extremada, mientras que otras abogaban por la suavidad. El jefe de Correos observó que Chichikov tenía un deber sagrado, que podía transformarse en un padre para sus siervos y transmitirles los bienes de la ilustración, aprovechando el momento para dedicar grandes alabanzas a la escuela de Lancaster de enseñanza mutua.
De este modo se opinaba y se conversaba en la ciudad. Muchos fueron los que, llevados por sus mejores intenciones, expusieron sus consejos personalmente a Chichikov, e incluso llegaron a ofrecerle una escolta armada para acompañar a los siervos hasta el nuevo lugar de residencia. Chichikov les dio las gracias por sus consejos, añadiendo que si se le hacía necesario, no dudaría en acudir a ellos, y renunció rotundamente a la escolta, ya que, según él, no hacía falta alguna, pues los mujiks que él había adquirido eran todos muy pacíficos y ellos mismos deseaban el traslado, y de ninguna manera podía estallar entre ellos un motín.
Ahora bien, toda esa serie de habladurías y comentarios trajo consigo las consecuencias más favorables que Chichikov pudiera imaginar: circuló el rumor de que era millonario. Los habitantes de la ciudad, que como ya vimos en el primer capítulo habían cobrado un sincero afecto hacia Chichikov, en cuanto hubieron aparecido tales rumores, sintieron que su cariño aumentaba.
Bien es cierto que todos ellos eran excelentes personas, se llevaban de maravilla y se trataban como auténticos amigos. Presidía siempre sus conversaciones un sentimiento de bondad y de sencillez: «Mi querido amigo Iliá Ilich», «Escúchame, Antipator Zajarievich», «No es cierto, querido Iván Grigorievich». Al dirigirse al jefe de Correos, llamado Iván Andreievich, agregaban invariablemente: «Sprechen Sie Deutsch, Iván Andreievich?*» . En resumen, formaban una verdadera familia.
*
《¿Habla Usted alemán?》 En alemán
Muchos de ellos tenían su cultura. El presidente de la Cámara se sabía de memoria Ludmila, de Zhukovski, que aún era una novedad, y recitaba a la perfección muchos fragmentos de este poema, sobre todo
Se durmió el bosque,
el valle duerme,
pronunciando las palabras de tal manera que producía la ilusión de que, realmente, el valle se hallaba dormido. Para acentuar el parecido incluso entornaba los ojos.
El jefe de Correos sentía más afición por la filosofía y leía con sumo interés, hasta por la noche, Las noches, de Young, y Clave de los misterios de la Naturaleza, de Eckartshausen, de cuyas obras tomaba unos extensos apuntes, aunque nadie sabía qué clase de apuntes eran aquéllos. Tenía gran agudeza, usaba palabras floridas y se complacía, como él mismo afirmaba, adornando la frase. El adorno residía en una infinidad de expresiones tales como: «Caballero, algo así, ¿comprende?, ¿sabe usted?, figúrese, respecto a, en cierta manera» y otras, que él dejaba fluir a chorros.
Asimismo adornaba la frase, y con bastante oportunidad, mediante una serie de guiños, los cuales conferían una expresión muy cáustica a la mayoría de sus satíricas observaciones.
Los restantes eran igualmente bastante cultos. Uno leía a Karamzin, otro Moskovskie Vedomosti (el noticiero de Moscú), el de más allá no leía absolutamente nada.
Ese era lo que se dice un fardo, esto es, una persona a la que se tenía que levantar de un puntapié si se esperaba que hiciera cualquier cosa; aquél era simplemente un vago de tomo y lomo que se pasaba todo el santo día tumbado y al que resultaría vano intentar ponerle en pie, pues de ningún modo se levantaría.
Respecto a su buena presencia, ya sabemos que todos eran personas seguras, entre ellos no se encontraba ningún tísico. Eran de ésos a quienes la esposa, en las afectuosas charlas que se producen en la intimidad, llaman gordito, regordete, barrigón, negrito y demás cosas por el estilo. La mayoría era gente de bien y muy hospitalaria, y aquel que había compartido con ellos el pan y la sal o había pasado una tarde en su compañía jugando al whist, era considerado ya como un amigo íntimo.
Con mayor motivo tenían por tal a Chichikov, con sus encantadores modales y seductoras virtudes, un hombre que conocía realmente el gran secreto de resultar agradable a los demás. Le cobraron tal afecto que nuestro protagonista no encontraba la forma de abandonar la ciudad. No hacía más que oír: «¡Quédese aunque sea una semanita, sólo una semanita, Pavel Ivanovich!» En resumen, que lo llevaban en palmitas. Pero mucho más profunda, sin comparación posible, fue la impresión (digna de asombro) que Chichikov produjo entre las damas.
Para comprenderlo sería preciso hablar por extenso de las mismas damas, de su sociedad, y pintar con vivos colores sus cualidades morales. Pero al autor esto le parece muy delicado. Por un lado, le frena el gran respeto que experimenta hacia las esposas de los dignatarios, y por otro, le es simplemente difícil. Las damas de la ciudad de N. eran… no, no me es posible, siento una tremenda timidez. En las damas de la ciudad de N. lo más destacable era…
Resulta incluso extraño, la pluma se niega a obedecerme, es como si alguien le hubiera puesto un plomo.
Está bien. Cuando se habla de caracteres, parece que se tendrá que ceder la palabra a aquellos que se valen de más vivos colores y de una paleta más rica; nosotros deberemos conformarnos con decir, quizá, unas breves palabras referentes a su aspecto, limitándonos, por otra parte, a lo superficial. Las damas de la ciudad de N. eran lo que se llama presentables, y en lo que a esto concierne con toda seguridad se las habría podido poner a todas las demás. En cuanto a su modo de comportarse, de mantener el tono, de seguir la etiqueta y una infinidad de conveniencias de las más sutiles, y sobre todo en lo que se refiere a guardar la moda en sus menores detalles, incluso aventajaban a las damas de San Petersburgo y de Moscú.
Vestían con sumo gusto, por la ciudad se desplazaban en coche, tal como manda la última moda, y detrás del coche el lacayo, con una librea de dorados galones, iba balanceándose. La tarjeta de visita, aunque se tratara de algo escrito sobre un dos de tréboles o un as de piques, era considerada como lo más sagrado. Ella fue la culpable de que dos damas, entrañables amigas e incluso parientas, riñeran para siempre, ya que una de ellas no se había acordado de devolver la visita.
Y por más que después sus maridos y familiares se esforzaron por reconciliarlas, no fue posible: en el mundo podía hacerse lo que fuera excepto reconciliar a dos damas que habían reñido por no devolver una visita. Así quedaron aquellas dos: distanciadas, según la expresión de la buena sociedad de la ciudad de que estamos tratando.
Por lo que respecta a quién tenía que ocupar los primeros puestos, se originaban asimismo escenas muy violentas, que en ocasiones empujaban a los maridos a adoptar medidas verdaderamente caballerescas cuando intentaban salir en defensa de sus cónyuges. Al duelo no se llegaba, por supuesto, ya que todos eran funcionarios de la Administración, pero hacían cuanto estaba en sus manos por llenar al otro de fango, cosa que, como ya se sabe, en ocasiones acarrea consecuencias de más gravedad que cualquier duelo.
