Almas Muertas – por Mykola Hóhol – Capitulos IX y X

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CAPITULO IX

Por la mañana, incluso antes de la hora indicada en la ciudad de N. para recibir visitas, una dama engalanada con un distinguido vestido a cuadros cruzó la puerta de una casa de madera pintada de color amarillo, con buhardas y columnas azules; esta dama iba acompañada por un lacayo de librea con diversas esclavinas y galón de oro en su brillante sombrero redondo.

La dama subió con precipitación las gradas del estribo del carruaje que le esperaba a la entrada. El lacayo cerró la portezuela, levantó el estribo, y, después de agarrarse a la correa de la trasera, exclamó dirigiéndose al cochero: «¡Vamos ya!». La dama experimentaba el irrefrenable deseo de comunicar lo antes posible una noticia de la que acababa de enterarse. No hacía más que mirar por la ventanilla y con sumo pesar observaba que todavía faltaba por recorrer la mitad del camino. Las calles le parecían más largas que de costumbre. El asilo, una gran casa blanca de mampostería con estrechas y pequeñas ventanas, se hacía tan tremendamente largo que, por último, gritó, incapaz de contenerse:

— ¡Maldito edificio! ¡Nunca se acabará!

El cochero tuvo que escuchar dos veces la misma orden:
— ¡Vamos, aprisa, Andriushka! ¡Con qué calma te lo tomas hoy!
Al fin llegaron a la meta. El carruaje se paró frente a un edificio de madera de una sola planta, pintado de color gris oscuro con adornos de marquetería en las ventanas, y elevada cerca delante de ellas, con un pequeño jardín donde crecían unos raquíticos arbolillos a los que el polvo de la ciudad había terminado dando un tono blanco. En las ventanas se veían macetas con flores, un loro columpiándose en su jaula, que se agarraba con el pico a la anilla, y dos perritos que estaban durmiendo al sol.

En esta casa vivía una íntima amiga de la dama recién llegada. El autor se encuentra con notables inconvenientes para dar nombre a ambas damas sin que después se enojen con él como ya lo hicieron en otros tiempos. Darles un apellido imaginario puede ser peligroso. Cualquier nombre que a uno se le ocurra; por fuerza tiene que aparecer en algún rincón de nuestro imperio —pues no en vano es tan vasto—, y quien lo lleve se enojará en extremo y dirá que el autor se personó allí en secreto a fin de saberlo todo: cómo es, que prefiere comer, qué ropas viste y qué casa de Agrafena Ivanovna frecuenta. Y Dios nos libre de nombrarlos por sus títulos, todavía resulta más peligroso. Todos nuestros títulos y estamentos se sienten hoy en día tan enojados que todo lo que leen en un libro impreso cada uno lo interpreta como refiriéndose a su propia persona: se diría que es algo que se masca en el aire. Es suficiente observar que en tal ciudad hay un imbécil para que todo el mundo se dé por aludido. De repente sale un caballero respetable por su apariencia y exclama: «¡Yo también soy una persona, entonces también soy imbécil!».

En resumen, que inmediatamente adivina de qué se trata.

De ahí que, a fin de evitar todo eso, a la dama que recibía la visita la llamaremos tal y como lo hacían casi unánimemente en la ciudad N., es decir: dama agradable bajo cualquier concepto. El nombre se lo había granjeado legítimamente, ya que no regateaba nada para resultar agradable hasta el máximo, a pesar de que, es cierto, por detrás de su amabilidad asomaban la nariz, las impaciencias de su carácter femenino y a pesar de que, en algunas ocasiones, en cada palabra agradable asomaba la nariz, un alfiler. Y no hablemos ya de cómo hervía su corazón contra la que pretendiera ser la primera en cualquier cosa.

Pero todo esto aparecía cubierto por los más delicados modales que sea posible hallar en una ciudad de provincias. Sus movimientos eran en todo momento llenos de gracia, le agradaban los versos, algunas veces incluso sabía dar a su cabeza una pose soñadora y todo el mundo se mostraba de acuerdo en afirmar que se trataba de una dama agradable bajo cualquier concepto. La otra dama, la que venía de visita, estaba dotada de un carácter con menos facetas, y por eso la llamaremos sencillamente agradable.

La llegada de la visitante despertó a los perrillos que se hallaban durmiendo al sol: la peluda «Adéle», que constantemente estaba enredada en sus propias lanas, y «Popurrí», un chucho de delgadísimas patas. Los dos se precipitaron con los rabos enroscados hacia el vestíbulo, donde la recién llegada se estaba despojando de su abrigo a cuadros, quedándose con un vestido de un color y dibujo a la moda y grandes pieles que le envolvían el cuello. El aroma de jazmín invadió toda la estancia.

En cuanto la dama agradable bajo cualquier concepto se enteró de la llegada de la dama sencillamente agradable, acudió rápidamente a recibirla. Se cogieron de las manos, se abrazaron y lanzaron una exclamación como la de dos colegialas que se tropiezan un día cuando no hace mucho que han salido del internado, cuando sus mamaítas todavía no han tenido ocasión de contarles que el padre de la una disfruta de menos recursos y ocupa un puesto inferior al padre de la otra. Los besos fueron tan sonoros que ambos perritos comenzaron de nuevo a ladrar, razón por la que se les espantó con un pañuelo, y las dos damas se encaminaron a la sala, azul, como pueden muy bien imaginarse, con su diván, su mesa de forma ovalada e incluso unos reducidos biombos cubiertos de yedra. Tras ellas penetraron en la sala, gruñendo, la peluda «Adéle» y «Popurrí», el de las patas delgadas.

—Aquí, aquí, venga a este rinconcito —dijo la dueña, de la casa indicando a la visitante que se sentara en un rincón del diván—. Así, muy bien. Tome este cojín. Y mientras esto decía puso detrás de la otra un cojín en el que aparecía bordado con hilo de lana un caballero como generalmente acostumbran a ser los caballeros bordados en cañamazo: tenía por nariz una escalera y por labios unos rectángulos.

—Qué contenta estoy de que usted… He oído el carruaje y estaba preguntándome quién sería a estas horas. Parasha afirmaba que era la vicegobernadora; pensé que de nuevo venía esa estúpida a molestar y me disponía a decir que me hallaba fuera de casa…

La recién llegada quería ya poner manos a la obra y dar parte a la otra de la noticia. Pero la exclamación que en ese preciso instante lanzó la dama agradable bajo cualquier concepto cambió el rumbo de la conversación.

— ¡Qué tela tan alegre! —dijo la dama agradable, contemplando el traje de la dama sencillamente agradable.

—Sí, es muy alegre. No obstante, Praskovia Fiodorovna cree que resultaría mejor si los cuadros fueran algo más pequeños y los lunares, en lugares de ser de color marrón, fueran azules. A mi hermana le han enviado una telita que es una delicia, no existen palabras para decirlo.

Figúrese: unas pequeñas rayitas muy finas, muy finas, con fondo azul celeste, y atravesando esas rayas todo está lleno de ojitos y patitas, ojitos y patitas, ojitos y patitas… ¡Se trata de algo insuperable! Con seguridad se puede afirmar que nunca ha habido en el mundo nada parecido.

—Será un tanto chillón, querida.
—No, no lo es.
—Sí, tiene que resultar chillón.
Es preciso advertir que la dama agradable bajo cualquier concepto era un poco materialista, dada a la negación y a la duda, y en la vida eran bastantes las cosas que rechazaba.

La dama sencillamente agradable insistió diciendo que no era chillón y añadió:

— ¡Ah, enhorabuena, ya no están de moda los volantes!

— ¿Qué me dice?
—Ahora se llevan festoncitos.
— ¡Qué horror, festoncitos!
—Pues ahora todo son festoncitos: pelerinas de festoncitos, hombrillos de festoncitos, festoncitos en las mangas, festoncitos en los bajos, festoncitos por todas partes.

—No me gusta, Sofía Ivanovna, eso de que no haya más que festoncitos.
—No se puede usted figurar, Anna Grigorievna, lo bien que queda. Se cose con dos dobladillos, con sisas anchas por la parte de arriba… Ya verá qué sorpresa le causa; entonces dirá… Pero figúrese que los cuerpos se llevan ahora aún más largos, y se estila el escote en pico, de forma que el hueso queda totalmente fuera. Las faldas van muy fruncidas, como antes con los tontillos, y por detrás se pone algodón para que resulte bien.

—Bueno, en ese caso… —murmuró la dama agradable bajo todos los conceptos mientras movía la cabeza con aire de dignidad.

—Tiene usted toda la razón —repuso la dama sencillamente agradable.

—Puede decir lo que le parezca, pero yo no me vestiré así.
—Yo tampoco… Si se piensa hasta qué extremos llega algunas veces la moda… ¡Es algo totalmente incomprensible! Le he dicho a mi hermana que me preste los patrones para reírme. Mi criada Melania lo está cosiendo.

—Cómo, ¿que tiene usted los patrones? —dijo la dama agradable bajo todos los conceptos, sin poder disimular un ademán de visible emoción.

—Sí, me los mandó mi hermana.

—Querida, por todo lo que más quiera, le suplico que me los preste.
—Se los he prometido a Praskovia Fiodorovna. De todos modos, se los entregaré cuando ella me los devuelva.

— ¿Y quién será capaz de ponerse nada después de que lo haya estrenado Praskovia Fiodorovna? Me parece muy raro su modo de actuar, olvida a las amigas por los extraños.

—Es tía segunda mía.
— ¡Dios sabe qué clase de tía es! Por parte de su marido… No, Sofía Ivanovna, ni quiero ni oírlo. Es como si usted pretendiera ofenderme… Según parece se ha cansado de mí, por lo visto pretende usted romper conmigo.

La pobre Sofía Ivanovna no sabía qué hacer. Advertía perfectamente que se había metido entre dos fuegos muy intensos. ¡Bien se lo había ganado, por presumir! Experimentaba deseos de pincharse con alfileres su necia lengua.

— ¿Y qué se ha hecho de nuestro seductor forastero? —preguntó entonces la dama agradable bajo todos los conceptos.

— ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo es posible que se me haya ido el santo al cielo? ¿Tiene usted idea de por qué he venido, Anna Grigorievna?

La visita sintió que se le aceleraba la respiración, las palabras se mostraban dispuestas, al igual que milanos, a lanzarse una tras otra, y fue necesaria toda la crueldad de su íntima amiga para osar interrumpirla.

—Pues por más que usted lo alabe y ensalce —exclamó más vivamente que de costumbre—, le diré con toda franqueza, se lo diré a él mismo en la cara, que es una mala persona, una mala persona, una mala persona.—Escuche lo que tengo que contarle…

—Ha corrido el rumor de que es guapo, pero de guapo no tiene nada, realmente nada, su nariz es… asquerosa.

—Pero deje usted, deje que le explique, querida Anna Grigorievna, ¡permita que le explique! Se trata de una historia, ¿me entiende? una historia. C’est se qu’on appelle une histoire *—exclamaba la visitante comenzando a desesperarse y con lastimera voz.

En francés: “Es lo que se llama una historia”.

Debemos hacer constar que la conversación de ambas damas estaba salpicada de una infinidad de palabras extranjeras e incluso extensas frases en francés. Pero por mucha que sea la admiración del autor hacia las salvadoras ventajas que el idioma francés ofrece a Rusia, por mucho entusiasmo que despierte en él la loable costumbre de nuestra alta sociedad, que se vale de esa lengua a todas las horas del día, por supuesto que impulsada por un profundo sentimiento de amor a la patria, no se decide a intercalar ninguna frase de idiomas extranjeros en este poema suyo, que es ruso.

Continuaremos, pues, en ruso.

— ¿Qué historia es ésa?
— ¡Ay, vida mía! ¡Si pudiera usted, Anna Grigorievna, imaginarse la situación en que yo me hallaba! Figúrese: ha venido hoy a mi casa la esposa del arcipreste, del padre Kiril, y ¿qué piensa usted que me ha contado de nuestro forastero, ese tan tranquilito?