En lo tocante a la moral, las damas de N. eran en extremo severas, todas ellas se hallaban poseídas por una noble indignación contra el vicio y toda clase de tentaciones, y condenaban sin la menor compasión las más pequeñas debilidades. Si alguna vez tenía lugar entre ellas lo que llaman una aventurilla, la guardaban en secreto, de modo que nada daba a entender lo ocurrido. Se conservaba enteramente la dignidad y el propio marido se encontraba tan preocupado que si advertía algo u oía mencionar la aventurilla, se limitaba a contestar con pocas palabras y recurriendo con sensatez a un dicho: «A nadie le importa lo que la comadre estuvo hablando con el compadre.»
Debemos agregar que las damas de N. destacaban, al igual que numerosas damas petersburguesas, por la extremada cautela y conveniencia de sus palabras y expresiones. Jamás decían «me he sonado», «he sudado» o «he escupido», sino «he aligerado mi nariz», «he utilizado el pañuelo». Bajo ningún concepto se podía decir «este plato o esta taza huele que apesta». Ni siquiera se podía decir nada que aludiese a tal cosa, sino que echaban mano de expresiones como «este plato no se comporta bien», o algo parecido. Con el fin de ennoblecer todavía más el idioma ruso, en la conversación se había prescindido de la mitad aproximadamente de las palabras, razón por la que muy a menudo se recurría al francés; por el contrario, cuando hablaban en francés era otra cosa: entonces estaban permitidas palabras mucho más fuertes que las mencionadas anteriormente.
Así, pues, eso es todo lo que podemos decir acerca de las damas de N. hablando superficialmente. Si ahondáramos más, por supuesto que aparecerían muchas otras cosas, pero es bastante peligroso escarbar en el corazón de las damas. Nos limitaremos, pues, a un examen superficial, y continuaremos adelante.
Hasta entonces las damas no habían hablado mucho de Chichikov, aunque, eso sí, le hacían plena justicia por lo que respecta a su agradable trato social. Pero en seguida que comenzaron a circular rumores sobre sus millones, hallaron en él otras cualidades. Sin embargo, no es que las damas fueran interesadas; la culpa la tenía la palabra «millonario» y no el propio millonario, sino precisamente la palabra, en la que, además del talego de oro, suena algo que tiene tanto poder sobre los miserables, como sobre los que no son ni carne ni pescado, como sobre los hombres buenos: en resumen, que tiene poder sobre todos. El millonario posee la ventaja de que puede contemplar la vileza totalmente desinteresada, la vileza pura, que no está basada en el cálculo: son numerosísimos los que saben muy bien que nada recibirán de él y que no tienen derecho alguno a recibirlo, pero forzosamente saldrán a su encuentro, sonreirán, se descubrirán, harán que se les invite a una comida a la que saben que acudirá el millonario. No se puede afirmar que las damas experimentaran esa tierna disposición hacia la ruindad. Sin embargo, en más de un salón se dijo que Chichikov, claro, aun no siendo guapo, era como un hombre tiene que ser, ni muy delgado ni muy gordo, lo cual no quedaría bien. Se aprovechó la ocasión para pronunciar unas cuantas palabras ofensivas sobre los flacos, de los que se aseguró que guardaban mucho parecido con un mondadientes y que no tenían nada de hombres.
En la indumentaria de las damas aparecieron numerosos detalles nuevos de todo género. Llegó a tal punto la aglomeración en las tiendas de tejidos que se produjeron empujones e incluso casi atropellos. Era como si todas las damas hubieran salido de paseo, a tal número llegaban los carruajes que se reunieron. Los comerciantes no salían de su sorpresa al ver que unos cuantos retales que habían traído de la feria y que no hallaban manera de vender debido a su precio, que se consideraba demasiado elevado, se los quitaban de las manos.
Una dama se presentó en misa con un miriñaque de tales proporciones que ocupaba media iglesia, hasta el extremo de que el comisario de policía, que estaba presente, ordenó que todo el mundo se hiciera atrás, esto es, hacia el atrio, a fin de no atropellar la indumentaria de tan distinguida dama. El mismo Chichikov no pudo por menos de advertir el interés tan extraordinario que despertaba. En cierta ocasión, al volver a la posada, halló una carta encima de la mesa. No fue posible averiguar de dónde procedía ni quién la había traído; el mozo de la posada le contó que quien la trajo había dicho que no quería que se supiera nombre.
La carta comenzaba con una categórica afirmación: «¡Tengo que escribirte!» Después decía que una misteriosa afinidad existía entre sus almas; esta verdad aparecía respaldada por una serie de puntos que llenaban casi medio renglón. A continuación seguían unas reflexiones, tan notables como justas, y creemos de obligación exponerlas: «¿Qué es la vida? Un valle en el que el sufrimiento encuentra cobijo. ¿Qué es este mundo? Una multitud de personas que no sienten.» La autora de la carta recordaba seguidamente que sus lágrimas mojaban las líneas escritas por su amante madre, quien hacía ya veinticinco años que había marchado de este mundo para siempre. Chichikov era invitado a retirarse al desierto, a abandonar definitivamente la ciudad, donde las gentes viven en medio de asfixiantes vallas que no permiten el paso del aire. El final de la carta era de una espantosa desesperación y acababa con los versos que siguen:
Dos tórtolas te enseñarán
mis cenizas heladas,
y con triste arrullo te dirán:
ella murió bañada en lágrimas.
A pesar de que el último verso no estaba bien medido, eso carecía de importancia. La carta se ajustaba por entero al espíritu de su tiempo.
En ella no se veía ninguna firma: ni nombre, ni apellido, ni tan siquiera se indicaba mes o fecha. En el post scriptum se agregaba solamente que su propio corazón debía adivinar quién era la autora y que en el baile ofrecido por el gobernador, que se celebraría al día siguiente, podría encontrar el original. Todo esto le intrigó sobremanera. En el anónimo había tantas cosas que excitaban su curiosidad, que volvió a leer la carta, nuevamente la leyó por tercera vez y por último dijo:
— ¡Querría saber quién la ha escrito!
En resumen, todo parecía dar a entender que el asunto se había puesto serio. Durante más de una hora permaneció dándole vueltas a la cuestión, y concluyó comentando, con la cabeza inclinada y los brazos abiertos:
—La carta está muy bien, pero que muy bien escrita.
Después, se comprende, envolvió sobre y papel y la depositó en el cofrecillo, junto a un programa de teatro y una invitación de boda, que se encontraba sin tocar en el mismo desde hacía siete años. Poco más tarde, efectivamente, le trajeron la invitación para el baile que ofrecía el gobernador, cosa muy corriente en todas las capitales de provincia: donde hay gobernador hay baile, ya que de lo contando no existiría el debido amor y aprecio por parte de la nobleza.
Todo lo demás fue abandonado y alejado en seguida, y Chichikov se concentró por completo en los preparativos del baile, dado que, realmente, tenía muchas razones que le impulsaban a hacerlo así.
Seguramente desde que el mundo ha sido creado jamás una persona ha empleado tanto tiempo en su arreglo. Una hora entera pasó mirándose la cara en el espejo. Trató de darle un sinnúmero de expresiones: ora importante y grave, ora respetuosa pero sonriente, ora reverente y sin sonrisa. Hizo frente al espejo una serie de inclinaciones acompañadas de unos vagos sonidos, algo semejantes al francés, a pesar de que él no tenía la menor noción acerca de esta lengua. Incluso se hizo a sí mismo varios gestos de agradable sorpresa, alzando las cejas, moviendo los labios y hasta la lengua. En resumen, ¡qué es lo que no le pasa a uno por la cabeza cuando se halla solo, advierte que es bien parecido y tiene la seguridad de que nadie mirará por el ojo de la cerradura!
Por último se dio un papirotazo en la barbilla y exclamó: «¡Pero qué rostro más agradable tienes!», y comenzó a vestirse. En el momento de vestirse se encontraba siempre en la mejor disposición de ánimo: mientras se ponía los tirantes o se anudaba la corbata, daba un taconazo y se inclinaba con extraña agilidad, y, a pesar de que jamás bailaba, hacía un entrechat. Esta vez el entrechat tuvo una
consecuencia, aunque nada grave: la cómoda retembló y se cayó el cepillo que estaba encima de la mesa.
Su aparición en el baile fue causa de una gran expectación. Todos acudieron a su encuentro, uno con los naipes en la mano, otro interrumpiendo la conversación en el momento culminante, cuando estaba diciendo: «Pues el tribunal del zemstvo del distrito contestó que…», aunque ya no pudo saberse qué contestó el tribunal del zemstvo del distrito, pues el que así hablaba, lo abandonó todo y se precipitó a saludar a nuestro protagonista.
— ¡Pavel Ivanovich! ¡Ay, Dios mío, Pavel Ivanovich! ¡Queridísimo Pavel Ivanovich! ¡Mi estimado amigo Pavel Ivanovich! ¡Ahí tenemos a Pavel Ivanovich! ¡Aquí está nuestro Pavel Ivanovich! ¡Permita que le abrace, Pavel Ivanovich! ¡Traédmelo para acá, que quiero dar un fuerte abrazo al estimadísimo Pavel Ivanovich!
Chichikov se vio abrazado por varias personas al mismo tiempo.
No había conseguido librarse del todo de los abrazos del presidente cuando se encontró ya en los del jefe de policía; el jefe de policía lo pasó al inspector de Sanidad; el inspector de Sanidad, al arrendatario de los servicios públicos; el arrendatario de los servicios públicos, al arquitecto… El gobernador que en aquel instante se hallaba con las damas, sosteniendo en una mano el papel de un caramelo y en la otra un pequeño perrito de lanas, cuando le vio, dejó caer el papel y el perrito, el cual soltó un grito al darse un trastazo. En resumen, la aparición de Chichikov produjo una alegría y una satisfacción o, cuando menos, el reflejo de la satisfacción general.
Les sucedió lo mismo que se observa en los rostros de los funcionarios ante quienes ha comparecido en visita de inspección el jefe de las oficinas que ellos atienden. Una vez han pasado el primer susto, advierten que le han gustado muchas cosas, que se digna sonreír y pronuncian unas frases agradables, y los funcionarios ríen doblemente; se ríen de buena gana incluso los que no han podido oír bien las frases, se ríe incluso el policía que se encuentra lejos, al lado de la puerta, y que desde que nació jamás se ha reído, ya que lo único que ha hecho es enseñar el puño a la gente; sin embargo, siguiendo las leyes inmutables del reflejo, su cara expresa algo que se parece a una sonrisa, si bien su sonrisa produce la sensación de que de un momento a otro va a estornudar tras haber tomado una pulgarada de rapé fuerte.
Nuestro protagonista contestó a todos y cada uno con extremada naturalidad: se inclinaba a derecha e izquierda, un poco de lado, según era costumbre en él, pero con una soltura que sedujo a todos. Las señoras lo rodearon en seguida, formando una deslumbrante guirnalda, e hicieron llegar hasta él nubes enteras de toda clase de perfumes: una olía a rosas, otra emanaba olor a violetas y primavera, la de más allá parecía saturada de reseda. Chichikov no hacía otra cosa que arrugar la nariz y olfatear.En sus vestidos se veía un derroche de buen gusto: los rasos, las muselinas y las gasas eran de tonos pálidos que entonces estaban de moda, de colores a los que resultaba difícil darles nombre (hasta tal punto se había llegado en la exquisitez del gusto). Los ramilletes de flores y los lazos revoloteaban por todas partes sobre los trajes en el más pintoresco desorden, aunque dicho desorden era el resultado de profundas reflexiones y de numerosos ensayos. El tenue sombrero se apoyaba sobre las orejas y parecía como si dijera: «¡Eh, que salgo volando! ¡Qué pena que no pueda llevar conmigo a mi hermosa dueña!»
Las cinturas, muy ceñidas, presentaban las formas más sólidas y gratas a la vista (debemos hacer constar que las señoras de la ciudad de N. eran un tanto regordetas, pero sabían ajustarse tan bien el talle y eran de un andar tan agradable, que disimulaban a la perfección su obesidad).
Todo lo tenían pensado y previsto con mucha prudencia y tacto; el cuello y los hombros, descubiertos, los mostraban exactamente hasta el punto preciso, pero nada más; cada una de ellas lucía sus posesiones hasta el límite en que sus propias convicciones le decían que eran capaces de originar la perdición de un hombre. Lo demás permanecía todo oculto, con sumo gusto, ora por una tenue corbatita, ora por un chal tan diáfano como esos pasteles a los que se da el nombre de «besos», que les rodeaba enteramente el cuello, ora por unas pequeñas paredes dentadas de suave batista que se conocen con el nombre de «discreciones», que cubrían sus hombros. Tales «discreciones» cubrían por delante y por detrás lo que ya no podía causar la perdición de un hombre, aunque inducían a creer que era allí justamente donde se hallaba la misma perdición.

Sus largos guantes no tapaban hasta las mangas, sino que, intencionadamente, dejaban descubiertas las partes incitantes del brazo, sobre el codo, que en muchas mostraba una envidiable robustez; a otras se les habían roto sus guantes de cabritilla, pues obligados como estaban a permanecer tensos hasta el máximo, les habían estallado. En resumen, parecía como si todo llevara escrito: «No, no nos encontramos en provincias, estamos en la capital, ¡esto es el mismo París!»
Sólo se veían escasas cofias de una forma como nunca se vio en la tierra, o una pluma real que, contra todas las modas vigentes, se atenía exclusivamente al gusto personal de quien la llevaba. Pero no era posible evitarlo, ya que es algo propio e inalienable de todas las capitales de provincias: por una parte o por otra, la cuerda no puede por menos de romperse.