—Pero ¿es que ronda a la esposa del arcipreste?

— ¡Ay, Anna Grigorievna, eso no sería nada! No se trata de eso. Escuche lo que me ha explicado la esposa del arcipreste. Se ha presentado en su casa una propietaria llamada Korobochka, extremadamente asustada y pálida como un cadáver. ¡Y qué cosas dice, qué cosas dice! Es una auténtica novela. A altas horas de la noche, cuando todo estaba tan oscuro como boca de lobo y en la casa todo el mundo dormía, comenzaron a dar unos horribles golpes en la puerta, gritando a voz en cuello que si no abrían en seguida derribarían la puerta. ¿Qué le parece? ¿Qué opina de nuestro seductor forastero?

—Pero ¿es que la Korobochka es joven y bonita?
—Ni muchísimo menos, se trata de una vieja.
— ¡Qué encanto! Se dedica a conquistar a una vieja. En vista de esto no hay nada que decir acerca del gusto de nuestras damas, hallaron de quién enamorarse.

—No es nada de eso, Anna Grigorievna, no es ni muchísimo menos lo que usted se imagina. Figúrese la situación: comparece armado de punta en blanco, algo así como un Rinaldo Rinaidini, y le exige que le venda todos los campesinos que habían fallecido. La Korobochka contestó de una manera muy razonable que no le era posible, porque estaban muertos. «No, —replicó él—, no están muertos, es asunto mío si lo están o no.

¡No están muertos! —se puso a gritar—. ¡No están muertos!» En resumen, que armó un horrible escándalo: todos los de la aldea salieron huyendo, los niños lloraban, nadie entendía nada, ¡terrible, lo que se dice terrible!… No puede usted imaginarse, Anna Grigorievna, la impresión que me produjo todo esto cuando lo oí.

«Señora —me decía Mashka—, está usted muy pálida, mírese al espejo.» «No es ahora el momento de mirarme al espejo —le contesté—, he de ir en seguida a explicárselo a Anna Grigorievna.» Y sin perder ni un segundo ordené que engancharan. Andriushka, el cochero, me preguntó hacia dónde nos dirigíamos, y yo era incapaz de pronunciar una sola palabra, por lo que me quedé mirándole como una estúpida. Sin duda creería que me había vuelto loca. ¡Ay, Anna Grigorievna, si supiera usted de qué manera me ha sobresaltado esto!

—No obstante es todo muy extraño —dijo la dama agradable bajo todos los conceptos—. ¿Qué significarán esas almas muertas? Debo confesar que no comprendo nada en absoluto. Es la segunda vez que oigo mencionar esas almas muertas. Mi marido asegura que Nozdriov no dice la verdad, pero no me cabe duda de que se encierra algo en esto.

—Pues imagínese, Anna Grigorievna, en qué situación quedé cuando lo supe. «Ahora —dice la Korobochka—, no sé qué tengo que hacer. Hizo que firmara por la fuerza un documento falso y me arrojó quince rublos en billetes. Carezco de experiencia, soy una infortunada viuda y no sé nada…» ¡Menudo escándalo! No puede usted hacerse idea del sobresalto que me produjo el oírlo.

—Dirá lo que a usted le parezca, pero no se trata de almas muertas. Aquí hay algo muy diferente.

—Yo también lo creo así —repuso con cierta sorpresa la dama sencillamente agradable, sintiendo la invencible curiosidad de saber qué era lo que podía encerrarse en todo aquello. Y después preguntó, acentuando la pronunciación—. ¿Qué piensa usted que se encierra en ello?

—Y usted, ¿qué cree?
— ¿Qué creo?… Confieso que ni siquiera sé qué pensar.
—A pesar de ello, querría saber la opinión que se ha formado en torno a este asunto.

La dama sencillamente agradable no supo qué contestar. Sólo era capaz de sobresaltarse, pero no de formarse una idea clara de las cosas, debido a lo cual se sentía más necesitada que cualquiera otra de consejos y de una verdadera amistad.

—Pues entérese de lo que es eso de las almas muertas —dijo la dama agradable bajo cualquier concepto.

La otra, cuando escuchó estas palabras, se convirtió toda en oídos: las orejas se le pusieron tiesas por sí mismas, se incorporó hasta el punto de que casi perdió contacto con el diván, y aunque era un tanto pesada, dio la sensación de que adelgazaba, de que se transformaba en una delicada pluma y de que al más leve soplo iba a salir volando.

Así el señor ruso que va a cazar con su jauría, cuando se aproxima al bosque de donde saltará la liebre acosada por los ojeadores, montado a caballo y con la fusta en alto, se transforma por un momento en pólvora a la que se disponen a aproximar la mecha encendida. Sus ojos permanecen fijos en el aire enturbiado por la ligera niebla y ya se figura que alcanza la pieza por más que se alce contra él la blanda nieve de la estepa, que le lanza estrellas de plata al bigote, a la boca, a los ojos, a las cejas y a su gorro de castor.

—Esas almas muertas… —dijo la dama agradable bajo cualquier concepto.

— ¿Qué, diga? —, se impacientó la visitante, a quien la dominaba la emoción.

— ¡Almas muertas!…

— ¡Hable de una vez, por Dios se lo suplico!
—Eso lo han inventado como tapadera. Lo que realmente hay es que él se propone raptar a la hija del gobernador.

La conclusión era, efectivamente, peregrina e inesperada en cualquier sentido en que se tomara. Cuando oyó esto, la dama sencillamente agradable quedó como petrificada, se puso pálida, tan pálida como un cadáver, en efecto, se sobresaltó, en esta ocasión muy de veras.

— ¡Ay, Santo Dios! —exclamó al tiempo que juntaba las manos—. Eso sí que no podía figurármelo.

—Pues yo se lo confieso, en seguida que abrió usted la boca advertí de qué iba la cosa —dijo la dama agradable bajo cualquier concepto.

— ¿Y qué opina después de esto, Anna Grigorievna, acerca de la educación que se recibe en los pensionados? ¡Esta es la inocencia!

— ¡Inocencia! He tenido ocasión de oír cosas que ella decía, y le doy mi palabra de que me resultaría imposible repetirlas.

— ¿Sabe usted, Anna Grigorievna? A una se le destroza el corazón al ver a qué punto de inmoralidad se ha llegado.

—Los hombres enloquecen por ella. Y yo le aseguro que no le veo nada de particular… Es terriblemente amanerada.

— ¡Ay, vida mía, Anna Grigorievna! Parece una estatua, su rostro no tiene ninguna expresión.

— ¡Qué amanerada, pero qué amanerada es! ¡Dios Santo, qué amanerada! Ignoro de quién lo habrá aprendido, pero en toda mi vida jamás he visto una mujer tan gazmoña.

—Querida, sólo es una estatua más pálida que un cadáver.
—No hable usted así, Sofía Ivanovna, se da colorete de un modo espantoso.

—Se equivoca usted, Anna Grigorievna, es blanquete, blanquete y sólo blanquete.

—Querida, yo me senté cerca de ella. Se da colorete, se había embadurnado la cara con una capa del espesor de un dedo; se le caía a pedazos, como si se tratara de estuco. Lo ha aprendido de su madre, que no es más que una coqueta, y su hija le dará cien vueltas.

—Permítame, si quiere se lo juraré por lo que usted misma me indique. ¡Que pierda a mi marido, a mis hijos y todos los bienes si ella lleva ni una pizca, ni un tanto así de colorete!

— ¡Pero qué está usted diciendo, Sofía Ivanovna! —exclamó la dama agradable bajo cualquier concepto, juntando las manos.

— ¡Hay que ver de qué manera es usted, Anna Grigorievna! La miro y no me es posible evitar hacerme cruces —replicó la dama agradable, quien también juntó las manos.

No se sorprenda el lector de que las dos damas se mostraran disconformes en algo que habían observado casi al mismo tiempo. En el mundo hay gran número de cosas que poseen esta propiedad: si las contempla una dama serán totalmente blancas, mientras que si las contempla otra serán rojas, tan rojas como el arándano rojo.

—Ahí va otra prueba de que es pálida —continuó la dama agradable—. Recuerdo como si lo estuviera viendo que yo me hallaba sentada al lado de Manilov y le hice notar: «¡Mire usted qué pálida!» En verdad que es preciso ser tan necio como lo son todos nuestros hombres para volverse locos por ella. Y nuestro seductor forastero… ¡Ah, qué poco agradable me parecía! No puede imaginarse, Anna Grigorievna, hasta qué extremo me resultaba desagradable.

—Pues se encontraban allí ciertas damas a las que en modo alguno les era indiferente.

— ¿Lo dice usted por mí, Anna Grigorievna? Jamás podrá afirmarlo, jamás, jamás.

—No me estoy refiriendo a usted. ¡Como si no existiera nadie más!

— ¡Nunca, nunca, Anna Grigorievna! Permítame decirle que me conozco demasiado bien, Tal vez pueda afirmarse de algunas que presumen de ser inaccesibles.

—Perdóneme, Sofía Ivanovna. Permítame decirle que yo jamás me mezclé en asuntos tan escandalosos. De otras se podrá decir, pero de mí nunca; permítame decírselo.

— ¿Por qué se disgusta usted? Se hallaban allí otras damas, hasta había algunas que se apresuraron a ocupar una silla junto a la puerta a fin de estar cerca de él.

Tras estas palabras de la dama agradable parecía inevitable que estallara una tormenta, pero, por sorprendente que pueda parecer, las dos damas se calmaron de pronto y no estalló absolutamente nada. La dama agradable bajo cualquier concepto recordó que todavía no se encontraban en su poder los patrones del vestido de moda, y la dama sencillamente agradable advirtió que todavía no había logrado enterarse de ningún detalle del descubrimiento hecho por su amiga íntima, y la paz se restableció en seguida.

Por otra parte, no puede afirmarse que ninguna de las dos estuvieran por naturaleza inclinadas a molestar a los demás; sus caracteres no se gozaban con el infortunio ajeno. Era que, sin siquiera advertirlo, a lo largo de la conversación surgía alguna vez por sí mismo el pequeño deseo de lanzar un alfilerazo; el pequeño placer que, aprovechando el momento oportuno, sentían zahiriendo con algo que doliera: «¡Anda! ¡Ahí tienes, trágate eso!» Son muy diversas las necesidades el corazón, tanto del género femenino como del masculino.

—Hay algo que no logro comprender —dijo la dama sencillamente agradable—, y es cómo Chichikov, que se encuentra aquí de paso, ha tenido esa osadía. No podía llevarlo a cabo sin disponer de cómplices.

— ¿Y usted piensa que carece de ellos?
—Dígame, ¿quién podría ayudarle?
—El mismo Nozdriov.
— ¿Nozdriov?
— ¿Y por qué no? Es algo muy propio de él. Bien sabe usted que pretendió vender a su mismo padre, o mejor dicho, pretendió jugárselo a las cartas.

— ¡Dios mío, qué interesante es todo esto que me cuenta usted! Nunca pude sospechar que Nozdriov tuviera algo que ver en esta historia.

—Pues yo siempre lo supuse.

— ¡Cuando uno se detiene a pensar en lo que sucede en el mundo! ¿Quién podía imaginarse, cuando Chichikov llegó aquí, que iba a producir tal revuelo? ¡Ay, Anna Grigorievna, si supiera usted qué sobresaltos los míos! De no ser por lo mucho que usted me aprecia y por su amistad…, se lo confieso, me sentiría como en el borde de un precipicio… Imagínese usted.

Mi Masha, al verme tan pálida, me dijo:

«Señorita, tiene usted la cara tan blanca como el papel». «Masha —repliqué yo—, en este momento no estoy para eso.» ¡Hay que ver las cosas que suceden! ¡Y Nozdriov implicado en todo ello!

La dama agradable se consumía en deseos de conocer más detalles en torno al rapto, o sea, la hora y demás. La dama agradable bajo cualquier concepto repuso abiertamente que lo ignoraba. No sabía mentir: muy distinto era hacer suposiciones, e incluso así sólo si las suposiciones se basaban en una convicción íntima. Cuando estaba íntimamente convencida, entonces era capaz de mantenerse en sus trece, y si un abogado, aunque se tratara del más ejercitado y entendido en refutar opiniones ajenas, hubiera medido las armas con ella, habría comprobado a la perfección lo que significa la convicción íntima.

No tiene nada de extraño que ambas damas acabaran quedando convencidas de lo que al principio imaginaban como una simple sospecha. Nosotros, los que nos consideramos inteligentes, actuamos de modo casi idéntico y la prueba de ello la encontramos en nuestros razonamientos científicos. Primero, el sabio se aproxima al asunto como un pillo de siete suelas, comienza tímidamente, con moderación, siguebhaciendo la más inocente pregunta: ¿Acaso procede de ahí? Tal país, ¿no habrá recibido su nombre de ese rincón? o bien: ¿No será este documento de una época más tardía? O bien: ¿No será preciso entender que al hablar de este pueblo en realidad se refieren a tal otro? Cita a éstos y aquéllos escritores antiguos, y en seguida que advierte el más pequeño atisbo, o se imagina advertir un detalle, recobra ánimos, se engalla, comienza a conversar con los escritores antiguos en un plan de confianza, les hace preguntas y él mismo responde por ellos, no acordándose ya de que todo tenía su origen en una débil suposición. Cree verlo así, le parece que todo se ha aclarado, y el razonamiento concluye con estas palabras: «Así es cómo sucedió, es necesario entender que se trata de tal pueblo, bajo este punto de vista se debe enfocar el asunto». Después lo grita a todos los vientos desde la cátedra y la verdad acabada de descubrir empieza a circular por el mundo, conquistando adeptos y partidarios.

En el mismo instante en que las dos damas acababan de resolver con tanto acierto como ingenio el complicado asunto, en la sala penetró el fiscal con su rostro de palo, sus frondosas cejas y su ojo que guiñaba como siempre.

Las damas, tras interrumpirse una a otra, le comunicaron todos los acontecimientos, le explicaron lo de la adquisición de almas muertas y del propósito de raptar a la hija del gobernador, y con todo ello le hicieron sumirse en tal mar de confusiones que, a pesar de que permanecía inmóvil en su sitio, abría y cerraba sin cesar el ojo izquierdo y se quitaba con la ayuda del pañuelo el rapé que se le había metido por la barba, sin ser capaz de comprender lo más mínimo.

De este modo lo dejaron las dos damas, las cuales, cada una por su parte, se encaminaron a sublevar la ciudad. Dicha empresa lograron realizarla en escasamente media hora. Todo entró en efervescencia, aunque nadie podía comprender nada. Las damas supieron liar hasta tal punto las cosas que todo el mundo, en especial los funcionarios, se quedaron como viendo visiones.

Al principio se hallaron en la situación del colegial dormido a quien sus compañeros, que se despertaron antes, le han introducido en la nariz un «húsar», esto es, un papel con tabaco. Después de sorber todo el tabaco con el afán característico del durmiente, se ha despertado al fin de sopetón, mira en torno a él como un estúpido, con los ojos tan abiertos que casi se le salen de las órbitas, y es incapaz de darse cuenta de dónde se encuentra ni de qué le ha sucedido; después comienza ya a distinguir las paredes iluminadas por los oblicuos rayos del sol, las risotadas de los compañeros que se ocultan en los rincones y la mañana que le contempla desde el exterior con el bosque donde cantan una infinidad de pájaros, el riachuelo iluminado por el sol, que se pierde a un lado y a otro entre los delicados juncos, invadido por chicuelos desnudos que se llaman en el agua a voz en grito, y tras todo esto, por último, advierte que tiene un «húsar» en la nariz.

Exactamente igual les sucedió al principio a los sencillos vecinos y a los funcionarios de la ciudad. Todos se quedaron como carneros, con los ojos desmesuradamente abiertos. Las almas muertas, Chichikov y la hija del gobernador se mezclaron y confundieron en sus cabezas de manera terrible. Después ya, tras la primera sensación de aturdimiento, pareció que podían distinguir cada cosa por separado y desglosar lo uno de lo otro, y comenzaron a pedir cuentas y a enojarse, al ver que la cuestión no se aclaraba.

Y así era, ¿en qué consistía eso de las almas muertas? En lo referente a las almas muertas no era posible hallar la menor lógica. ¿En qué consistía eso de adquirir almas muertas? ¿Quién era el estúpido capaz de hacerlo? ¿Quién iba a tirar de este modo el dinero? ¿Para qué iban a servir esas almas muertas? ¿Qué relación tenía con todo ello la hija del gobernador? Si se había formado el propósito de raptarla, ¿para qué se dedicaba a adquirir almas muertas? Y si adquiría almas muertas, ¿para qué tenía que raptar a la hija del gobernador? ¿Es que tal vez se las pensaba regalar? ¿Qué necedades eran esas que corrían por la ciudad?

Por cualquier parte se tropezaba uno con la misma historia. ¡Si por lo menos tuviera algún sentido!… Pero lo cierto es que la cosa había sido puesta en circulación, y por lo tanto, ¿habría para ello alguna razón? ¿Qué razón podía haber en las almas muertas? Todo aquello no era más que una necedad, un embrollo, chismes, el diablo sabía qué era… En resumen, comenzaron los comentarios y la comidilla de toda la ciudad fueron las almas muertas y la hija del gobernador, Chichikov y las almas muertas, la hija del gobernador y Chichikov, todo se puso en movimiento. Era como si la ciudad, dormida hasta aquel momento, se hubiera visto de pronto agitada por un torbellino. Abandonaron sus madrigueras todos los lirones y holgazanes que se pasaban el santo día acostados en bata y que desde hacía años permanecían encerrados en sus casas, culpando ora al zapatero, que les había hecho las botas demasiado estrechas, ora al sastre, ora al borracho del cochero. Todos aquellos que desde hacía yo qué sé cuánto tiempo no visitaban a nadie y sólo mantenían relación con los Zavalishin y Polezhaev (nombres muy célebres que derivan de los verbos «estar tumbado» y «echarse», extraordinariamente en boga en Rusia, así como la frase «llegarse a visitar a Sopikov y a Jrapovitski», sinónimo de un profundo sueño de espaldas, de costado y en cualquier otra postura, acompañado de silbidos de la nariz, ronquidos y otros atributos), todos aquellos a los que no había modo de hacer que salieran de su casa ni siquiera con el cebo de una sopa de esturiones de dos varas, que ella sola valía más de quinientos rublos, como todo lo que a dicha sopa acostumbra a seguir; en resumen, resultó que la ciudad era grande y que estaba poblada como es debido.

Surgieron a la luz un Sisoi Pafnutievich y un Macdonald Karlovich, de los que jamás había oído hablar nadie. Por los salones se paseó un hombre altísimo con señales evidentes de haber recibido un balazo en un brazo, de tan elevada estatura como nunca habían visto otro.

Carruajes de todas clases, que organizaron una auténtica confusión, invadieron todas las calles. En otra época y en distintas circunstancias, tal vez aquellos rumores no habrían logrado despertar la atención de nadie y habrían pasado de largo. Pero hacia demasiado tiempo que la ciudad de N. no recibía ninguna noticia. Es más, a lo largo de tres meses no había corrido chisme alguno, cosa que, como todo el mundo sabe, es tan necesaria para una ciudad como el normal abastecimiento de comestibles.

Entre la infinidad de comentarios pudieron advertirse dos criterios totalmente opuestos y dos bandos que se enfrentaban el uno al otro: el de los hombres y el de las mujeres. El bando de los hombres, el más necio, dedicaba su atención a las almas muertas. El de las mujeres se fijaba única y exclusivamente en el rapto de la hija del gobernador. En este segundo bando, dicho sea para hacer justicia a las damas, reinaba muchísimo más orden y circunspección. Se advierte que el Destino quiere que sean buenas amas de casa, y que sepan disponer las cosas.

Entre ellas todo adquirió en seguida un aspecto vivo y bien definido, revistió formas claras y precisas, las cosas se iban concretando y depurando. En resumen, que resultó un cuadro completo y preciso. Ellas opinaban que desde hacía largo tiempo Chichikov estaba enamorado y que se encontraban en el jardín por la noche, a la luz de la luna; el gobernador habría aceptado concederle la mano de su hija, ya que Chichikov era rico como un judío, pero había el inconveniente de su esposa, a la que él había abandonado (nadie era capaz de decir de qué manera llegó a saberse que Chichikov estaba casado); la mujer de Chichikov, víctima de un amor sin esperanzas, envió entonces al gobernador una carta muy conmovedora, y Chichikov, viendo que los padres jamás consentirían, había tomado la resolución de raptarla.

En otros lugares la versión que se daba del asunto era algo distinta. Afirmaban que Chichikov no era casado, pero que, como hombre sutil y que actuaba siempre sobre seguro, había comenzado cortejando a la madre y sosteniendo con ella secretas relaciones, tras lo cual acabó por pedir la mano de la hija. La madre, aterrorizada al pensar que con ello se cometería un acto contrario a la religión, y asaltada por los remordimientos, lo había rechazado rotundamente, razón por la que Chichikov se decidió por el rapto. A todo esto se fueron añadiendo numerosas enmiendas y explicaciones conforme los rumores llegaban hasta los más recónditos callejones. Las capas inferiores de la sociedad rusa sienten gran afición a comentar los rumores que circulan por la alta sociedad, y por eso no tiene nada de particular que en casas donde ni remotamente habían visto a Chichikov comenzaran a hablar de lo sucedido, pero cada vez más aumentado y corregido.

El asunto se iba volviendo más interesante por momentos y cada día adoptaba formas más concretas hasta que, tal como era, en su aspecto definitivo, llegó al conocimiento de la misma gobernadora. Esta, como madre de familia, como primera dama de la ciudad, se sintió en extremo ofendida por semejantes historias y, no sin razón, montó en cólera. La infeliz rubia fue sometida al más desagradable tête á tête en que haya podido encontrarse una jovencita de dieciséis años. Manaron a raudales las preguntas, los interrogatorios, las amenazas, las censuras, los reproches y exhortaciones, de tal manera que la muchacha estalló en llanto, bañada en lágrimas, sin lograr entender ni una palabra de lo que le decían. Al portero se le dieron órdenes rigurosas de que no permitiera pasar a Chichikov, fuera cual fuese la hora y bajo ningún pretexto.

Una vez cumplida su misión con respecto a la gobernadora, las damas se abalanzaron sobre el bando de los hombres, intentando atraérselo y asegurando que las almas muertas no eran más que una invención de la que se había echado mano sólo a fin de evitar las sospechas y de realizar el rapto felizmente. Una buena parte de los hombres quedaron al fin convencidos de esto y se pasaron al bando de las mujeres, a pesar de las violentas censuras de sus compañeros, que les llamaban mujerzuelas sin carácter, calificativo que, como ya se sabe, resulta extremadamente ofensivo para el género masculino.

Aunque los hombres prepararon sus armas e intentaron defenderse, en su bando no había el orden que caracterizaba al bando de las mujeres. En ellos todo parecía tosco, duro, desordenado, inservible, si ajustar, inútilmente en sus mentes reinaba el barullo, el desconcierto, la confusión, todo era una barahúnda, un revoltijo. En resumen, resaltaba a la perfección la vacía naturaleza del género masculino, una naturaleza pesada, tosca, incapaz de comprender los dictados del corazón ni los asuntos de la organización doméstica, una naturaleza holgazana, incrédula, siempre temerosa y siempre vacilante. Ellos afirmaban que todo eso era una necedad, que el rapto de la hija del gobernador era una cuestión más propia de un húsar que de un funcionario civil, que Chichikov no lo llevaría a cabo, que las mujeres mentían, que la mujer es igual que un saco, en el que cabe todo lo que le meten dentro, y que lo primero de todo, en lo que realmente tenían que fijarse, era en las almas muertas, las cuales, por otra parte, el diablo sabía qué podían significar, aunque no cabía duda de que se trataba de una cosa execrable.