Chichikov, mientras las damas le rodeaban, iba pensando: «¿Quién de ellas será, no obstante, la que escribió la carta?», y al mismo tiempo adelantaba la nariz. Pero su nariz se encontró metida en medio de una serie de codos, bocamangas, mangas, blusas, cintas y vestidos. Sonaron las primeras notas de un galop y todo se dispersó al instante: la esposa del jefe de Correos, el capitán de policía rural, la señora de la pluma azul, la señora de la pluma blanca, el príncipe georgiano Chipjaijilidzev, el funcionario de Moscú, el funcionario de San Petersburgo, el francés Couvou, Perjunovski, Berebendoski, todo desapareció al instante…
— ¡Ya lo tenemos! ¡Comenzó el revuelo! —exclamó Chichikov retrocediendo, y una vez que las señoras se hubieron sentado se puso otra vez a mirarlas, intentando adivinar por la expresión de sus rostros y de sus ojos quién había sido la autora de la carta. En todos sitios vio, no obstante, un mismo sentimiento casi no desvelado, tan imperceptible y fino, tan sutil…
«No —pensó Chichikov—, las mujeres son una cosa… —y entonces hizo un gesto como el que renuncia a comprender—. ¡No vale la pena hablar de ellas! Intentan explicar o contar todo lo que les pasa por el rostro, todas esas alusiones y sutilezas. Resultaría imposible sacar nada en claro. Sus ojos empiezan ya por ser un reino inmenso en el que cualquiera que penetre se perderá. No podrán sacarlo de allí ni siquiera con gancho. A ver quién intenta, por ejemplo, describir el fulgor de esos ojos: es un fulgor húmedo, como aterciopelado, de azúcar. ¡Sabe Dios todo lo que se encierra en ese fulgor! Es duro y suave a un tiempo, totalmente lánguido, o, como dicen algunos, es una delicia, o no lo es, sino algo incomparablemente más intenso que una delicia, que invade el corazón y se introduce por todos los rincones del alma como si poseyera una ganzúa. Resulta incluso imposible hallar la palabra adecuada: es la mitad galante del género humano, y solamente eso.»
Perdón. Por lo visto de los labios de nuestro protagonista se ha escapado una palabra oída en la calle. ¡Qué le vamos a hacer! Así es, en nuestro país, la situación del escritor. Sin embargo, si una palabra salida de la calle se encuentra en los libros, la culpa no la tiene el autor, sino los lectores, y sobre todo los lectores que pertenecen a la alta sociedad. Son los primeros en no pronunciar normalmente ninguna palabra rusa, y en cambio las francesas, inglesas y alemanas las usan en tal cantidad que hasta llegan a hartarle a uno, y las pronuncian manteniéndose atentas a cuantas reglas de pronunciación se quiera: el francés lo hablan con la nariz y con un acento gangoso, y el inglés lo pronuncian del mismo modo que lo haría un pájaro, hasta el punto de que incluso su fisonomía se vuelve de pájaro, y se ríen de todos aquellos que no consiguen poner fisonomía de pájaro. Lo único de que carecen es del elemento ruso, con la excepción, tal vez, de que, impulsados por su patriotismo, hacen edificar en su casa de campo una cabaña al estilo ruso.
De este modo son los lectores de la alta sociedad, y, junto con ellos, todos los que se agregan a la alta sociedad. Y no obstante, ¡qué espíritu tan exigente no tendrán! Se empeñan en que todo se escriba forzosamente en el lenguaje más depurado, más severo y noble. En resumen, pretenden que el idioma ruso nos caiga del cielo, adecuadamente perfeccionado, y se pose en sus mismas lenguas, de tal modo que no tengan otra cosa que hacer que abrir la boca y sacar la lengua. Por supuesto que la mitad femenina del género humano es sabia, pero debemos reconocer que son más sabios aún los dignos lectores.

Mientras tanto, Chichikov continuaba vacilando, sin conseguir adivinar quién era la dama que había escrito aquella carta. Trató de observar con más atención y advirtió que por parte de las señoras se expresaba asimismo algo que, al mismo tiempo que da esperanza, prometía dulces tormentos al corazón del infeliz mortal, de manera que, por último, pensó: «¡No, no es posible adivinarlo!» A pesar de ello, no disminuyó en lo más mínimo la alegre disposición de ánimo que le invadía.
Intercambió gratas frases con alguna señora, haciéndolo de la forma natural y hábil que le caracterizaba, se aproximó a otras, a fin de saludarlas, con esos breves pasitos con que acostumbran a andar los vejetes presumidos que llevan tacones altos, esos a los que se suele dar el nombre de potros ratoniles y que con tanta destreza se mueven entre las damas. Volviéndose hábilmente a derecha e izquierda, dejaba arrastrar el pie de un modo apenas perceptible, enseñándolo a la manera de un corto trazo o de una coma.
Las señoras se veían muy satisfechas y no sólo hallaron en él una infinidad de detalles simpáticos y gratos, sino que notaron en su rostro una majestuosa expresión, algo de guerrero, propio de un Marte, cosa que, como todo el mundo sabe, gusta mucho a las mujeres. Incluso comenzaron a pelearse por causa de él: cuando se dieron cuenta de que habitualmente se colocaba cerca de la puerta, algunas se precipitaron a ocupar una silla junto a la entrada, y cuando una tuvo la buena fortuna de lograrlo, poco faltó para que se produjera una historia nada agradable; y muchas, que querían hacer lo mismo, encontraron eso una insolencia realmente repugnante.
Chichikov se hallaba tan entretenido charlando con las damas, o mejor dicho, las damas se hallaban tan entretenidas charlando con él, lo mareaban de tal modo con sus sutiles y complicadas alegorías, que él tenía que adivinar, hasta el extremo de que el sudor comenzó a bañar su frente, que olvidó por completo el deber de cortesía que le obligaba a aproximarse primero de todo a la dueña de la casa para saludarla. Se dio cuenta al escuchar la voz de la gobernadora, que desde hacía varios minutos se encontraba frente a él:
— ¡Ah, es usted, Pavel Ivanovich!
Soy incapaz de transcribir fielmente las palabras que pronunció la gobernadora, pero dijo algo que rebosaba amabilidad, a la manera como se expresan las damas y los caballeros que aparecen en las novelas de nuestros escritores mundanos, tan aficionados a describir los salones y a presumir con su conocimiento , del buen tono, algo parecido a: «¿Es que se han apoderado de su corazón de tal modo que en él ya no queda lugar, ni el más mínimo rincón, para las que usted ha olvidado con tanta crueldad?» Nuestro protagonista se volvió inmediatamente hacia la gobernadora e iba ya a responder algo que sin duda no tendría nada que envidiar a las respuestas de los Zvonski, Linski, Gremidin, Lidin y demás militares que hallamos en las novelas de moda, tan hábiles todos ellos, cuando al azar, sin advertirlo la vista, se quedó como si un rayo le hubiera caído encima.
Frente a él no se encontraba sólo la gobernadora: de la mano llevaba a una jovencita de unos dieciséis años, fresca y rubia, de correctas y suaves facciones, barbilla puntiaguda y un óvalo encantadoramente redondeado, un rostro que cualquier pintor querría utilizar de modelo para una madonna y que muy raramente se halla en Rusia, donde a todo le gusta manifestarse en grande: los bosques, las estepas, las montañas, los rostros, los labios y los pies.
Se trataba de la rubia con quien se había tropezado en el camino, cuando se marchaba de la casa de Nozdriov, cuando por culpa de los cocheros o los caballos sus carruajes habían chocado de manera tan rara, los aparejos se habían enredado y el tío Miniai y el tío Mitiai habían intentado arreglar aquello. Chichikov se turbó de tal manera que fue incapaz de pronunciar una sola palabra. El diablo sabe lo que dijo, pero desde luego fue algo que en modo alguno habrían dicho Gremidin, ni Zvonski ni Lidin.
— ¿Conoce usted a mi hija? —preguntó la gobernadora—. Hace poco que ha salido del pensionado donde estaba estudiando.
El repuso que por casualidad había tenido la suerte de conocerla; intentó agregar algo más, pero no le salió absolutamente nada. La gobernadora agregó unas breves frases y se dirigió con su hija hacia otro lado de la sala, donde había otros invitados, mientras que Chichikov continuó inmóvil, como la persona que gozosamente ha salido de su casa para dar un paseo, dispuesta a fijarse en todo, y de repente se detiene, acordándose que ha olvidado alguna cosa. Nada puede existir más estúpido que esa persona: en un segundo la despreocupación se esfuma de su rostro e intenta acordarse de qué es lo que olvidó. ¿Un pañuelo? No, su pañuelo lo lleva en el bolsillo. ¿El dinero? También lo lleva en el bolsillo. Se diría que lo ha cogido todo, pero no obstante un extraño espíritu le murmura al oído que ha olvidado algo. Contempla distraídamente a cuantos pasan por delante de él, los veloces coches, los fusiles y morriones de un regimiento que desfila, el rótulo de una tienda, pero sin ver nada.
Así, Chichikov de repente se sintió ajeno a todo cuando tenía lugar en torno a él. Durante este tiempo, de los olorosos labios de las señoras llovió un sinnúmero de preguntas y alusiones pronunciadas con la mayor delicadeza y amabilidad:
— ¿No estará permitido a estas infelices habitantes de la tierra la osadía de preguntarle en qué está pensando?
— ¿Dónde se hallan los felices lugares por los que aletean sus sueños?
— ¿Se puede saber cómo se llama la que le ha sumido en ese dulce valle de reflexiones?
Pero él respondía a estas preguntas sin prestar la más mínima atención a lo que decía, y las agradables frases desaparecían como si se sumergieran en el agua. Incluso se mostró tan descortés que al cabo de un rato se alejó de las damas, ansioso por averiguar hacia dónde se habían dirigido la gobernadora y su hija. A pesar de todo las damas no parecían dispuestas a dejarle ir tan pronto; cada una de ellas resolvió en su fuero interno valerse de toda esa serie de armas que tan peligrosas resultan para nuestros corazones, y poner en juego cuanto de mejor tenían. Es preciso notar que algunas damas —digo algunas, pero no todas— poseen una pequeña debilidad: si advierten que están dotadas de un encanto, la boca, la frente, las manos, creen que esa parte mejor de su rostro será lo primero en que se fijen los demás, y todos a una dirán: «¡Observad qué bella nariz griega tiene!», «¡Qué perfecta y encantadora frente la suya!» La que posee hermosos hombros está convencida de que todos los jóvenes se quedarán como hechizados y no dejarán de repetir cuando ella pase por su lado: «¡Oh, qué hombros tan maravillosos!», y ni siquiera prestarán atención al rostro, el pelo, la frente y la nariz, y en caso de que lo hagan será como si se tratara de una cosa que no le pertenece. De este modo piensan algunas damas.
Todas y cada una se prometieron comportarse en los bailes de la forma más encantadora que les fuera posible y mostrar con todo su brillo la superioridad de lo que tenían más perfecto. La jefa de Correos ladeó la cabeza con tanta languidez en el momento en que bailaba un vals que realmente parecía que se trataba de un ser sobrenatural. Cierta dama muy agradable —que no había acudido allí en absoluto con la intención de bailar debido a lo que ella llamaba una incomodidad, es decir, unos diminutos granitos que habían aparecido en su pie derecho, circunstancia que le había forzado a ponerse unas botas de pana— no pudo contenerse y dio unas cuantas vueltas a pesar de sus botas de pana, con el único fin de que la jefa de Correos no lograra salirse con la suya.

Pero de todo esto nada produjo en Chichikov los efectos apetecidos. Ni siquiera se dignó fijarse en los círculos que describían las damas, sino que, puesto de puntillas, no dejaba de otear por encima de las cabezas, intentando ver dónde podía hallarse la atractiva rubia; después se inclinaba e intentaba ver entre los hombros y las espaldas, hasta que por último logró contemplarla. Se encontraba sentada junto a su madre, sobre la cual se mecía con aire majestuoso algo semejante a un turbante oriental coronado con una pluma.
Dio la sensación de que se disponía a tomarlas a las dos al asalto. Ya porque influyera en él la primavera, ya fuera porque alguien le empujó por detrás, el hecho es que continuó adelante con decisión sin fijarse en nadie ni en nada. El arrendatario de los servicios públicos se vio obsequiado con un empujón que le hizo tambalearse y con no poca dificultad consiguió sostenerse sobre una pierna, pues de no ser así habría arrastrado consigo a toda una fila. El jefe de Correos tuvo que retroceder y se quedó mirándole con una mezcla de sorpresa y de sutil ironía, pero él ni siquiera se dio cuenta. Sólo veía a lo lejos a la rubia que estaba poniéndose un largo guante y que seguramente se hallaba muy deseosa de lanzarse a volar sobre el parquet. Allí, muy cerca, cuatro parejas estaban bailando una mazurca; los tacones repiqueteaban contra el suelo y un subcapitán de Infantería hacía grandes esfuerzos, poniendo en juego cuerpo y alma, brazos y pies, por conseguir un paso que ni aun soñando habría podido nadie marcar.
Chichikov se deslizó junto a los que bailaban la mazurca, y, casi rozando los zapatos de los caballeros, fue a parar directamente al lugar en que se hallaban la gobernadora y su hija. Pero al aproximarse a ellas se mostró extremadamente tímido, olvidó sus elegantes pasitos, rápidos y cortos, e incluso se sintió un poco turbado, de tal modo que sus movimientos resultaron un tanto torpes.
No podemos afirmar con certeza si en nuestro protagonista acababa de despertarse el sentimiento del amor; incluso no es seguro que los hombres como él, esto es, los que no son gordos, aunque tampoco flacos, sean capaces de amar. No obstante, con todo y con eso, había algo raro, algo que a él mismo no le era posible explicarse. Tuvo la sensación —según confesaría más tarde—, de que todo el baile, con todas las conversaciones y ruidos, era algo que ocurría a lo lejos: los violines y las trompetas sonaban más allá de unas montañas y todo se encontraba envuelto en una niebla, parecido al campo de un cuadro pintado con descuido.
Y en medio de aquel campo lleno de brumas y pintado de cualquier manera, lo único que sobresalía con precisión, como algo acabado, eran los finos rasgos de la seductora rubia: el redondeado óvalo de su bonito rostro, y su fina cintura, esa cintura que acostumbran a tener las jovencitas durante los primeros meses después de haber concluido sus estudios, su vestidito blanco y hasta casi sencillo, que ceñía levemente y con mucho primor su joven y esbelto cuerpo, y que ponía de manifiesto unas líneas puras. Toda su figura recordaba una joya delicadamente tallada en marfil. Era la única figura blanca y, como un ser claro y transparente, destacaba entre las demás personas, que formaban un conjunto opaco y confuso.