En seguida vamos a saber por qué los hombres pensaban que se trataba de una cosa execrable. En la provincia había sido nombrado recientemente un nuevo gobernador general, cosa que, como todo el mundo sabe, produce gran inquietud entre los funcionarios: llegan las reprimendas, las reconvenciones y las censuras, y también el reparto de prebendas que el nuevo jefe ofrece a sus subordinados. «Si llega a enterarse de que por la ciudad circulan unos rumores tan estúpidos —se decían los funcionarios—, nos puede costar muy caro.»

El inspector de Sanidad se quedó de pronto pálido como un cadáver al figurarse Dios sabe qué: se preguntó si las almas muertas serían los enfermos fallecidos en considerable número en los hospitales y otros lugares como resultas de una epidemia de calenturas contra la que no se habían tomado las medidas oportunas, y pensó que tal vez Chichikov era un funcionario de las oficinas del gobernador general que había sido enviado allí para realizar una investigación secreta.

Así se lo dijo al presidente. Este replicó que era absurdo, pero después palideció asimismo y se preguntó: ¿Y si los mujiks adquiridos por Chichikov eran, en efecto, almas muertas? ¿Y si el gobernador general llegaba a enterarse de que él había estado de acuerdo en que se llevara a cabo la escritura de la venta sin poner reparo alguno, y que hasta había actuado como apoderado de Pilushkin? ¿Qué pasaría entonces?

Fue suficiente que lo comunicara a uno y a otro para que todos se pusieran pálidos. El temor es más contagioso que la peste y se comunica de inmediato. Todos comenzaron entonces a buscarse pecados, hasta los que no habían cometido. Las palabras «almas muertas» eran pronunciadas como si se tratara de algo indefinido e incluso se llegó a pensar si no se referían a los muertos enterrados con toda rapidez con motivo de unos sucesos que habían tenido lugar poco antes.

El primero de aquellos sucesos guardaba relación con unos mercaderes de Solvichegodsk que habían venido a la feria de la ciudad y que cuando ya habían vendido todos sus artículos, organizaron un festín con sus compañeros, los mercaderes de Ustsisolsk, festín celebrado al estilo ruso, pero con aditamentos alemanes: licores, ponches, bálsamos, etc. La comilona, como es de suponer, acabó en riña. Los de Solvichegodsk eliminaron a los de Ustsisolsk, aunque salieron de la refriega con las costillas molidas y un sinnúmero de cardenales, prueba evidente de los notables puños que poseían los difuntos. Uno de los vencedores quedó con la nariz totalmente aplastada, de tal modo que apenas le sobresalía en el rostro medio dedo. Los mercaderes reconocieron su culpa, y contaron que aquello era debido a los deseos que sintieron de divertirse un poco. Circulaban rumores de que cada uno de ellos había dado al juez cuatrocientos rublos, aunque la cosa estaba muy oscura.

Las investigaciones e interrogatorios demostraron que los comerciantes de Ustsisolsk habían perecido asfixiados a causa de las emanaciones de carbón, y así se les enterró, tras certificarse su muerte por asfixia.

El otro suceso ocurrido hacía poco se relacionaba con los mujiks de la aldea de Vshivaia-spes, perteneciente a la Corona, quienes junto con los mujiks de Borovka y Zadirailovo, de igual condición, habían dado muerte a la policía del zemstvo en la persona de un cierto asesor llamado Drobiazhkin; por lo visto, la policía del zemstvo, es decir, el asesor Drobiazhkin, visitaba muy a menudo dichas aldeas, en las que se había declarado una epidemia de calenturas, cuya causa era la mencionada policía del zemstvo, que manifestaba cierta debilidad de corazón y se interesaba demasiado por las mujeres y jovencitas de la aldea.

No se pudo averiguar exactamente lo que sucedió, a pesar de que los mujiks declararon abiertamente que el susodicho policía era más lascivo que un gato, que numerosas veces habían ido tras él y que en una ocasión incluso lo arrojaron desnudo de una cabaña en la que se había metido.

Lógicamente, el policía del zemstvo merecía ser castigado por su debilidad de corazón, aunque no obstante tampoco podía aprobarse que los mujiks de Vshivaie-spes y de Zadirailovo hubieran tomado la justicia por su mano, suponiendo que, en efecto, hubieran tenido algo que ver en la muerte. A pesar de todo el asunto estaba demasiado oscuro; al policía del zemstvo se le había hallado en medio de un camino con la guerrera desgarrada y el rostro hecho una lástima, hasta el extremo de que resultó imposible reconocerlo.

El asunto fue pasando de una instancia a otra hasta que llegó a la Audiencia, donde a puerta cerrada se razonó de este modo: los mujiks eran muy numerosos y no era posible averiguar quiénes de entre ellos habían tomado parte concretamente en el suceso, y en cambio Drobiazhkin estaba muerto y pocos beneficios eran los que podría alcanzar aunque ganara el juicio, siendo así que los mujiks estaban vivos, motivo por el cual para ellos era en extremo importante que se sentenciara a su favor. En consecuencia se falló: que la culpa de todo la había tenido el asesor Drobiazhkin de Vshivaia-spes y de Zadirailovo, y que había fallecido de un ataque de apoplejía sufrido al regresar en su trineo.

Parecía que aquel suceso estaba ya resuelto a las mil maravillas, pero los funcionarios, se ignora por qué, dieron en creer que las almas muertas tenían algo que ver con el asunto. Para acabar de embrollar las cosas, como hecho adrede, cuando los señores funcionarios se hallaban en tan embarazosa situación, al gobernador le llegaron dos documentos al mismo tiempo. En uno de ellos se le comunicaba que, según informes, en la provincia se encontraba un falsificador de billetes de Banco que escondía su personalidad bajo varios supuestos nombres, rogando que se adoptaran las medidas oportunas y más enérgicas para su búsqueda y captura. El segundo documento era un oficio del gobernador de la vecina provincia en el que se daba parte de la fuga de un criminal y se suplicaba que procedieran a la detención inmediata de todos los sospechosos indocumentados que hallaran.

Ambos documentos causaron gran asombro, sumiendo a la ciudad en un mar de dudas. Las hipótesis y conclusiones anteriores cayeron todas por su base. Cierto es que nadie imaginaba que esto tuviera relación alguna con Chichikov. No obstante, puesto a pensar cada uno por su parte, recordaron que en realidad ignoraban quién era Chichikov, que éste se había expresado muy vagamente acerca de sí mismo; había dicho, sí, que le habían perseguido por defender a la justicia, pero todo esto resultaba muy vago, y al recordar que, según sus propias palabras, se había creado numerosos enemigos, que incluso llegaron a atentar contra su vida, pasaron más adelante en sus deducciones: quiere decirse que su vida se hallaba en peligro, que era perseguido y que había cometido algo… Sí, ¿quién era realmente Chichikov?

En verdad que no era posible creer que se tratara de un falsificador de billetes, y menos todavía de un bandolero: ofrecía el aspecto de un hombre de buenas intenciones. Sin embargo, a pesar de todo, ¿quién era realmente? Y los señores funcionarios se hicieron la pregunta que debían haberse hecho al principio, esto es, en el primer capítulo de nuestro poema.

Resolvieron hacer unas cuantas preguntas a los que habían tomado parte en la cuestión de las almas muertas a fin de aclarar, por lo menos, qué adquisición era aquélla y qué debía entenderse por esas almas muertas; tal vez Chichikov hubiera contado, aunque fuese de pasada, cuáles eran sus verdaderas intenciones, y comunicado a alguien quién era él.

Ante todo acudieron a la Korobochka, pero fue muy poco lo que consiguieron poner en claro: le había pagado quince rublos, le compraba asimismo plumón y le había asegurado que compraría muchas otras cosas: adquiría tocino por cuenta de los establecimientos públicos, y sin duda se trataba de un granuja, ya que hubo uno que también adquiría plumón y tocino y estafó más de cien rublos a la esposa del arcipreste.

Lo restante no fue más que una repetición de lo dicho, y los funcionarios advirtieron que la Korobochka era, simplemente, una vieja necia. Manilov repuso que respondía de Pavel Ivanovich como de sí mismo y que entregaría todos sus bienes a cambio de poseer una centésima parte de sus virtudes; en resumen, que se explicó acerca de él en los términos más elogiosos, agregando algunos pensamientos sobre la amistad, expuestos mientras entornaban los ojos. Tales pensamientos explicaban satisfactoriamente los tiernos impulsos de su corazón, pero no sirvieron para aclarar a los funcionarios nada de lo que les interesaba.

Sobakevich contestó que consideraba a Chichikov un hombre de bien, que los siervos los había vendido seleccionados, y que eran personas que vivían en todos los sentidos, aunque no podía responder de lo que les sucediera en el futuro; si fallecían durante el viaje, debido a las dificultades del traslado, no sería él el responsable, sino que todo dependía de la voluntad de Dios; las calenturas y otras enfermedades mortales son demasiado frecuentes, y es fácil encontrar ejemplos de que aldeas enteras han resultado víctimas de ellas.

Los señores funcionarios apelaron entonces a otro recurso, no precisamente muy noble, pero al que se recurre en algunas ocasiones, como es el preguntar directamente a través de la servidumbre. Así, pues, interrogaron a los criados de Chichikov acerca de la vida que había llevado hasta entonces y de las circunstancias referentes a su amo, pero tampoco averiguaron grandes cosas. De Petrushka sólo pudieron sacar en claro el olor a cuarto cerrado, y de Selifán, que había sido funcionario público y que había servido en Aduanas. Nada más.

Esta clase de gente tiene una costumbre muy peculiar. Cuando se le pregunta directamente algo, jamás lo recuerdan, se les va todo de la cabeza y lo único que hacen es responder que no lo saben, y en cambio cuando se les pregunta de algo distinto, se dan cuenta en seguida de lo que uno pretende saber y lo cuenta con más detalles de lo que es preciso.

Todas las investigaciones y averiguaciones de los funcionarios les condujeron a descubrir que no sabían nada a ciencia cierta de Chichikov y que, no obstante, forzosamente tenía que ser algo. Finalmente acordaron hablar de esta cuestión y resolver, cuando menos, las medidas que debían adoptar con respecto a Chichikov: si se trataba de un hombre al que se tenía que detener y encarcelar por sospechoso, o si se trataba de un hombre que podía él mismo detenerles y encarcelarles a todos por sospechosos. A tal fin decidieron reunirse en la casa del jefe de policía, el padre y benefactor de la ciudad, al que nuestros lectores ya conocen.


CAPITULO X

En cuanto se hubieron reunido todos en casa del jefe de policía, los funcionarios tuvieron ocasión de darse cuenta de que, tras tantas inquietudes y preocupaciones, todos habían adelgazado mucho.

Efectivamente, el nombramiento de un nuevo gobernador general, los importantes documentos recibidos, y los rumores que circulaban, todo esto dejó sensibles huellas en sus caras, y a un buen número de ellos los fraques les venían extremadamente anchos. El fenómeno era general: el presidente, el inspector de Sanidad, el fiscal, e incluso un tal Semión Ivanovich, a quien nadie llamaba por su apellido y que lucía en su dedo índice un anillo que acostumbraba a mostrar a las damas, también él estaba como todos, más flaco. Es verdad que hubo valientes a quienes no les había abandonado el ánimo, como siempre sucede en tales ocasiones, pero eran muy pocos, tan pocos que quedaban reducidos a uno: el jefe de Correos.

Sólo él no había cambiado en su carácter, siempre igual. En casos semejantes solía exclamar:

— ¡Bien sabemos lo que son los gobernadores generales! Los cambiarán en tres o cuatro ocasiones, mientras que yo, señores míos, hace treinta años que no me he movido del mismo cargo.

A lo que los demás funcionarios acostumbraban a responder:
—A ti te va bien, sprechen Sie deutsch Iván Andreich; con recibir y mandar cartas estás al cabo de la calle. Cuando más, cierras la oficina una hora antes y cobras un tanto al comerciante que acude después por hacerte cargo de su carta, o aceptas un paquete que no deberías expedir. En una situación como la tuya, ¡cómo no!, cualquiera es un santo. Pero ¿y si el diablo acudiera a tentarte todos los días, cuando uno se resiste a aceptar y el dinero mismo se le viene a las manos? Tú careces de graves preocupaciones, sólo tienes un hijo. Mientras que yo… Aquí tienes a Praskovia Fiodorovna, a la que no entiendo cómo la hizo Dios que todos los años me trae uno o una Praskushka o un Petrushka. Si tú te encontraras en mi situación, otro gallo te cantara.

Así hablaban los funcionarios. Y respecto a si se puede o no resistir al diablo, no corresponde al autor juzgar sobre ello.

En el consejo reunido en esta ocasión se notaba muy en falta algo que es muy necesario y que las gentes del pueblo llaman sentido común. Hablando en términos generales, parece que nosotros no hemos sido creados para las asambleas representativas. En nuestras reuniones,empezando por el mir* campesino y terminando por todo género de comités científicos y de cualquier otro tipo, si no hay una cabeza que lo dirija todo, impera un tremendo desorden. Incluso es difícil explicarlo; según parece, nuestro pueblo sólo acierta cuando se reúne para comer o bien para divertirse, como sucede con los clubes y círculos a estilo alemán. Pero la disposición a emprender cualquier cosa en cualquier momento, según parece la tenemos todos.

Comunidad rural, o reunión de dicha comunidad.

De súbito, cuando nos viene en gana, fundamos sociedades benéficas, de fomento y yo qué sé de qué clase. El fin será magnífico, pero de todo ello no resultará nada. Quizá sea debido a que desde el principio nos mostramos satisfechos y consideramos que ya está todo realizado. Por ejemplo, se nos ocurre crear una sociedad benéfica para ayudar a los pobres, entregamos respetables sumas y en seguida, para celebrar una acción tan meritoria y digna de encomio, ofrecemos un almuerzo a las primeras autoridades de la ciudad, en el cual se invierte, claro está, la mitad de lo que se ha recaudado. Con lo que queda del dinero se alquila un espléndido piso para el comité, dotado de calefacción y portero. Al final de todo sólo quedan para los pobres cinco rublos y medio, y aun a la hora de distribuirlos surgen discrepancias entre los miembros, ya que cada uno intenta beneficiar a un conocido o recomendado.

Sin embargo, la reunión que en este momento nos ocupa era totalmente distinta: se había llegado a ella por necesidad. No se trataba ahora de pobres ni de cualquier otra cuestión que no les afectara directamente, sino de algo que concernía personalmente a todos y cada uno de los funcionarios: se trataba de un desastre que les amenazaba a todos por igual. En consecuencia, forzosamente habían de aparecer unidos y unánimes. Pero el diablo sabe lo que salió de todo aquello.

Dejando aparte las discrepancias propias de cualquier consejo, las opiniones de los presentes demostraron una incomprensible vacilación: unos afirmaban que Chichikov era el falsificador de billetes de Banco, y acto seguido agregaban: «Aunque tal vez no se trate del falsificador». Otros decían que era un funcionario de las oficinas del gobernador general, y acababan diciendo: «A pesar de todo, el diablo lo sabe, en la frente no lo lleva escrito».

A la observación de que se trataba de un bandolero disfrazado se opusieron todos. Hicieron constar que, además de su aspecto, tan agradable, en su conversación no se advertía nada que denotara a un sujeto capaz de llevar a cabo actos criminales. De repente el jefe de Correos, que desde hacía varios minutos se hallaba sumido en un mar de reflexiones, quizá impulsado por un arrebato de inspiración o por otro motivo, exclamó:

— ¿Saben, señores, quién es?
La voz con que pronunció estas palabras indicaba algo tan espantoso que hizo que todos preguntaran a la vez:

— ¿Quién?

—Señor mío, no es otro, ni más ni menos, que el capitán Kopeikin.
Y al preguntar todos a un tiempo:
— ¿Quién es ese capitán Kopeikin?
El jefe de Correos exclamó:
— ¿Ignoran ustedes quién es el capitán Kopeikin?
Todos respondieron que no tenían la más remota idea de quién era el capitán Kopeikin.

—El capitán Kopeikin —dijo entonces el jefe de Correos al mismo tiempo que abría su tabaquera a medias temiendo que un vecino introdujera en ella sus dedos, de cuya limpieza dudaba mucho, pues incluso había adquirido la costumbre de decir: «Ya sabemos, padrecito, que es usted capaz de meter sus dedos en cualquier lugar, y el rapé es algo que precisa mucha limpieza»—. El capitán Kopeikin —repitió el jefe de Correos cuando hubo tomado el rapé—, si lo explico será una historia muy distraída; en cierto modo cualquier escritor podría utilizarla como argumento para una novela.

Todos los reunidos expresaron sus deseos de conocer esta historia, o, según las palabras del jefe de Correos, argumento muy distraído para cualquier escritor, y él comenzó como sigue:

Historia del capitán Kopeikin
—Después de la campaña del año doce, señor mío.—comenzó diciendo el jefe de Correos, a pesar de que frente a él había no un señor, sino seis—, después de la campaña del año doce, uno de los heridos evacuados era el capitán Kopeikin. Ignoro si en Krasnoe o en Leipzig, lo cierto es que había perdido un brazo y una pierna. En aquellos tiempos todavía no existía disposición alguna respecto a los heridos; las pensiones a los inválidos fueron establecidas bastante más tarde, de manera que ustedes se pueden imaginar. El capitán Kopeikin se dio cuenta de que debía trabajar, pero el brazo que conservaba era el izquierdo. Se encaminó hacia su casa, habló con su padre, y el padre le dijo:

»—No me es posible darte de comer, apenas si consigo ganarme mi pan.

»Al capitán Kopeikin se le ocurrió marchar a San Petersburgo, con objeto de pedir al zar una ayuda, explicando que en tales lugares había expuesto su vida y derramado su sangre. En resumen, en furgones y carromatos del ejército, con toda clase de dificultades, logró llegar a San Petersburgo. Imagínense ustedes, ¡un cualquiera como el capitán Kopeikin y que de pronto se encuentra en una capital de la que se puede afirmar que no existe en el mundo otra como ella! ¡Es como si de repente viera la luz, un campo de vida, una Scherezada de ensueño! Se vio en la avenida Nevski, o en la calle Gorojavaia, o en la calle Liteinaia. La aguja del Almirantazgo destacando en el aire, los puentes colgantes sin punto alguno de apoyo, en resumen, lo que se dice una verdadera Semíramis.»No tenía más remedio que buscarse alojamiento, pero todo era espantosamente caro: cortinajes, alfombras, tapices, una verdadera Persia. Daba la sensación de que uno no hacía más que pisar dinero cuando entraba en un piso de ésos.

»Y al circular por las calles llegaba a su nariz un olor a miles de rublos.

Eso cuando mi capitán Kopeikin tenía por todo capital diez billetes de a cinco. Consiguió hallar cobijo en una fonda del camino de Revel que le costaba un rublo cada día. Por toda comida ingería un plato de sopa de coles y un pedazo de carne de vaca. Advirtió que en esas condiciones no podría vivir largo tiempo. Preguntó a quién debía dirigirse y le contaron que había una comisión superior, una especie de junta, ¿comprenden?, cuyo presidente era el general en jefe Fulano de Tal. Por aquella época el zar no había regresado todavía a la capital; las tropas seguían en París, todos se hallaban en el extranjero.

»Kopeikin se levantó muy de mañana, se rascó la barba con la mano izquierda, pues pagar al barbero representaba un desembolso, y tras ponerse el viejo uniforme, se dirigió con su pata de palo a ver al jefe, al alto personaje de quien le habían hablado. Preguntó en qué lugar vivía.

»—Ahí —le contestaron señalando una casa de la Ribera del Palacio.

Una cabaña como las de los campesinos. Los cristales de las ventanas medían braza y media, de modo que los jarrones y todo lo que había en su interior, en los aposentos, era como si estuviera fuera: en cierto sentido se podía tocar con la mano desde la calle. Magníficos mármoles en las paredes, adornos de metal, los tiradores de las puertas, todo daba la sensación de que, ante todo debía uno aproximarse a la tienda de la esquina, comprar jabón y frotarse con él dos horas las manos antes de rozarlo. En resumen, que todo resplandecía de tal suerte que a uno se le iba la vista. El propio portero parecía un generalísimo: rostro de conde, como el de un perro de aguas bien alimentado, bastón dorado, cuello de batista, el muy sinvergüenza… Kopeikin a duras penas logró subir con su pata de palo hasta la antesala y se encaminó hacia un rincón a fin de no tirar con el codo ninguno de aquellos jarrones de porcelana dorada procedentes de América o de la India. Es fácil suponer que la espera fue larga, ya que cuando él se presentó allí el general se acababa de levantar de la cama y el ayuda de cámara le ofrecía una jofaina de plata para que hiciera sus abluciones, como ustedes comprenderán.

»Haría unas cuatro horas que el capitán Kopeikin se hallaba esperando cuando entró un ayudante o funcionario de la guardia.

»—El general —anunció— se dispone a salir a la antesala.

»En la antesala había más personas que habas en un plato. Y no eran personas de nuestra condición, sino que todas pertenecían a la cuarta o la quinta clase, coroneles, y a alguna incluso le refulgía un gran macarrón en la charretera, en resumen, generales. De repente pareció como si todo se agitara suavemente, como si una leve brisa penetrara en la estancia. A uno y otro lado se oyó: «chist, chist», y por último se hizo un completo silencio. Entró el personaje. Bueno… ya se pueden ustedes imaginar: ¡un hombre de Estado! La cara… Bueno, de acuerdo con su categoría, ya comprenden…, con una elevada categoría… ya comprenden la expresión. No es preciso añadir que todos los que se hallaban en la antesala estaban extraordinariamente nerviosos, temblando y aguardando a que, en cierto modo, se decidiera su suerte.

»El ministro dignatario se dirigía a uno y a otro y le preguntaba:
»— ¿Qué es lo que desea? ¿Y usted? ¿Qué se le ofrece? ¿De qué se trata? ¿Cuál es el asunto que le trae?

»Por último llegó hasta donde estaba Kopeikin. Este, armándose de valor, dijo:

»—Excelencia, he derramado mi sangre, he perdido un brazo y una pierna, me encuentro en la imposibilidad de trabajar y me atrevo a pedir una merced del zar.

»El ministro vio delante de él a un hombre con una pata de palo y la manga derecha vacía sujeta a la levita de su uniforme.

»—Está bien —repuso—. Venga por aquí dentro algunos días.

»Kopeikin se marchó casi entusiasmado: había sido recibido en audiencia por tan elevado dignatario y, por otra parte, pronto se resolvería el asunto de su pensión. Caminaba por la acera muy animado. Se llegó a la posada de Palkin a beber un poco de vodka, comió en el restaurante Londres, donde pidió una chuleta con alcaparras y también un pollo con guarnición en abundancia. Mandó que le trajeran una botella de vino y después, por la tarde, se dirigió al teatro. En suma, que se corrió una pequeña juerga.

»Por la acera se tropezó con una inglesa tan esbelta como un cisne.