Según parece, es cosa que ocurre en el mundo. Según parece, incluso los Chichikov, durante unos breves momentos de su vida, se transforman en poetas, aunque la palabra «poeta» resultaría ya excesiva aplicada a ellos. No obstante se sintió como si hubiera rejuvenecido, casi casi como si se hubiera transformado en un húsar. Advirtió que junto a ellas se encontraba una silla vacía y no dudó en sentarse en ella. En los primeros momentos la conversación no fluía como es debido, pero después la cosa se arregló y la charla empezó a cobrar bríos. Sin embargo… aquí, aun sintiéndolo mucho, tendremos que decir que las personas serias y que ocupan importantes cargos resultan un tanto pesadas en la conversación con las señoras. En estos oficios son auténticos maestros los tenientes y, todo lo más, aquellos que no han ido más allá del grado de capitán. Sabe Dios cómo lo harán. No parece que cuenten grandes cosas, pero lo cierto es que las jóvenes se ríen a carcajadas. Por el contrario, lo que dice un consejero de Estado es harto conocido: o habla de que Rusia es un país de considerables proporciones, o se lanza al terreno de los chicoleos, a los que en verdad no les falta ingenio, pero que dejan un horrible regusto a algo sacado de loslibros. Siempre que cuenta algo gracioso, se ríe en exceso, mucho más que la que le está escuchando.
Explicamos todo esto para que los lectores puedan darse cuenta de por qué la rubia comenzó a bostezar mientras nuestro protagonista le hablaba. Chichikov, no obstante, sin advertirlo siquiera, le explicó una infinidad de cosas agradables que ya había tenido ocasión de contar en otras diversas partes, a saber: en la provincia de Simbirsk, en casa de Sofrón Ivanovich Bespechni, donde por aquel entonces se hallaban la hija del propietario, Adelaida Sofronovna, y sus tres cuñadas, María Gavrilovna, Adelgueida Gavrilovna y Alexandra Gavrilovna; en la provincia de Riazán, en casa de Fiodor Fiodorovich Perekroiev; en la provincia de Penza, en casa de Frol Vasilievich Pobedonosni, y en la de su hermano Piotr Vasilievich, donde se encontraban su cuñada Katerina Mijailovna y las sobrinas-nietas de ésta, Emilia Fiodorovna y Rosa Fiodorovna; en casa de Piotr Varsonofievich, en la provincia de Viatka, donde estaba Pelagueia Egorovna, hermana de la cuñada de aquél, junto con su sobrina Sofía Rostislavna y las hemanastras Sofía Alexandrovna y Maklatura Alexandrovna. Tal conducta de Chichikov causó un profundo desagrado en las damas.
Una de ellas pasó a propósito por su lado para hacérselo advertir, y hasta rozó, como con descuido, a la rubia, con el desmesurado miriñaque de su vestido, y el flotante chal que cubría sus hombros pasó ondeando de tal forma que su extremo tocó el rostro de la muchacha.
Mientras tanto, a sus espaldas, de los labios de una de las damas salió, al mismo tiempo que un olor a violeta, una observación muy mordaz e hiriente. No obstante él, o no la oyó o simuló no oírla. Sea como fuere, esto no estuvo nada bien, ya que siempre hay que estimar como es debido la opinión de las damas. Cuando se arrepintió de ello era ya demasiado tarde.
El desagrado, exactamente en todos los sentidos, apareció reflejado en muchas caras. Por considerable que fuera el peso de Chichikov en la sociedad, a pesar de que era millonario y su rostro tenía algo de guerrero, de Marte, hay cosas que las damas no pueden perdonar a nadie, quienquiera que sea, y entonces puede darse por perdido. Se dan circunstancias en que la mujer, por débil que sea su carácter comparándolo con el del hombre, da pruebas de más fortaleza no ya que el hombre, sino que cualquier otra cosa en el mundo. El desprecio de nuestro héroe, a pesar de ser casi involuntario, restableció entre las damas la armonía que había estado a punto de romperse a causa de la posesión de la silla. En ciertas palabras ordinarias que él había dicho con sequedad, hallaron venenosas alusiones. Para colmo de desgracias, uno de los jóvenes presentes compuso unos versos satíricos acerca de los que danzaban, cosa que, como todo el mundo sabe, sucede siempre en los bailes de provincias. En seguida se los atribuyeron a nuestro héroe. El descontento aumentó y las damas comenzaron a cuchichear por todas partes del modo más desagradable. La infeliz colegiala quedó aniquilada totalmente y la sentencia contra ella fue firmada.

Mientras tanto, a Chichikov le esperaba una sorpresa nada grata: al mismo tiempo que la rubia bostezaba y él le explicaba diversas historietas de las que él había sido protagonista en diferentes ocasiones e incluso le hablaba del filósofo griego Diógenes, se presentó en la puerta, procedente de otro aposento, Nozdriov. Se ignoraba si venía del bar o de un saloncito verde en el que se jugaba al whist más fuerte que de costumbre; si venía por su propia voluntad o si le habían echado de mala manera, pero la cosa es que se le veía contento y alegre, cogido del brazo del fiscal, al que sin duda llevaba arrastrando así desde hacía un buen rato, pues el pobre hombre no cesaba de mover sus frondosas cejas en todas direcciones como si buscara el modo de evadirse de aquel amistoso paseo del brazo de Nozdriov.
Porque lo cierto es que aquello resultaba insoportable. Nozdriov, que se había animado con sólo dos tazas de té, por supuesto que con su acompañamiento de ron, no hacía más que decir una mentira detrás de otra. Cuando lo vio a lo lejos, Chichikov tomó incluso la resolución de sacrificarse, esto es, de abandonar su envidiable sitio y alejarse lo más rápidamente que le fuera posible, puesto que el encuentro con él no presagiaba nada bueno. Pero la mala suerte quiso que en aquel preciso instante se volviera el gobernador, quien manifestó una gran alegría por haber hallado a Pavel Ivanovich, y lo detuvo, rogándole que le sirviera de juez en una disputa que sostenía con dos señoras sobre si el amor de las mujeres es un sentimiento duradero. Nozdriov, que entretanto le había visto, se dirigió hacia él.
— ¡Vaya! ¡Ahí tenemos al propietario de Jersón! ¿Qué hay, propietario de Jersón? —exclamó aproximándose y riendo de una forma tan estrepitosa que sus mejillas, frescas y encendidas, se estremecían como una rosa primaveral—. ¿Has adquirido muchos muertos? ¿No está usted enterado, Excelencia? —continuó gritando y dirigiéndose al gobernador—. ¡Adquiere almas muertas! ¡Sí, como lo oye! Escúchame, Chichikov, te voy a hablar como amigo, todos nosotros somos amigos tuyos, aquí está Su Excelencia. Bueno, pues yo te ahorcaría, ¡te juro que te ahorcaría!
Chichikov no sabía qué hacer.
—Puede usted creerme, Excelencia —prosiguió Nozdriov—: cuando me rogó que le vendiera las almas muertas, poco faltó para que yo reventara de risa. Cuando he llegado aquí he sabido que había adquirido siervos por valor de tres millones para trasladarlos a otras tierras. ¿Cómo los va a trasladar? Lo que a mí quería comprarme eran muertos.
Oye, Chichikov, eres un animal, un perfecto animal. Aquí está Su Excelencia, ¿no es verdad, fiscal?