Kopeikin sintió hervirle la sangre en las venas y se precipitó tras ella con su pata de palo. “Pero no —se dijo—. Valdrá más dejarlo hasta que haya cobrado la pensión. He gastado mucho”. Bueno, pues tres o cuatro días más tarde Kopeikin volvió otra vez a la audiencia del dignatario y esperó hasta que éste hubo salido.

»—Vengo —le dijo— a escuchar la orden de Su Excelencia respecto a los heridos y enfermos… —y continuó exponiendo su asunto en la debida forma.

»El ministro, como ustedes comprenderán, en seguida lo reconoció.
»—Está bien —contestó—, pero en este momento no me es posible decirle nada nuevo. Sólo que deberá aguardar hasta que regrese el zar. Con toda seguridad se adoptarán entonces medidas respecto a los heridos, pero sin tener en cuenta la voluntad del monarca, a mí me es imposible hacer nada.

»Tras estas palabras hizo un saludo y se despidió.
»Ya pueden figurarse la disposición de ánimo del capitán Kopeikin. Se había imaginado que al otro día le entregarían el dinero diciéndole:

“Toma, querido, para que bebas y te diviertas”. Y en lugar de esto le habían ordenado que aguardara, sin haberle señalado siquiera un plazo. Cruzó el portal como un perro escaldado, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. “Esto no puede ser —pensó—. Iré de nuevo a contarle que el dinero ya se me acaba y que si no me ayudan pronto me voy a morir de hambre”.

En resumen, señor mío, que volvió otra vez a la Ribera del Palacio. Sin embargo allí le comunicaron: “Hoy no recibe, tiene que volver mañana”.

»Y al otro día, lo mismo. El portero ni siquiera se fijó en él. Mientras tanto, en el bolsillo no le quedaba más que un billete de cinco rublos. Al menos antes comía su sopa de coles y un pedazo de carne de vaca, pero ahora no tenía más remedio que resignarse a comer un arenque que compraba en la tienda, o un pepino en salazón y un kopec de pan. En suma, que el infeliz pasaba un hambre atroz. Pasaba frente a uno de esos restaurantes a los que ustedes ya conocen, donde el cocinero es un francés de rostro abierto con su ropa de hilo de Holanda, con su delantal más blanco que la nieve, que está haciendo chuletas con trufas o alguna salsa, en suma, manjares que, al verlos, uno sería hasta capaz de comerse a sí mismo. Pasaba junto a las tiendas de Miliutin y en el escaparate contemplaba un salmón así de enorme, guindas a cinco rublos cada una, una gran sandía, tan grande como una diligencia, que parecía asomarse en busca del imbécil capaz de pagar los cien rublos que por ella pedían. En suma, que a cada instante le acosaban las tentaciones, la boca se le hacía agua y no dejaba de oír el invariable “mañana”.

»Ya pueden ustedes figurarse su situación. Por un lado, la sandía y el salmón, por otro, sirviéndole siempre el mismo plato: “mañana”.

Por último, el infeliz no fue capaz de soportarlo más y tomó la decisión de entrar como fuera, al asalto.

»Aguardó en la puerta a que apareciera otro solicitante y aprovechándose de que había llegado un general se escurrió y consiguió llegar con su pata de palo hasta la antecámara. El ministro apareció como siempre: “¿Qué se le ofrece? ¿Qué quiere usted?”.

»— ¡Ah! —exclamó al reconocer a Kopeikin—. Ya le dije que debía aguardar una decisión.

»—Apiádese de mí, Excelencia, no dispongo lo que se dice ni de un pedazo de pan.

»— ¿Y qué quiere que yo le diga? No me es posible hacer nada por usted. Entretanto haga lo que pueda por valerse por sí mismo. Búsquese usted mismo recursos.

»—Pero, excelentísimo señor, usted mismo puede comprender que no me puedo procurar ningún recurso faltándome un brazo y una pierna.

»—No obstante —replicó el ministro—, convendrá usted conmigo en que yo no puedo mantenerle a costa mía. Los heridos son muy numerosos y todos tienen igual derecho… Tenga paciencia. Cuando llegue el monarca, le prometo que no le abandonará la merced del zar.»

—Pero ya no puedo esperar más, excelentísimo señor —objetó Kopeikin en un tono un tanto brusco.

»Comprenderán ustedes que el ministro estuviera molesto.Efectivamente, todo eran generales que aguardaban decisiones y órdenes. Eran importantes asuntos de Estado que requerían una inmediata solución, cada minuto era de mucho valor y no podía despegarse de aquel diablo.

»—Discúlpeme —dijo—, no tengo tiempo. Me están esperando otros asuntos de mucha más importancia.

»Le recordaba muy finamente que comenzaba a ser hora de que se marchara. Pero el hambre espoleó al capitán Kopeikin.

»—Como ordene Su Excelencia, pero no pienso irme de aquí hasta que haya resuelto mi asunto.

»Bueno, figúrense ustedes. Responder de esta manera a un personaje que con una sola palabra puede hacer que salga por los aires sin que ni el mismo diablo consiga dar con él… Aun en nuestros medios, si un funcionario de categoría inferior dice algo como esto, se toma como una intolerable grosería. ¡Y en aquel caso se trataba de un general en jefe y de un capitán Kopeikin! ¡Noventa rublos y un cero a la izquierda! El general no replicó y le miró fijamente con una mirada que era como un arma de fuego, como para horrorizarse. Pero Kopeikin, imagínense ustedes, ni siquiera se inmutó, y se quedó inmóvil, como petrificado en su sitio.

»— ¿Qué más puedo decirle? —replicó el general de malos modos, aunque lo cierto es que lo trató con bastante consideración; otro le habría aterrorizado de tal manera que al cabo de tres días aún le continuaría dando vueltas la cabeza, y él se limitó a agregar—: Está bien, si la vida le resulta aquí muy cara y no puede esperar tranquilamente en la capital a que se solucione su asunto, haremos que corra por cuenta del Gobierno. ¡Vamos, que venga un correo! ¡Que le lleven al lugar de procedencia!

»El correo se presentó de inmediato. Era un muchachote de tres varas de alto y con unas manos tan grandes que parecían haber sido creadas para llevar las riendas. De un puñetazo dejaba a cualquiera sin una muela. Pues bien, cogieron a nuestro siervo de Dios y le metieron en un carro. “Menos mal —pensó Kopeikin—; todavía le he de estar agradecido, por lo menos no deberé pagar nada por el viaje”.

»Y mientras iba con el correo se hizo esta reflexión: “Está bien, ya que el general me dijo que yo Mismo me proporcionara recursos, los encontraré”.

»Se ignora cómo y adónde lo condujeron. El capitán Kopeikin se hundió en el río del olvido, en el Leteo, como le llaman los poetas. Pero precisamente en este punto es donde se inicia el hilo, el asunto de la novela. Quedamos en que se ignora la suerte que corrió el capitán Kopeikin. Pero apenas habían transcurrido dos meses cuando en los bosques de Riazán apareció una cuadrilla de bandoleros, y el capitán de dicha cuadrilla, señor mío, era, ni más ni menos…

—Permíteme, Iván Andreievich —dijo entonces interrumpiéndole el jefe de policía—, pero tú mismo dijiste primero que el capitán Kopeikin se había quedado sin una mano y una pierna, y en cambio Chichikov…

El jefe de Correos lanzó una exclamación, se dio una violenta palmada en la frente y ante todos, públicamente, se llamó imbécil. No era capaz de comprender que al principio mismo de su relato no le hubiera pasado por la cabeza fijarse en tal circunstancia, y reconoció la razón del proverbio: «El ruso comprende cuando ya es demasiado tarde», aunque, a pesar de todo, acto seguido intentó arreglar las cosas diciendo que en Inglaterra habían perfeccionado hasta tal punto la mecánica, que, según aseguraban los periódicos, habían inventado allí unas patas de palo que llevaban un resorte invisible, el cual cuando se apretaba, hacía que la persona saliera volando por los aires hasta una distancia tal, que después era imposible encontrarla.

No obstante, todos dudaron de que Chichikov fuere el capitán Kopeikin, y pensaron que el jefe de Correos había llegado demasiado lejos. Sin embargo, tampoco ellos se quedaron cortos, y movidos por la inventiva del jefe de Correos, llegaron aún más lejos. Entre las numerosas posibilidades expuestas, se llegó a decir, aunque parezca imposible, que Chichikov no era otro que Napoleón disfrazado, que el inglés, desde mucho tiempo atrás, venía dando muestras de su envidia a Rusia —un país tan vasto—, cosa que en varias ocasiones había salido en caricaturas, en las cuales se veía al ruso conversando con el inglés.

Este último llevaba atado con una cuerda a un perro, que representaba a Napoleón, como es de suponer, y decía: «Ve con cuidado, que si te portas mal te echaré este perro.» Y ahora podía suceder que le hubieran permitido abandonar la isla de Santa Elena, y vagaba por el imperio ruso como si fuera Chichikov, aunque en realidad no lo era.

Los funcionarios, en verdad, no llegaron al extremo de creer esto, pero, puestos a pensar y reflexionando cada uno de ellos en su interior, hallaron que el rostro de Chichikov, puesto de perfil, guardaba mucho parecido con el retrato de Napoleón. El jefe de policía, que había luchado en la campaña del año doce y que había visto en persona a Napoleón, se vio obligado a reconocer que la estatura de éste no era más elevada que la de Chichikov y que tampoco se podía afirmar de él que fuera ni demasiado gordo ni demasiado delgado. Quizá algunos lectores aseguren que todo esto es inverosímil; a fin de darles gusto, también el autor está dispuesto a asegurar que es inverosímil, pero, por desgracia, todo ocurrió tal y como lo hemos expuesto, y el hecho resultaba aún más sorprendente si se tiene en cuenta que la ciudad no era un rincón perdido, sino que, por el contrario, se encontraba cerca de las dos capitales.

No obstante es preciso tener presente que todo esto sucedía poco después de la gloriosa expulsión de los franceses. Por aquel entonces todos nuestros propietarios, comerciantes, funcionarios, dependientes y cualquiera que supiese leer, y otro tanto los que no sabían, se convirtieron en unos políticos furibundos en el transcurso de ocho años como mínimo. Moskovskie Vedomosti *y Sin Otechestva* eran leídos sin compasión, y al llegar a las manos del último lector estaban tan raídos que no servían para nada.

El Noticiero de Moscú, periódico fundado por la Universidad de dicha capital en 1756.
El Hijo de la Patria, revista fundada en San Petersburgo en el año 1812.

En lugar de las preguntas acostumbradas: «¿A qué precio ha vendido la medida de avena? ¿De qué modo aprovechó las primeras nevadas de ayer?», se preguntaban: «¿Qué dicen los periódicos? ¿Han dejado escapar de nuevo a Napoleón de la isla?»

Los comerciantes lo temían sobremanera, ya que creían a pies juntillas en las predicciones de un profeta que desde hacía tres años estaba en presidio. Este profeta, que procedía de quién sabe dónde, calzado con laptis* y vestido con una chaqueta de piel de camero que apestaba a pescado podrido, anunció que Napoleón era nada menos que el Anticristo y que se hallaba sujeto con cadenas a un muro, más allá de seis estepas y siete mares, pero que despedazaría las cadenas y llegaría a apoderarse de todo el mundo.

*

Calzado que usaban los campesinos, parecido a unas alpargatas.

El profeta dio con sus huesos en la prisión, como debía ser, pero su predicción no dejó de producir efecto y fue causa de una gran efervescencia entre los comerciantes. Durante mucho tiempo, hasta cuando llevaban a cabo las operaciones más ventajosas, cuando se encaminaban hacia la fonda a tomar un té para festejarlas, el tema de sus conversaciones era el Anticristo. Numerosos funcionarios y nobles llegaron asimismo a pensar otro tanto, y, contagiados por el misticismo, que por aquel entonces estaba muy en boga, como ya sabemos, encontraban en cada letra de la palabra “Napoleón” un sentido particular; incluso hubo muchos que descubrieron en él las cifras apocalípticas.

Así pues, no resulta extraño que los funcionarios dieran vueltas también en torno a este punto, aunque pronto volvieron a la realidad, dándose cuenta de que su fogosa imaginación les había arrastrado demasiado lejos y que las cosas no eran de este modo.

Reflexionando tras muchas disputas, resolvieron que no estaría de más interrogar de nuevo a Nozdriov como era debido. Se trataba del primero que había puesto sobre el tapete la historia de las almas muertas y, por lo que se veía, le unía a Chichikov una estrecha amistad; por lo tanto, no cabía duda de que conocería algo respecto a la vida de éste. Intentaron, pues, a ver qué les decía Nozdriov.

¡Qué gentes tan extrañas esos señores funcionarios, y, detrás de ellos, las gentes de cualquier otra condición! Sabían de sobras que Nozdriov era un mentiroso, que no se podía dar crédito a una sola palabra suya, aunque fuera acerca de algo que careciera de la menor importancia, y acudieron precisamente a él. ¡Cualquiera los atiende! Hay quien no cree en Dios, pero tiene la seguridad de que se morirá si se le ocurre rascarse el entrecejo; deja pasar la creación del poeta, transparente y clara como el día, presidida por la armonía y un elevado sentido de la sencillez, y se pone a admirar la obra del primer atrevido que se le presenta, en la cual todo es confuso, enredado y caótico, donde la naturaleza aparece del revés, y en su obra encuentra el verdadero conocimiento de los misterios del corazón del hombre.

Hay también quien pasa su vida hablando mal de los médicos y acaba recurriendo a una vieja que cura mediante conjuros y salivazos o, lo que aún es peor, él mismo inventa un potingue, hecho con sólo porquería, que, nadie sabe por qué, se figura que será el mejor remedio para su mal, La verdad es que, en cierto modo, se puede perdonar a los señores funcionarios, quienes se hallaban en una situación muy difícil. Según dicen, el que se está ahogando se agarra a cualquier astilla, ya que en esos instantes no se le ocurre pensar que la astilla sólo es capaz de sostener como máximo a una mosca, siendo así que él pesa casi cuatro puds, o tal vez cinco. No está entonces para pensar eso, y se agarra a la astilla.

Así, los señores funcionarios se agarraron a Nozdriov. A continuación el jefe de policía le escribió una nota suplicándole que compareciera por la tarde, y un guardia de altas botas y mejillas tremendamente encendidas, sujetando la espada con una mano, se dirigió corriendo a grandes pasos hacia la casa de Nozdriov. Encontró a éste entregado a una tarea de trascendental importancia; desde hacía cuatro días se hallaba encerrado en un aposento, sin permitir que entrara nadie y recibía la comida a través de un pequeño ventanuco, lo que significa que había enflaquecido y presentaba un aspecto lamentable.

El asunto que se traía entre manos requería suma atención: consistía en elegir de entre unas cuantas docenas de barajas un juego del mismo dibujo en el que poder confiar como si se tratara del más leal amigo. Todavía le quedaba trabajo como mínimo para dos semanas, y durante este tiempo Porfiri debía limpiar el ombligo del cachorrillo de marras con un cepillo especial y lavarlo con jabón tres veces al día. Nozdriov se enojó sobremanera cuando se vio molestado en su retiro; sin más ni más mandó al guardia al diablo, pero al ver por la nota que había ganancia en perspectiva, pues se esperaba que un novato acudiera a la velada, se tranquilizó en seguida, cerró apresuradamente el aposento con llave, se vistió de cualquier manera y dirigió sus pasos hacia la casa del jefe de policía.

Las declaraciones, testimonios y suposiciones de Nozdriov se contradecían hasta tal extremo con lo que los señores funcionarios se figuraban, que de las conjeturas de éstos nada quedó. Nozdriov era una persona para quien no existían las vacilaciones; todo lo que en los señores funcionarios era timidez y debilidad, en Nozdriov era decisión y firmeza. Contestó con seguridad a todas las preguntas; declaró que Chichikov le había comprado almas muertas por valor de unos cuantos miles de rublos y que se las vendió porque no veía razón alguna para no hacerlo. Al preguntarle si se trataba de un espía que intentaba enterarse de algo, respondió que, en efecto, era un espía, que ya en la escuela, en la que estudiaron juntos, era un acusón, motivo por el cual sus compañeros, entre los que se hallaba él mismo, Nozdriov, le habían propinado tal paliza, que fue preciso aplicarle a las sienes doscientas cuarenta sanguijuelas: quiso decir cuarenta, pero las doscientas se le escaparon sin que ni él mismo se diera cuenta.

A la pregunta de si era un falsificador de billetes de Banco, contestó que sí, que realmente lo era, y aprovechó la ocasión para explicar un hecho que evidenciaba muy a las claras la extraordinaria destreza de Chichikov en esos menesteres. Habiendo llegado a conocimiento de las autoridades que poseía billetes falsos por valor de unos dos millones de rublos, habían procedido a sellar su casa; pues bien, a pesar de que en cada puerta se hallaban dos soldados de guardia, Chichikov, en una sola noche, logró cambiar todos los billetes, de tal modo que al otro día, cuando levantaron los sellos, resultó que todos los billetes que vieron eran legítimos.

Preguntado acerca de si Chichikov había tenido realmente intenciones de raptar a la hija del gobernador y de si él mismo se había ofrecido a ayudarle para llevar a cabo esta empresa, Nozdriov contestó que sí, que le había ayudado, y que si no hubiera sido por él nada habría salido bien; al decir esto advirtió que su embuste podía costarle caro, pero era ya incapaz de contener la lengua. Por otra parte, era difícil, porque se le habían ocurrido unos detalles tan interesantes, que resultaba imposible guardarlos para sí: incluso dio el nombre de la aldea en cuya iglesia parroquial se celebraría la boda: se trataba de Trujmachovka, el pope era el padre Sidor y por casarlos les cobraría setenta y cinco rublos. El sacerdote se resistía al principio, y sólo consintió en vista de las amenazas de Nozdriov, quien le metió el resuello en el cuerpo diciéndole que lo denunciaría por haber casado al tendero Mijail con su comadre.

Contó además Nozdriov que había puesto su coche a disposición de Chichikov y que tenía dispuestos caballos de refresco en todas las estaciones de posta. En sus ansias de entrar en detalles llegó incluso a dar los nombres de los cocheros.

Intentaron tocar el tema de Napoleón, pero se arrepintieron, pues Nozdriov explicó tales absurdos que ni guardaban parecido alguno con la verdad ni con nada, hasta tal extremo que los funcionarios se alejaron, suspirando, de él, dejándolo por imposible. El jefe de Correos fue el único que continuó escuchándole, con la esperanza de que acabaría diciendo algo interesante, pero un rato después se marchó también, comentando:

— ¡El diablo sabe lo que es eso!
Y todos se mostraron de acuerdo en que, por más que uno sude, nunca conseguirá sacar peras del olmo.

Los funcionarios se encontraron en una situación peor que al principio, y llegaron a la conclusión de que no habían logrado averiguar nada respecto a Chichikov. Quedó claramente de manifiesto cómo es el ser humano: es inteligente, sabio, sensato en todo cuanto se relaciona con los demás, pero no en lo que atañe a su propia persona. ¡Qué firmeza y prudencia hay en los consejos que da en los momentos difíciles! «¡Qué mente más lúcida! —exclama la gente—. ¡Qué carácter tan firme!»

Pero si, a esa mente lúcida le sucede una desgracia y se encuentra en un caso apurado, desaparece el carácter, el firme varón se turba y se transforma en un infeliz cobarde, en una nulidad, en un débil ser, en un fetiuk, para valernos de la expresión de Nozdriov.

Todos esos rumores, comentarios y opiniones, sin que pueda saberse el motivo, afectaron sobre todo al pobre fiscal. Le afectaron de tal modo que, al regresar a su casa, dio en pensar y en pensar y de pronto, sin más ni más, se murió. Se ignora si fue un ataque de parálisis u otra cosa, pero lo cierto es que se hallaba sentado en su silla y, sin ton ni son, cayó en redondo. Siguieron los gritos y exclamaciones de rigor:

«¡Oh, Dios Santo!», mandaron a buscar al médico para que lo sangrara, pero advirtieron que el fiscal sólo era ya un cuerpo sin alma. Hasta aquel momento no observaron, con dolor, que el difunto había tenido alma, aunque por modestia él no la había demostrado jamás.

Sin embargo, la aparición de la muerte resulta tan espantosa cuando se trata de un hombre pequeño como cuando afecta a uno grande. Aquel que poco tiempo antes caminaba, se movía, jugaba al whist, firmaba documentos y se dejaba ver con frecuencia entre los funcionarios con sus espesas cejas y su ojo, que guiñaba sin cesar, yacía en estos momentos sobre una mesa y su ojo izquierdo ya no hacía guiños, aunque una ceja continuaba levantada con expresión inquisitiva. Sólo Dios sabía qué preguntaba el difunto, ni por qué había muerto o para qué había vivido.

¡Pero todo esto es absurdo! ¡No se puede comprender! No es posible que los funcionarios llegaran a asustarse de tal forma, a acumular tantas necedades, a alejarse hasta tal punto de la verdad, cuando un niño puede comprender fácilmente de qué se trata. Así pensarán numerosos lectores, y reprocharán al autor que haya llegado a extremos inverosímiles, o tacharán de necios a los infelices funcionarios, porque todo somos en extremo generosos cuando se trata de la palabra «necio» y nos encontramos dispuestos a adjudicársela a nuestro prójimo veinte veces por día. Es suficiente hallar un aspecto estúpido entre diez para que le califiquen a uno de necio sin pensar para nada en los nueve aspectos buenos.

A los lectores les es muy fácil juzgar desde su tranquilo rincón, desde una altura que les deja ver todo el horizonte y otearlo todo cuando las cosas suceden allá abajo, desde donde únicamente se pueden distinguir los objetos más cercanos. En los anales de la historia de la Humanidad muchos son los siglos que el hombre tacharía y destruiría completamente por creerlos inútiles. En el mundo se han cometido muchos errores en los que parece que ahora no incurriría un niño. ¡Qué alejados, estrechos, tortuosos, desviados e infranqueables caminos eligió la Humanidad en su afán de llegar a la verdad eterna, siendo así que delante de ella se le ofrecía abierto un camino recto, parecido al camino que lleva al soberbio edificio destinado a residencia del zar!

Era un camino más ancho y majestuoso que todos los demás, iluminado por el sol, y en él brillaban las luces por la noche, pero las gentes se alejaban de él y se encaminaban hacia las tinieblas. Y en cuantas ocasiones, aunque les orientara el pensamiento venido del cielo, retrocedieron y se desviaron, fueron a parar, en pleno día, a lugares infranqueables, se arrojaron unos a otros una niebla que les cegaba y, siguiendo unos fuegos fatuos, alcanzaron el borde de un abismo para después preguntarse aterrorizados: ¿Dónde está la salida? ¿Dónde está el camino?

Nuestra generación lo ve todo con claridad, le sorprenden los errores, le causa risa la insensatez de sus mayores, sin advertir que esos anales han sido escritos con fuego celestial, que en ellos clama cada letra, que un dedo imperioso le señala por doquier a ella, a la generación actual.

Pero nuestra generación se ríe, y arrastrada por el orgullo y la vanidad, empieza una serie de nuevos errores, de los que con el tiempo se reirán asimismo nuestros descendientes.