Pero el fiscal, y Chichikov, y hasta el gobernador se encontraban tan confusos que no hallaron palabras para responder. Nozdriov, sin dedicarles ninguna atención, siguió hablando como el hombre que está bastante borracho:
—Tú, hermano, tú, tú… No me separaré de ti hasta que me entere de para qué has adquirido almas muertas. Oye, Chichikov, tendría que darte vergüenza, bien sabes que soy tu mejor amigo. Aquí está Su Excelencia, ¿no es verdad, fiscal? No puede imaginarse, Excelencia, la buena amistad que existe entre nosotros. Aquí estoy yo, si me preguntaran a quién quiero más, si a mi propio padre o a Chichikov, y me rogasen que contestara con el corazón en la mano, diría que a Chichikov. Tal como lo oye… Permíteme, querido, que te dé un beso.
Permítame, Excelencia, que le dé un beso. Sí, Chichikov, no me lo rechaces, permite que te dé un beso en esa mejilla tan blanca como la nieve.
Nozdriov fue rechazado con sus besos de una forma tan violenta que poco faltó para que cayera al suelo. Todos los demás se alejaron de él y ahí acabó la cosa. No obstante, sus palabras sobre la adquisición de almas muertas, gritadas a voz en cuello y acompañadas de carcajadas, llamaron la atención incluso de las personas que se hallaban en los más alejados rincones de la pieza. Encontraron todos aquella noticia tan extraña, que permanecieron como petrificados, dibujándose en sus rostros una estúpida expresión inquisitiva. Chichikov se dio cuenta de que numerosas damas se hacían guiños con una sonrisa mordaz y llena de rencor, y en algunos rostros se adivinó una ambigüedad que acabó de aumentar su confusión.
Todos sabían muy bien que Nozdriov era un gran embustero, y no tenía nada de extraordinario oírle los mayores absurdos. Pero el ser humano es así, resulta casi imposible comprender las razones, pero es así: basta que circule una noticia, por absurda que sea, basta que se trate de una novedad, para que un mortal la comunique a otro, aunque no sea más que para añadir: «¡Vea usted qué embuste circula por ahí!», y el tercero le escuchará con sumo agrado, aunque luego diga él mismo: «Sí, es un absurdo embuste, no merece que se le preste atención alguna». Y al instante acudirá a buscar a otro para explicárselo y exclamar al final con noble indignación: «¡Qué embuste tan ruin!» El rumor correrá por toda la ciudad, los mortales, sin dejar ni uno solo, lo comentarán hasta que se cansen y a continuación agregarán que es una estupidez indigna de que se pierda el tiempo hablando de ello.
Esta circunstancia, a simple vista absurda, transformó visiblemente a Chichikov. Por estúpido que sea lo que dice el necio, en ocasiones es más que suficiente para confundir al hombre inteligente. Se sintió contrariado y a disgusto, exactamente igual que si con sus brillantes botas se hubiera metido en un maloliente charco.

En resumen, se sentía molesto, muy molesto. Intentó olvidar todo aquello, distraerse y divertirse, jugó una partida de whist, pero todo le marchó al revés: jugó dos ocasiones el palo del contrario y como un necio mató su propia carta. El presidente era incapaz de comprender que Pavel Ivanovich, con lo buen jugador que era, pudiera equivocarse de tal forma, y sacrificó incluso su rey de piques, en el que, como él mismo decía, confiaba tanto como en Dios.
Como es de suponer, el jefe de Correos, el presidente y hasta el jefe de policía gastaron a nuestro protagonista las bromas de rigor acerca de si estaba enamorado, que ellos se habían dado cuenta de que el corazón de Pavel Ivanovich no andaba muy bien y sabían perfectamente quién lo había herido. Pero nada de esto le hacía recobrar la tranquilidad, por más que intentara reír y gastar bromas.
En el transcurso de la cena tampoco se encontró a gusto, a pesar de que sus compañeros de mesa eran personas muy agradables y de que hacía ya largo rato que se habían llevado a Nozdriov, porque incluso las mismas damas habían observado que su comportamiento resultaba cada vez más escandaloso. En pleno cotillón se le había ocurrido sentarse en el suelo, entreteniéndose en tirar de los faldones a los que bailaban, cosa que, según decían las damas, era completamente intolerable.
La cena fue muy animada. Todos los rostros, que aparecían entre los candelabros de tres brazos, las flores, las botellas y los dulces, se veían iluminados por una sonrisa de satisfacción. Las damas, los oficiales y lo señores de frac, extraordinariamente amables, llegaron incluso a resultar empalagosos. Los caballeros se levantaban y se apresuraban a quitar a los criados los platos, que después ofrecían con peregrina destreza a las damas. Cierto coronel llegó a ofrecer a una señora una salsera en la punta de su espada desenvainada.
Los caballeros de edad madura, entre los que se hallaba Chichikov, discutían en voz alta, acompañando cada una de sus acertadas palabras de un pedazo de ternera o de pescado bien envuelto en mostaza, y charlaban de materias sobre las que él conversaba siempre, pero él se parecía a la persona fatigada o deshecha por un largo viaje, que no comprende nada ni le es posible percibir el sentido de nada. Sin aguardar siquiera a que la cena llegara a su fin, se marchó a la posada, mucho antes de la hora en que solía retirarse.
Allí, en el aposento ya conocido por el lector, con la puerta cerrada por la cómoda, sus reflexiones y su espíritu se volvieron tan inquietos como inquietos era el sillón en el que se había sentado. Su corazón experimentaba una sensación confusa, como si un triste vacío lo hubiera invadido.
— ¡Ya podría llevarse el diablo a cuantos inventaron todos estos bailes! —exclamó malhumorado—. ¿De qué se alegran esos necios? En la provincia la cosecha ha sido muy mala, los precios son elevadísimos, y no se les ocurre otra cosa que organizar bailes. ¡Con tal de lucir sus trapos! ¡Pues realmente, había algunas que llevaban encima por valor de más de tres mil rublos! Y todo eso va a cuenta de las cargas que pagan los mujiks, o, lo que todavía es peor, a cuenta de nuestra propia conciencia. Bien se sabe para qué se aceptan las dádivas y se hace de lo blanco negro: para comprar un chal a la esposa, o bien uno de esos polisones o lo que sea. ¿Y para qué? Para no dar pie a que una murmuradora cualquiera, una Sidorovna, proclame que el atavío de la jefa de Correos era mejor, se gastan dos mil rublos. Quieren bailes, divertirse, y el baile es una porquería que no va de acuerdo con el espíritu de los rusos, con nuestro carácter. El diablo lo entenderá; un hombre adulto, mayor de edad, que de pronto sale enteramente vestido de negro, desplumado y más estirado que un diablo, y comienza a mover los pies. Hay quienes ni se acuerdan de su propia pareja y continúan charlando con otro acerca de una importante cuestión, al mismo tiempo que mueven los pies a uno y otro lado como monigotes… Todo es debido al afán de imitación. Como los franceses se comportan a los cuarenta años como un mozalbete de quince, ¡pues nosotros hemos de hacer lo mismo! No, realmente… después de un baile uno se encuentra como si hubiera cometido un pecado; no apetece ni recordarlo. Uno siente su cabeza tan vacía como después de haber hablado con un hombre de mundo, que conversa de todos los temas, pasa rozando por todo, todo lo que dice, brillante y llamativo, lo ha sacado de los libros, pero de cuanto dijo no queda nada, y después advierte que incluso el diálogo con un sencillo comerciante, que lo único que conoce es su negocio, pero que lo conoce a fondo, por experiencia propia, vale mucho más que todas esas frases que nada significan. Veamos, ¿qué es lo que podemos sacar en limpio de un baile? Imaginemos que un escritor tuviera la idea de describir toda esa escena tal como es. En el libro resultaría tan absurda como en la realidad. ¿Es moral o todo lo contrario? ¡El diablo lo sabe! Uno lo abandona, cierra el libro y se queda ignorándolo.
Esta es la poco favorable opinión de Chichikov respecto a los bailes en general, aunque es de suponer que esta vez su descontento se debía a otra razón. Su mal humor no era debido sobre todo al baile en sí, sino a lo que en él había tenido lugar, al hecho de que había aparecido ante todos sabe Dios cómo, a que le habían puesto en una ambigua y extraña situación.
En efecto, mirando las cosas con ojos de persona sensata, se daba cuenta de que todo aquello no era más que una necedad, una estupidez que no quería decir nada, especialmente en aquellos momentos, cuando lo más importante estaba ya ultimado como era debido. Pero el hombre es un ser sorprendente: se sentía en verdad disgustado de que lo miraran con malos ojos aquellos a quienes él no apreciaba y sobre los cuales se expresaba con palabras tan duras, criticando sus vestidos y su vanidad. Y su enojo creció aún más al comprender, en cuanto hubo analizado lo ocurrido, que, en cierto modo, él mismo tenía la culpa.
Sin embargo no se irritó consigo mismo, y con razón. Todos sentimos la pequeña debilidad de ser un poco indulgentes para con nosotros mismos y preferimos hallar a alguien sobre quien descargar nuestro enojo, por ejemplo, un criado, o un funcionario que está a nuestras órdenes y que tiene la mala ocurrencia de comparecer en ese instante ante nosotros, o la esposa, o aunque se trate de una simple silla, que saldrá volando quién sabe hacia dónde, hacia la misma puerta, y que se quedará sin una pata o sin un brazo. ¡Para que se entere bien de lo que significa nuestro enfado!
Así, Chichikov halló pronto al prójimo sobre el que descargar todo lo que la ira le pudiera inspirar. Ese prójimo no era otro que Nozdriov. Y no es preciso añadir que quedó vapuleado tan concienzudamente como sólo es vapuleado un starosta ladrón o como es tratado un cochero por un capitán cualquiera ejercitado en esos menesteres o en ocasiones incluso por un general, quien a las numerosas expresiones que se han hecho clásicas, agrega otras totalmente nuevas, de su propia invención.
El árbol genealógico de Nozdriov salió a relucir por entero y gran parte de los miembros de su familia por línea ascendente quedaron bastante mal parados.
Mientras se hallaba sentado en su duro sillón, sumido en tales reflexiones y turbado por el insomnio, acordándose de Nozdriov y de toda su familia, y frente a él alumbraba la vela de sebo, cuya mecha se había transformado en un negro carbón y amenazaba constantemente con apagarse; mientras la oscura y ciega noche se asomaba por la ventana, dispuesta a transformar su negrura en azul cuando llegara la aurora, y en la lejanía cantaban los gallos; mientras en la ciudad, sumida en profundos sueños, tal vez atravesaba las calles un capote de frisa, un desgraciado de Dios sabe qué clase y condición que no conocía otra cosa (¡ay!) que el camino tan pisado por el escandaloso pueblo ruso, en ese preciso instante, decimos, en el otro extremo de la ciudad se producía un acontecimiento que contribuiría a hacer más desagradable la situación de nuestro protagonista.
Por las calles y callejuelas más alejadas avanzaba ruidosamente un vehículo tan peregrino que nos encontraríamos en gran dificultad si intentáramos especificar qué clase de vehículo era. No se trataba de una tartana, ni de un tílburi, ni de una calesa; antes guardaba gran parecido con una sandía carirredonda colocada sobre ruedas. Las mejillas de dicha sandía, esto es, las portezuelas, que aún tenían las huellas de pintura amarilla, ajustaban muy mal, debido al desfavorable estado de los cierres, que los habían sujetado de cualquier forma mediante cuerdas. La sandía se hallaba totalmente repleta de almohadones de percal que tenían la forma de saquitos, rollos y simples cojines, y de sacos llenos de pan, bollos y rosquillas de todas clases. En medio de todo aquello destacaban dos empanadas. La parte trasera estaba ocupada por un individuo que quería hacer las veces de lacayo, y que llevaba una chaquetilla de tela casera y una barba en la que comenzaban a verse canas: era lo que suele conocerse con el nombre de «mozo».
El estrépito del vehículo sobre las piedras y el chirrido de los hierros y tornillos oxidados hicieron despertar al guarda en la otra punta de la calle, el cual, empuñando su alabarda, exclamó casi gritando con voz, medio adormilada: «¿Quién va?», aunque, al ver que no iba nadie y que sólo se oía un ruido a lo lejos, se quitó del cuello un pequeño animalito, se aproximó al farol llevándolo entre los dedos y a continuación lo ajustició entre las uñas. Seguidamente dejó la alabarda y se quedó dormido de conformidad con los reglamentos de la orden de Caballería que profesaba.
Los caballos no hacían más que caerse sobre las patas delanteras, ya que no estaban herrados y, según parece, desconocían el liso empedrado de la calzada de la ciudad. El vehículo dio unas cuantas vueltas, pasando de una calle a otra, hasta que se introdujo en una oscura callejuela, dejó atrás la iglesia parroquial de San Nicolás, y se paró frente a la casa del arcipreste. Del carromato salió una muchacha con un pañuelo a la cabeza y un chaquetón guateado y comenzó a aporrear la puerta con los dos puños tan enérgicamente que cualquiera habría creído que se trataba de un hombre. (Al mozo de la chaquetilla de tela casera hubo que sacarle después arrastrándolo por las piernas, porque estaba dormido como un tronco.)
Los perros se pusieron a ladrar, el portal se abrió y tragóse por último, aunque no sin trabajo, aquella tosca producción del arte carreteril. El vehículo penetró en un pequeño patio en el que apenas quedaba espacio libre a causa de la aglomeración de leña, gallineros y todo género de jaulas. Del carromato salió una dama: era la viuda del secretario colegiado Korobochka. La vieja, poco después de haber partido nuestro héroe, experimentó el temor de que se la hubiera hecho victima de un fraude, y habiendo pasado tres noches sin conciliar el sueño resolvió ir a la ciudad, a pesar de que los caballos estaban sin herrar, a fin de enterarse de buena tinta de a qué precio se pagaban las almas muertas. Podría suceder, Dios no lo permitiera, que hubiera incurrido en el error de venderlas por la cuarta parte de su precio.
Las consecuencias de la venida de la señora Korobochka las hallará el lector explicadas en cierta conversación que tuvo lugar entre dos damas. Dicha conversación…, pero valdrá más dejarla para el capítulo que sigue.