Chichikov ignoraba todo lo sucedido. Como hecho adrede, había cogido un resfriado —una ligera inflamación de la garganta—, enfermedad que con tanta generosidad obsequia el clima de nuestras ciudades de provincias. A fin de evitar que su vida se truncara sin dejar descendencia, no lo permitiera Dios, pensó que lo mejor que podía hacer era encerrarse tres días en su aposento. Ese tiempo lo empleó en hacer gárgaras sin cesar con leche en la que habían cocido higos, que después se comió, mientras llevaba en la mejilla una cataplasma de alcanfor y manzanilla. Con objeto de distraerse hizo varias relaciones nuevas de todos los siervos que había adquirido, leyó un volumen de La duquesa de La Vallière que encontró en su maleta, revisó todos los apuntes y objetos que tenía guardados en su cofrecillo, releyó unas cuantas cosas y se aburrió soberanamente.

No lograba comprender cómo ninguno de los funcionarios de la ciudad había venido a interesarse por su salud, siendo así que antes podía verse siempre frente a la puerta de la posada el coche del jefe de Correos, el del presidente o el del fiscal. Reflexionando acerca de esto, en sus paseos por la estancia, se limitaba a encogerse de hombros.

Finalmente se encontró mejor, y Dios sabe la alegría que experimentó al ver que podía salir otra vez al aire libre. Sin dar largas al asunto, comenzó a arreglarse, abrió el cofre, llenó un vaso con agua caliente, y después de sacar la brocha y el jabón se dispuso a afeitarse, cosa que a decir verdad le hacía mucha falta, ya que, pasándose la mano por la barba y contemplándose al espejo, exclamó:

— ¡Vaya bosque!

Y efectivamente, a pesar de que no se trataba de un bosque, las mejillas y el mentón los tenía cubiertos por una vegetación bastante frondosa.

En cuanto se hubo afeitado, se vistió rápidamente, tanto, que poco faltó para que se cayera mientras se ponía el pantalón. Por fin, ya vestido, se echó algunas gotas de agua de colonia y, muy abrigado, con la mejilla vendada como medida de precaución, salió a la calle. Su salida, como la de cualquier convaleciente, le produjo sensación de una fiesta. Todo le sorprendía: las casas, los campesinos que encontraba, por cierto que bastante serios, puesto que a algunos de ellos les habrá sobrado tiempo para atizar un buen puñetazo en la cara de su vecino.

Su primera visita iba destinada al gobernador. A lo largo del trayecto se le ocurrieron todo género de pensamientos. Recordó a la rubia, su imaginación comenzó ya a desatarse y empezó a bromear un poco y a reírse de sí mismo.

En esta disposición de ánimo se hallaba ya cerca de la casa del gobernador. Ya estaba quitándose de prisa y corriendo el capote en el vestíbulo cuando el portero le dejó atónito con unas palabras que en modo alguno podía esperarse:

— ¡He recibido órdenes de no permitirle el paso!

— ¿Acaso no me reconoces? Mírame bien a la cara —dijo Chichikov.
— ¿Cómo no voy a reconocerle? No es la primera vez que le veo —objetó el portero—. Justamente a usted se refiere la orden de no dejarle pasar. Los demás pueden hacerlo todos.

— ¡Pues ésa sí que es buena! ¿Y por qué?
—Sus motivos tendrán cuando así lo han mandado —dijo el portero, y añadió un «sí», tras lo cual se situó frente a él desembarazadamente, sin rastro de la actitud afectuosa con que en otras ocasiones acudía con presteza para ayudarle a quitarse el capote. Producía la sensación de que estuviera diciendo para sus adentros: «¡Vaya! Cuando los amos te despachan, buena pieza estarás tú hecho.»

«No lo comprendo», se dijo Chichikov, y a continuación se encaminó a la casa del presidente de la Cámara, pero éste se azaró al verlo hasta tal punto, que no fue capaz de pronunciar dos palabras a derechas, y comenzó a soltar tal retahíla de estupideces que ambos se sintieron avergonzados.

Cuando se marchó, por más que intentara comprender el significado de las palabras del presidente, no consiguió explicárselas.

Después acudió a visitar a otros: al jefe de policía, al vicegobernador, al jefe de Correos; sin embargo, o no le recibieron, o lo hicieron de una manera tan extraña, su conversación fue tan forzada y tan incomprensible, se turbaron de tal manera y organizaron tal embrollo, que Chichikov llegó incluso a dudar del estado de sus mentes. Trató de ver a alguno más para aclarar cuando menos las razones de aquella conducta, pero nadie le explicó los motivos.

Como un sonámbulo estuvo vagando por la ciudad sin rumbo fijo, sin poder decidir si era él quien se había vuelto loco, eran los funcionarios quienes habían perdido el juicio, y se trataba todo de un pasado sueño o se había armado un lío mayor que el peor de los sueños. Era ya tarde, comenzaba a oscurecer cuando regresó a la posada, de donde se había marchado con tan buena disposición de ánimo, y ordenó que le trajeran el té. Pensativo, sumido en vagas reflexiones sobre su extraña situación, comenzaba a servirse el té, cuando de pronto se abrió la puerta y compareció Nozdriov en persona.

—Bien dice el refrán que nada son siete verstas cuando lo que se pretende es visitar a un amigo —comenzó mientras se quitaba la gorra—. Pasaba por aquí y como vi la luz, pensé que aún no estarías acostado. ¡Ah, qué estupendo que tengas el té en la mesa! Aceptaría encantado una taza. Hoy me han dado para comer todo género de porquerías y tengo el estómago medio revuelto. Di que me llenen una pipa. ¿Dónde está la tuya?

—Yo nunca fumo en pipa —contestó Chichikov con sequedad.
—Estupideces. ¡Como si yo ignorara que eres fumador! ¡Oye, tú! ¿Cómo se llama tu criado? ¡Eh, escucha, Vajramei!

—Su nombre no es Vajramei, sino Petrushka.

— ¿Cómo es posible? ¿No se llamaba Vajramei?
—Jamás he tenido ningún Vajramei.
—Sí, por supuesto. Vajramei era el criado de Derebin. Imagínate la suerte de Derebin: una tía suya se enojó con su hijo por haberse éste casado con una sierva y le ha dejado toda su fortuna. ¡Vaya suerte, si yo tuviera una tía así, que me asegurara mi futuro! Y a propósito, hermano, estás tan retirado que no se te ve por ninguna parte. Claro, sé muy bien que algunas veces te agrada distraerte con cuestiones científicas y te entregas a la lectura.

Confesamos no poder decir, como tampoco Chichikov, de dónde habría sacado Nozdriov que nuestro protagonista se distraía con cuestiones científicas y se entregaba a la lectura.

¡Ay, hermano Chichikov! ¡Si hubieras visto…! ¡Habrías hallado alimento para tu mente satírica!

—Ignoramos asimismo por qué Chichikov estaba dotado de una mente satírica

—. Imagínate que estuvimos montando en la montaña rusa de Lijachov, ¡qué bien lo pasamos! Perependev, que iba conmigo, comentó: «Si Chichikov estuviera aquí…» —

Agregaremos que Chichikov no conocía al tal Perependev—.

Y por cierto, debes reconocer que no te comportaste nada bien conmigo cuando jugamos a las damas, ¿te acuerdas? Porque entonces fui yo quien ganó. Sí, hermano, me hiciste trampas pero el diablo me conoce, soy incapaz de enojarme contigo. El otro día, charlando con el presidente… ¡Ah, sí! Debo decirte que toda la ciudad está contra ti. Están convencidos de que falsificas billetes de Banco, me acosaron a preguntas, pero yo te defendí a capa y espada, les conté que habíamos sido compañeros de colegio y que conocí a tu padre. Ya te puedes imaginar todo lo que les dije.

— ¿Cómo! ¿Que yo falsifico billetes de Banco? —exclamó Chichikov levantándose de un brinco.

—Pero ¿por qué los has aterrorizado de tal modo? —continuó Nozdriov—. El miedo los tiene como locos. Creen que eres un espía y un bandolero. El fiscal se ha muerto del susto, mañana lo enterrarán. ¿Irás? Lo cierto es que con el nombramiento del nuevo gobernador general tienen miedo de que les suceda algo por culpa tuya. Yo pienso que si el gobernador general se da importancia y coge pretensiones, no logrará absolutamente nada de los nobles. Los nobles quieren cordialidad, ¿no es cierto? Por supuesto que se puede encerrar en su despacho y no ofrecer ningún baile, pero así, ¿qué lograría? Así no lograría ganar nada. Y por cierto, Chichikov, te has metido en un asunto muy peligroso.

— ¿Qué asunto peligroso es ése? —preguntó Chichikov perdiendo la calma.

—El del rapto de la hija del gobernador. He de confesarte que no me lo esperaba, de verdad que no me lo esperaba. Al principio, cuando os vi juntos en el baile, comencé a pensar que estabas tramando algo… Aunque yo no encuentro que la muchacha tenga nada de particular. Hay una, pariente de Bikusov, hermana de su esposa, ¡aquélla sí que es una muchacha! ¡Es totalmente distinta! ¡Una preciosidad!

—Pero ¿qué es lo que dices? ¿Quién iba a raptar a la hija del gobernador? —gritó Chichikov con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Bueno, ya está bien, hermano. ¡Hay que ver lo reservado que eres! La verdad es que venía a decirte que puedes contar conmigo. Seré tu padre y te proporcionaré el coche y caballos de refresco, pero será con una condición; tienes que prestarme tres mil rublos. Me hacen falta con urgencia.

Mientras Nozdriov se explicaba como queda expuesto, Chichikov se restregó los ojos repetidas veces, deseoso de convencerse de que estaba despierto y no soñaba. La falsificación de billetes de Banco, el rapto de la hija del gobernador, la muerte del fiscal, de la que por lo visto era él la causa, la llegada del gobernador general: todo esto le asustó sobremanera.

«Estando así las cosas —se dijo—, hay que ir con tiento y no descuidarse; me iré cuanto antes.»

Intentó quitarse de encima lo antes posible a Nozdriov, llamó a Selifán y le ordenó que al amanecer tuviera ya las cosas dispuestas para abandonar la ciudad, a las seis de la mañana; tenía que pasar revista a todo, engrasar las ruedas, etc.

Selifán repuso: «Así se hará, Pavel Ivanovich», aunque todavía permaneció un rato parado junto a la puerta, indeciso. El señor ordenó en seguida a Petrushka que sacara de debajo de la cama la maleta, cubierta ya por una espesa capa de polvo, y con ayuda de su sirviente comenzó a meter en ella sus efectos personales: camisas, calcetines, ropa limpia y ropa sucia, hormas para las botas, un calendario… Lo fue dejando todo de cualquier manera; pensaba dejarlo todo dispuesto para que al día siguiente no tuviera que retrasar la partida.

Selifán, tras haberse quedado como unos dos minutos junto a la puerta, salió pausadamente del aposento. Muy despacio, tan despacio como pueda uno imaginarse, bajó las escaleras, dejando las huellas de sus mojadas botas en los viejos peldaños, y se rascó durante un buen rato el cogote. ¿Qué quería decir en él semejante operación? Y en general, ¿qué significaba eso de rascarse el cogote? ¿Mal humor porque al otro día no podría reunirse en la taberna con un compañero de desgastada pelliza ceñida con un pañuelo? ¿O acaso era que había iniciado algún amorío y se vería obligado a suprimir las entrevistas del atardecer en el portal, cuando, con las blancas manos de ella entre las suyas, un muchachote de roja camisa tocaba la balalaica ante los criados, y los operarios que habían ido a la ciudad a trabajar dejaban fluir su tranquila charla? ¿O le pesaba, simplemente, abandonar su lugar acostumbrado en la cocina, junto con la estufa, donde dormía cubierto con su zamarra, dejar la sopa de coles y los excelentes pastelillos de la ciudad para volver a arrastrarse por los caminos entre la lluvia y el barro y todo género de incomodidades? Dios lo sabe, no es posible adivinarlo. Para los rusos, son muchas las cosas que puede significar el hecho de rascarse el cogote.


Enlace a capitulo 11

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